Cuentos completos (470 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Señores —dijo Halsted—, les presento a mi invitado, Jeremy Atwood. Lo conocí por medio de uno de sus sobrinos, un profesor compañero mío. Señor Atwood, permítame presentarle al grupo.

Una vez hechas las presentaciones y luego de ofrecer a Atwood una copa de jerez, Henry anunció que la mesa estaba servida. Rubin miró con recelo.

—¿Esto tiene hígado? —preguntó.

—No tiene hígado, Sr. Rubin —dijo Henry—. Hoy tiene riñones.

—¡Dios mío! —dijo Rubin—. ¿Y la sopa?

—Crema de puerros, Sr. Rubin.

—No me dan respiro, no me dan respiro —gruñó, y probó los riñones con cautela.

Los ojos de Drake tenían ese brillo que indicaba que creía estar tras la pista de algún colega químico.

—¿Qué enseña su sobrino, Sr. Atwood? —inquirió.

—Me parece que literatura inglesa. No lo frecuento mucho —repuso Atwood con un sorprendente tono de tenor.

—No lo critico —dijo Rubin en seguida—. Los profesores de literatura inglesa quizás hayan producido más analfabetos que todas las demás corrientes culturales espurias del mundo.

—Vea usted, Sr. Atwood —dijo Gonzalo, buscando su venganza—. Manny Rubin es un escritor cuyas obras nunca han sido analizadas por un profesor que se hallara sobrio en ese momento.

Trumbull habló en seguida para cortar la respuesta de Rubin.

—¿En qué trabaja usted, Sr. Atwood?

—Ahora estoy jubilado, pero soy ingeniero civil —dijo Atwood.

—No tiene por qué responder a ninguna pregunta ahora, Sr. Atwood. Vendrán con el postre —le explicó Avalon.

Resultó ser un consejo innecesario, ya que Rubin llevaba la ventaja y no tenía la menor intención de perderla. Con la sopa, que casi no probó, desarrolló la tesis de que el objetivo principal de los profesores de inglés en general, y de los profesores de literatura inglesa en particular, era el de encadenar al idioma inglés y hacer de la literatura un fósil descolorido.

Cuando llegó el plato principal —pato asado relleno—, Rubin estaba ya analizando las motivaciones de los profesores de inglés delincuentes, y decía que en el fondo provenían de una envidia acerba y cargada de odio hacia quienes habían podido, y actualmente podían, utilizar el idioma inglés como instrumento.

—Como Emmanuel Rubin, por ejemplo —dijo Gonzalo en un susurro que todo el mundo oyó.

—Como yo —dijo Rubin imperturbable—. Sé más gramática que cualquiera de los que se autotitulan profesores de inglés y he leído más literatura, y más cuidadosamente, que cualquiera de ellos. Lo que sucede es que yo no dejo que la gramática me ate ni que la literatura me obligue.

—Todos los que escriben disparates sin respeto por la gramática podrían decir lo mismo —dijo Avalon.

—Eso significaría algo —dijo Rubin, furioso—, sólo si tuvieras autoridad para afirmar que yo escribo disparates que atentan contra la gramática, Jeff.

Habiendo terminado el arroz —si bien dejó aun lado el relleno del pato asado—, Rubin comenzó una elocuente disertación sobre el daño que esos cultos delincuentes les infieren a las mentes jóvenes, y arremetió contra los otros cinco comensales cuando cada uno de ellos hizo alguna objeción, hasta que se sirvió el poire au vin y luego el café.

Halsted golpeó su copa de agua con la cuchara.

—Basta de gramática, Manny, basta. Ahora le corresponde a nuestro invitado —dijo.

—Y es por eso —dijo Rubin en un último arranque— que no colecciono las críticas, porque cualquiera de esos aficionados a la literatura inglesa que pierden el tiempo escribiendo críticas…

—Colecciona sólo las favorables —dijo Gonzalo—. Lo sé porque una vez me mostró su álbum de recortes… y estaba vacío.

