Cuentos completos (472 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Henry asintió.

—Se lo pregunto porque me parece que hemos estado hablando de Alicia en el País de las Maravillas sin mencionar que hay una continuación.

—En el País del Espejo —dijo Avalon—. Sí, claro.

—¿Podría ser que también éste estuviera incluido en la palabra Alicia?

—Por supuesto —afirmó con la cabeza Avalon—. En realidad, el título completo es En el País del Espejo y lo que Alicia Encontró Allí, de modo que tiene tanto derecho a que se le llame Alicia como el otro.

—Y En el País del Espejo ¿no trata sobre ajedrez?

—Totalmente cierto —dijo Avalon con suavidad, recobrado ya su buen humor por el papel de verdadero experto que desempeñaba—. Las Reinas Blanca y Negra son personajes importantes. El Rey Blanco dice algunas palabras, pero el otro duerme bajo un árbol.

—¿Y hay caballos, también?

—El Caballo Blanco —dijo Avalon asintiendo con la cabeza— sostiene una batalla contra el Caballo Negro y luego acompaña a Alicia hasta el último cuadrado del tablero. Es el personaje más amable en ambos libros y el único que parece querer a Alicia. Se piensa generalmente que es un autorretrato de Carroll.

—Sí, sí —dijo Trumbull displicentemente—. ¿A dónde quiere llegar, Henry?

—Estoy buscando omisiones. Creo que al comienzo del libro hay una referencia a un peón blanco.

—Creo que no ignora usted tanto esos libros como dice, Henry. Hay una referencia a un peón blanco llamado Lily, en el primer capítulo. La misma Alicia representa el papel de un peón blanco, también, y al final es ascendida a reina blanca.

—¿Y torres? —dijo Henry.

Avalon frunció el ceño en silencio por un momento y luego sacudió la cabeza.

—Se las menciona —intervino Atwood—. Créanme; conozco esos estúpidos libros casi de memoria. En el Capítulo 1, Alicia entra en la casa del Espejo, ve las piezas de ajedrez caminando por aquí y por allá, y se dice a sí misma: "y aquí van dos castillos caminando del brazo". Los castillos, por supuesto, son las torres.

—Ya tenemos, entonces, el Rey, la Reina, la Torre, el Caballo y el Peón —dijo Henry—. Pero hay una sexta pieza, el Alfil. ¿Desempeña algún papel en el libro o por lo menos se lo menciona?

—No —dijo Avalon.

—En el primer capítulo —intervino Atwood— hay ilustraciones que muestran a dos alfiles.

—Eso es obra de Tenniel —dijo Henry—, no de Carroll. ¿No es una curiosa omisión la total ausencia de alfiles?

—No sé —dijo Avalon, lentamente—. Quizá Lewis Carroll, que era un intransigente victoriano, temiera ofender a la Iglesia.

—¿No es curioso que llegara a esos extremos para evitar ofenderla?

—Bueno, ¿y si lo fuera? —preguntó Halsted.

—Creo que sería bueno que el Sr. Atwood revisara los cuatro alfiles de su juego —dijo Henry—, un juego que el Sr. Sanders sabía que él quería y que no podía vender, ni regalar ni perder. Probablemente encuentre el trozo de filme. Si la cabeza se desprende, debería mirar en su interior. Si la cabeza no se desprende, arranque el pedazo de fieltro que hay en la base.

Hubo un silencio incómodo.

—Creo que es algo exagerado, Henry —dijo Trumbull.

—Quizá no, señor —dijo Henry—. El Sr. Sanders, según se dijo repetidamente, era un hombre de gran sentido del humor, que se burlaba constantemente del Sr. Atwood por su religión. Quizás ese mensaje final sea su manera de continuar la burla. Usted es episcopal, Sr. Atwood, y supongo que conoce lo que la palabra significa.

—Viene del griego y significa obispo ——dijo Atwood, casi atragantado.

—Imagino, entonces —dijo Henry—, que el Sr. Sanders habrá encontrado cómico esconder el mensaje en un alfil.
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Atwood se puso de pie.

—Creo que sería mejor que me fuera a casa —dijo.

—Yo lo llevaré —dijo Halsted.

—Creo que dejó de nevar, pero conduzcan con cuidado —les aconsejó Henry.

Algo nunca visto (1973)

“The Six Suspects (Out of Sight)”

El banquete mensual de los Viudos Negros había llegado a un punto en que ya nada quedaba del asado, salvo una salchicha y un trozo de hígado intacto que resaltaba en el plato de Emmanuel Rubin. Fue entonces cuando las voces se alzaron en un combate homérico.

Rubin, indudablemente enfurecido por la presencia del hígado, afirmaba en forma más categórica que de costumbre:

—La poesía es sonido. La poesía no se mira. No me importa si una cultura pone énfasis en el ritmo, la aliteración, el equilibrio o la cadencia. Todo se reduce al sonido, al final.

Roger Halsted nunca levantaba la voz, pero se podía saber siempre su estado emocional por el color de su alta frente. En ese preciso momento era de un rosado intenso que se extendía más allá de la línea que en alguna época marcaba el nacimiento del cabello.

—¿De qué sirve hacer generalizaciones, Manny? —dijo—. En primer lugar, no hay generalización que, por lo común, sirva sin un inexpugnable sistema de axiomas. La literatura…

—Si me vas a hablar del verso figurativo —dijo Rubin enardecido— puedes ahorrarte el esfuerzo. Son tonterías victorianas.

—¿Qué es el verso figurativo? —preguntó Gonzalo con apatía—. ¿Lo está inventando él, Jeff? —Agregó un toque al cabello desordenado de su caricatura del invitado de esa noche, Waldemar Long, quien desde el comienzo de la cena, había comido sumido en un silencio melancólico, si bien era evidente que no se perdía palabra.

—No —dijo Geoffrey Avalon juiciosamente—, aunque no me extrañaría que Manny inventara algo de ser ésa la única manera que tuviera de ganar una discusión. Un verso figurativo es aquel en que las palabras o líneas están dispuestas tipográficamente de manera de producir una imagen visual que refuerce el efecto. La Cola del Ratón, en Alicia en el País de las Maravillas, es el ejemplo más conocido.

Con su voz suave, Halsted no podía competir en esa gritería donde reinaba la ley de la selva, de modo que comenzó a golpear rítmicamente su cuchara contra la jarra de agua hasta que los decibeles bajaron.

—Seamos razonables —dijo——. Lo que se discute no es la poesía en general, sino la quintilla como forma estrófica. Mi posición es ésta —la volveré a repetir, Manny-: que el valor de una quintilla no está dictado por el contenido. Es un error pensar que una quintilla debe ser pornográfica para ser buena. Es más fácil…

James Drake apagó la colilla de su cigarrillo, se retorció su pequeño bigote grisáceo y dijo con voz ronca:

—¿Por qué llamas pornográfica a la quintilla pornográfica? La Corte Suprema no te daría la razón.

—Porque es una palabra que por lo menos entienden —dijo Halsted—. ¿Qué quieres que diga? ¿Una quintilla "sexual-excretora-blasfema-miscelánea-y-generalmente-irrespetuosa"?

—Vamos, Roger, continúa. Di lo que tienes que decir y no dejes que te provoquen —dijo Avalon, y sus cejas espesas se fruncieron severamente en dirección al resto de la mesa—. Déjenlo hablar.

—¿Por qué? —dijo Rubin—. No tiene nada que decir… Está bien, Jeff. Habla, Roger.

—Muchas gracias a todos —dijo Halsted con el tono dolorido de quien finalmente ha logrado que se reconozcan las injusticias cometidas contra él—. El valor de una quintilla reside en lo inesperado del último verso y en la habilidad de la rima final. En realidad, sucede que el contenido irrespetuoso o pornográfico puede parecer valioso en sí mismo y requerir menos habilidad… y producir una quintilla menos buena como quintilla. Es posible, sin embargo, disfrazar la rima con convenciones ortográficas.