Halsted insistió con una serie de golpecitos y finalmente dijo:

—Mi amigo Stuart —el sobrino del Sr. Atwood— mencionó por casualidad, hace un par de semanas, que su tío tenía un problema literario. Me interesó, naturalmente, por las razones que todos conocemos, y averigüé algo más, pero Stuart no estaba muy enterado. Entonces me puse en contacto con el señor Atwood y lo que él me contó fue suficiente para hacerme pensar que sería un invitado excelente para esta reunión. Y como me correspondía a mí traer un invitado, él aceptó amablemente venir.

Avalon carraspeó estentóreamente.

—Confío en que el señor Atwood sabe que puede ser interrogado en forma…

—Se lo expliqué cuidadosamente, Jeff —dijo Halsted—. También le expliqué que todo lo que aquí sucede es confidencial. Ocurre que el Sr. Atwood está bastante interesado en la solución de su problema y ansioso de que lo ayudemos.

Nuevas e iracundas arrugas aparecieron en el rostro oscuro de Trumbull.

—¡Maldición, Roger! No le habrás garantizado una solución, ¿verdad?

—No, pero tenemos un buen record —dijo Halsted, complacido.

—Está bien, entonces. Comencemos… ¡Henry! ¿Viene en camino el coñac…? ¿Quién interroga, Roger?

—¡Cómo! Pues tú, Tom.

Henry comenzó a servir cuidadosamente el coñac en las copas; pero cuando le llegó el turno a Atwood, éste levantó la mano en señal de tímida negativa y Henry lo saltó. Volviendo sus brillantes ojos azules hacia Trumbull, Atwood dijo:

—¿Voy a ser interrogado?

—Es sólo un modo de decir, señor. Estamos interesados en su problema literario. ¿Quisiera contarnos algo sobre eso, de la manera que usted prefiera? Haremos preguntas cuando nos parezca aconsejable, si usted lo permite.

—¡Oh, pueden hacerlas! —dijo Atwood alegremente. Sus ojos saltaban con rapidez de uno a otro—. Les advierto que no es un gran misterio, excepto que yo no lo entiendo.

—Bueno, puede ser que nosotros tampoco —dijo Gonzalo llevándose el coñac a los labios.

Drake, que estaba convaleciente de un resfrío y en consecuencia se veía obligado a fumar menos, aplastó de mala gana un cigarrillo a medio consumir.

—Nunca sabremos nada si no escuchamos de qué se trata —dijo, y se sonó con un pañuelo de un rojo subido que luego guardó en el bolsillo de su chaqueta.

—¿Quiere continuar, Sr. Atwood? —dijo Trumbull—. Y espero que el resto de ustedes se calle de una vez por todas.

Atwood cruzó las manos sobre el borde de la mesa como si estuviera nuevamente en la escuela, y habló con una monótona entonación. Recitaba.

—Se trata de mi amigo Lyon Sanders que era, como yo, ingeniero civil retirado. Nunca trabajamos juntos, realmente, pero fuimos vecinos durante casi un cuarto de siglo y éramos muy amigos. Yo soy soltero; él era viudo, sin hijos, y ambos llevábamos una vida que superficialmente podía parecer solitaria. Ninguno de nosotros era solitario, sin embargo, porque ambos teníamos un rincón confortable. Por mi parte, yo había escrito un texto sobre ingeniería civil que ha tenido cierto éxito, y por algunos años estuve preparando una historia bastante minuciosa, aunque informal, sobre mis experiencias en ese campo. Dudo que alguna vez se publique, por supuesto, aunque si… Pero ése es otro asunto. Sanders era una persona mucho más agresiva que yo, más ruidoso, de voz más ronca y con un sentido del humor más bien grosero. Estaba hecho para el juego…

—¿Un entusiasta de los deportes? —interrumpió Rubin.