—¿Qué? —dijo Gonzalo.

—Con la ortografía —dijo Avalon.

—Y entonces —continuó Halsted—, al mirar la ortografía, y después de ese momento de demora necesario para comprender el sonido, el encanto de los versos aumenta. Pero en esas condiciones uno ha de ver la quintilla. Si uno simplemente la recita, el efecto se pierde.

—Digamos que nos das un ejemplo —dijo Drake.

—Ya sé a qué se refiere —dijo Rubin a gritos—. Es como escribir TVO para decir "te veo".

—¿Tenemos que seguir con estas idioteces? —preguntó Trumbull.

—Creo que ya comprendieron lo que quise decir —dijo Halsted—. El humor puede ser visual.

—Entonces, a otra cosa —dijo Trumbull—. Ya que soy yo el que preside esta noche, voy a dar una orden… Henry, ¿dónde está ese maldito postre?

—Aquí está, señor —dijo Henry pausadamente, y sin inmutarse por el tono de Trumbull, levantó los platos y repartió la tarta de grosellas.

El café ya había sido servido cuando el invitado de Trumbull dijo en voz más bien baja:

—Prefiero té, por favor.

El invitado tenía un largo labio superior y una barbilla igualmente larga. Su cabello era abundante y desordenado, pero su rostro era lampiño y caminaba con los hombros inclinados y el balanceo de un oso. Cuando fue presentado, sólo Rubin dio señales de reconocerlo.

—¿No está usted en la NASA? —había dicho.

Waldemar Long había respondido con un "sí", alarmado como si lo hubieran sacado de un resignado estado de semi-anonimato. Había fruncido el ceño, y lo volvía a fruncir ahora mientras Henry servía el té y desaparecía discretamente en el fondo.

—Creo que ha llegado el momento de que nuestro invitado entre en la discusión y de que ponga algo de sentido en lo que ha sido una noche extraordinariamente idiota —dijo Trumbull.

—No, está bien, Tom —dijo Long—. No me importa la frivolidad. —Tenía una voz hermosa, profunda, con un claro matiz de tristeza—. No tengo condiciones de charlista, pero me gusta escuchar.

Halsted, todavía resentido por el asunto de las quintillas, dijo con súbita energía:

—Sugiero que Manny no sea el que conduzca el interrogatorio en esta ocasión.

—¿No? —dijo Rubin alzando su barba belicosamente.

—No. Te dejo decidir a ti, Tom. Si Manny interroga a nuestro invitado, seguramente hará surgir el tema del programa espacial de la NASA. Entonces tendremos que volver a la misma discusión que hemos tenido mil veces. Estoy cansado de todo el asunto del espacio y de si deberíamos estar en la Luna o no.

—No tan cansado como yo —dijo Long, en forma más bien inesperada—. Preferiría no hablar de ningún aspecto de la exploración espacial.

La categórica respuesta pareció enfriar los ánimos de todos los presentes. Incluso Halsted pareció momentáneamente desconcertado en cuanto a que fuese posible hablar de otro tema con una persona de la NASA.

—Deduzco, Dr. Long, que ésta es una actitud que usted ha adoptado últimamente, hace poco —dijo Rubin.

Long volvió la cabeza lentamente hacia Rubin y entrecerró los ojos.

—¿Por qué dice eso, Sr. Rubin?

En el pequeño rostro de Rubin se dibujó una sonrisa bastante fatua.

—Elemental, mi querido Long. Usted estuvo en el crucero que viajó para presenciar el lanzamiento del Apolo el invierno pasado. Fui invitado como representante literario de la comunidad intelectual, pero no pude ir. Recibí, sin embargo, toda la información de promoción y noté que usted estaba incluido. Iba a dar una conferencia sobre algún aspecto del programa espacial, no recuerdo cuál, y lo hacía como voluntario. De modo que su desencanto debe de haber surgido en los seis meses que siguieron a ese crucero.