—No, no. Hablo de los juegos de salón. Creo que conocía todos los juegos de cartas que se han inventado y que los sabía jugar bien. Sabía jugar a todos los demás, también a los que se juegan con tablero, con indicadores, con dados, cubiletes… A cualquier cosa. Era un maestro en Damas chinas, en parchís, en chaquete, Monopolio, damas, ajedrez, etcétera. Ni siquiera puedo decirle todos los nombres de los juegos que él sabía. Leía libros sobre el tema y hasta inventaba juegos. Algunos eran ingeniosos y yo solía sugerirle que los patentara y los lanzara al mercado. Pero eso no era lo que él quería. Le interesaba entretenerse, solamente. Ahí es donde entro yo. Conmigo pudo pulir sus análisis.

—¿De qué modo? —preguntó Trumbull.

—Bien —prosiguió Atwood—; cuando dije que él sabía esos juegos no me refería al significado común de la palabra. Él los analizaba cuidadosamente, como si implicaran principios de ingeniería…

—Por supuesto —dijo Rubin de repente—. Cualquier juego que se precie de ser bueno puede ser analizado matemáticamente. Hay toda una especialidad denominada matemáticas recreativas.

—Lo sé —se las arregló para intervenir Atwood amablemente—, pero no creo que Sanders se dedicara a eso con el método ortodoxo. Nunca se ofreció a explicármelo y nunca me molesté en preguntárselo. Durante los últimos veinte años, nuestra costumbre de rutina fue pasar el fin de semana con los juegos, aplicando lo que se había aprendido durante la semana, porque a menudo él pasaba largo rato enseñándome. No por el deseo de enseñarme, según ustedes verán, sino simplemente para que el juego fuera más interesante para él al mejorar a su oponente. Solíamos jugar al bridge durante diez semanas seguidas, después continuábamos con la canasta y luego con cierto juego en el que yo tenía que adivinar números en los que él pensaba. Naturalmente, casi siempre ganaba él.

Drake observó un cigarrillo apagado como si esperara que se encendiera por sí solo.

—¿No lo deprimía eso a usted? —preguntó.

—En realidad, no. Era entretenido intentar ganarle, ya veces podía. Le ganaba lo suficiente como para mantener vivo su interés.

—¿Cree que él le dejaba ganar? —preguntó Gonzalo.

—Lo dudo. Mis victorias siempre le enfurecían o le entristecían, y lo llevaban aun frenesí de nuevos análisis. Creo que también disfrutaba un poco con ellas, porque cuando tenía una racha demasiado larga de victorias continuas comenzaba a enseñarme. Éramos muy amigos.

—¿Éramos? —preguntó Avalon.

—Sí —dijo Atwood—. Murió hace seis meses. No fue una gran sorpresa. Ambos lo veíamos venir. Por supuesto, lo extraño muchísimo. Los fines de semana están vacíos, ahora. Incluso extraño la forma pesada en que se burlaba de mí. Me provocaba constantemente. Nunca se cansaba de reírse de mí por ser abstemio, y nunca dejó de hacerme bromas por mi religión.

—¿Era ateo? —preguntó Gonzalo.

—No tanto. En realidad, ninguno de los dos iba a la iglesia muy a menudo. Lo que sucedía, simplemente, es que él había sido educado en una rama del protestantismo y yo en otra. Él decía que la mía era una religión ritualista y no encontraba nada más cómico que burlarse de los complicados detalles del ritual al que yo faltaba todos los domingos, en comparación con la simplicidad del ritual al que él faltaba, también, todos los domingos.

Trumbull frunció el ceño.

—Supongo que eso le molestaría a usted. ¿Nunca sentía ganas de burlarse a su vez de él?

—Nunca. Era su manera de ser, simplemente —dijo Atwood—. Tampoco tienen necesidad de pensar que la muerte del pobre Lyon fue en absoluto sospechosa. No es necesario buscar motivos de ese tipo. Murió ala edad de sesenta y ocho años, de ciertas complicaciones por una antigua aunque no grave diabetes. Había dicho que me dejaría algo en su testamento. Pensaba que moriría antes que yo y decía que me compensaría la paciencia de aceptar tantas derrotas. En realidad, yo estoy seguro de que lo hacía sólo por afecto, pero él habría sido el último en reconocerlo. No fue sino durante el año anterior a su muerte, al saber él que andaba mal, cuando eso comenzó a entrar en nuestras conversaciones. Naturalmente, yo protestaba de que ésa no era forma de hablar y que no hacía más que hacerme sentir incómodo. Pero en cierta ocasión se rió y me dijo: "No te la haré fácil, idólatra que te pasas la vida de rodillas". Como pueden ver, el solo hecho de pensar en él me hace hablar como él solía hacerlo. No recuerdo si fue ése el nombre que me dio en esa ocasión, pero fue algo parecido. En todo caso, dejando a un lado los epítetos, lo que dijo fue: "No permitiré que ganes fácil. Jugaremos hasta el final". Esto lo dijo en lo que terminó siendo su lecho de muerte. Yo era lo único que estaba, fuera del personal hospitalario que se movía alrededor de él impersonalmente. Tenía algunos parientes lejanos, pero ninguno de ellos lo visitó. Entonces, cuando ya atardecía y yo me estaba preguntando si no debía marcharme y volver al día siguiente, él volvió la cabeza hacia mí y me dijo con una voz que parecía normal: "La curiosa omisión en Alicia". Yo, naturalmente, le pregunté: "¿Qué?". Pero él se rió débilmente y dijo: "Es todo lo que te doy, viejo, todo lo que te doy". Sus ojos se cerraron y murió.

—¡La clave de un moribundo! —dijo Rubin.

—¿Dijo que su voz era clara? —preguntó Avalon.

—Bastante clara —afirmó Atwood.

—¿Y lo oyó perfectamente?

—Perfectamente —dijo Atwood.

—¿Está seguro de que no dijo "La curiosa admisión de Wallace"?

—¿O "La furiosa decisión en Dallas"?—preguntó Gonzalo.

—Por favor, aún no he terminado —continuó Atwood—. Estuve presente cuando se leyó su testamento. Me pidieron que estuviera. También habían ido varios parientes lejanos que nunca visitaron al pobre Lyon. Estaban los primos y una joven bisnieta. Lyon no había sido realmente un hombre rico, pero legó algo a cada uno de ellos e hizo una donación a un viejo sirviente y otra a su colegio. Yo figuraba al final. Recibí diez mil dólares que habían sido depositados en una caja de seguridad a mi nombre y de la que me entregarían la llave cuando la pidiese. Cuando la lectura del testamento finalizó, le pedí al abogado la llave de la caja de seguridad. No tengo por qué negar que diez mil dólares me venían muy bien. El abogado dijo que debía dirigirme al banco en el que se encontraba la caja de seguridad. Si no lo hacía así en el lapso de un año a contar de aquella fecha, la donación quedaría nula y sería traspasada a otro. Pregunté, naturalmente, dónde se hallaba ubicado el banco, y el abogado dijo que, excepto que se encontraba en algún lugar dentro de los Estados Unidos, no sabía nada más. No poseía más información, fuera de un sobre que debía entregarme —según las instrucciones que le habían dado—. Y que él esperaba que me sirviera de algo. Tenía otro sobre para él, que debía ser abierto al cabo de un año si para entonces yo no había reclamado el dinero. Tomé mi sobre y sólo encontré en su interior las palabras que ya había escuchado de los labios de mi amigo moribundo: "La curiosa omisión en Alice".Y así están las cosas en este momento.

—¿Me quiere decir que aún no ha recibido sus diez mil dólares? —preguntó Trumbull.

—Quiero decir que aún no he localizado el banco. Han pasado seis meses y aún restan otros seis.

—Puede ser que la frase sea un anagrama —arriesgó Gonzalo—. Quizá si cambia el orden de las letras surja el nombre del banco.

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