Long asintió levemente con la cabeza varias veces.

—Parece que más gente me conoce por mi vinculación con ese viaje que por todo lo demás que hice en mi vida. Ese maldito viaje me hizo famoso, también.

—Iré más allá —dijo Rubin entusiasmado—. Podría decir que algo sucedió en ese crucero que lo desilusionó respecto de la exploración espacial, quizás hasta el extremo de estar pensando en dejar la NASA y dedicarse a otro trabajo totalmente diferente.

Long lo miraba ahora fijamente. Apuntó a Rubin con un dedo, un largo dedo que no mostraba señales de vacilación, y dijo:

—No juegue conmigo. —Luego, con un enojo contenido, se levantó de su asiento y añadió—: Lo siento, Tom. Gracias por la comida, pero me voy.

Todos se levantaron de inmediato, hablando simultáneamente; todos excepto Rubin, que permaneció sentado con una expresión de aturdido asombro.

La voz de Trumbull se alzó por encima de los demás.

—Espera un momento, Waldemar. ¡Maldición! ¿Quieren sentarse, todos ustedes? Tú también, Waldemar. ¿Qué diablos sucede? Rubin, ¿qué pasa?

Rubin bajó la mirada hacia su taza de café vacía y la levantó como deseando que hubiera café para poder demorar las cosas tomando un sorbo.

—Sólo estaba señalando una secuencia lógica —dijo—. Después de todo, escribo obras de misterio. Pero parece que puse el dedo en la llaga. —Luego, agradecido, dijo—: Gracias, Henry. —Este llenaba ya su taza hasta el borde.

—¿Qué secuencia lógica? —preguntó Trumbull.

—Bueno, aquí está: el Dr. Long dijo "Ese maldito viaje me hizo famoso, también", y acentuó el "también". Eso significa que además tuvo algún otro efecto; y ya que estábamos hablando de su disgusto hacia todo el tema de la exploración espacial, deduje que el otro efecto había sido producir en él esa aversión. Por su actitud supuse que sería lo suficientemente fuerte como para hacer que dejara su trabajo. Eso es todo.

Long volvió a asentir con los mismos movimientos anteriores, leves y ligeros, y luego se echó hacia atrás en su silla.

—Está bien. Lo siento, Sr. Rubin. Reaccioné demasiado rápido. El hecho es que dejaré la NASA. En la práctica ya lo he hecho… He salido a puntapiés. Eso es todo… Cambiemos de tema. Tom, dijiste que venir aquí me sacaría de mi depresión, pero no ha resultado así. Mi estado de ánimo más bien los ha contagiado a todos y he sido un aguafiestas. Perdónenme, todos ustedes.

Avalon llevó un dedo a su elegante bigote y lo acarició cuidadosamente.

—En realidad, señor —dijo—, nos ha proporcionado algo que nos gusta más que nada: la oportunidad de ser curiosos. ¿Podemos interrogarlo sobre el tema?

—No es algo de lo que pueda hablar libremente —dijo Long con precaución.

—Puedes hacerlo si quieres, Waldemar —dijo Trumbull—. No tienes por qué dar detalles confidenciales; pero, en cuanto se refiere a lo demás, todo lo que se dice en esta habitación se mantiene en secreto. Y, como siempre agrego cuando considero necesario afirmarlo, el secreto incluye a nuestro estimado amigo Henry.

Henry, de pie cerca del aparador, sonrió apenas. Long dudó, pero luego dijo:

—En realidad, es fácil satisfacer la curiosidad de ustedes, y sospecho que al menos el Sr. Rubin, con su aptitud para adivinar ya ha deducido los detalles. Se sospecha que he sido indiscreto, ya sea deliberadamente o por descuido, y en ambos casos puede ser que —no en forma oficial, aunque no por eso de manera menos definitiva— en lo sucesivo me aparten de cualquier cargo en el campo de mi especialidad.

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