Cuentos completos (465 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Está bien. Suban.

Henry asintió y los tres atravesaron un vestíbulo espacioso, pintado de azul, hacia los ascensores.

—Henry, hace años que no veo un traje como el suyo —dijo Drake—. Provocaría un alboroto si caminara por Nueva York vestido así.

Henry se observó brevemente. Su traje era de un marrón oscuro y de un corte tan clásico que Drake se estaba preguntando seriamente dónde se encontraría el establecimiento que vendía esa ropa. Los zapatos eran de un negro sobrio, la camisa de un blanco radiante y la corbata angosta de un gris apagado, sujeta con un sencillo alfiler de corbata.

Coronando el conjunto, un sombrero hongo de color marrón oscuro que Henry se quitó tomándolo por el ala.

—Hacía mucho tiempo que no veía un sombrero hongo —dijo Avalon.

—Ni siquiera un sombrero —dijo Drake.

—Es la libertad de esta época —dijo Henry—. Cada cual hace su gusto ahora, y éste es el mío.

—Lo malo es que para alguna gente hacer su antojo es atacar mujeres en los lavaderos —dijo Avalon.

—Sí —asintió Henry—. Oí lo que dijo el portero. Esperemos al menos que hoy no haya tropiezos.

Uno de los ascensores llegó a la planta baja y una señora descendió con su perro. Avalon echó una mirada al interior, a izquierda y derecha, antes de entrar, y luego subieron hasta el piso catorce.

Estaban todos reunidos, o casi todos. Rubin llevaba el delantal de su mujer (que tenía bordado el nombre "Jane" con grandes letras) y se movía apresurado. En el aparador había una colección completa de botellas y Avalon se había autodesignado cantinero improvisado, después de rechazar a Henry.

—Siéntese, Henry —dijo Rubin en voz alta—. Usted es el invitado.

Henry se sentía incómodo.

—Tienes un lindo departamento, Manny —dijo Halsted con su ligero tartamudeo.

—Más o menos —déjame pasar un segundito—, pero es pequeño. No tenemos niños, por supuesto, de modo que no necesitamos que sea mucho más grande, y vivir en Manhattan tiene sus ventajas para un escritor.

—Sí —dijo Halsted—. Me enteré de algunas de las ventajas allí abajo. El portero dijo que las mujeres han tenido problemas en el lavadero.

—¡Ah, qué diablos! —dijo Rubin despreciativo—. Algunas de esas damas buscan problemas. Desde que la delegación china ante las Naciones Unidas se instaló en un hotel a unas pocas cuadras de aquí, algunas de esas matronas andan viendo el peligro amarillo en todas partes.

—Y robos también —dijo Drake. Rubin tenía una expresión desdichada como si cualquier mancha en la reputación de Manhattan fuera una ofensa personal.

—Podría haber pasado en cualquier parte, y Jane fue descuidada.

Henry, el único sentado a la mesa frente a una copa aún sin tocar, pareció sorprendido, pero con una expresión que no dibujaba ni una sola arruga en su rostro.

—Perdone, Sr. Rubin —dijo—, ¿se refiere a que fue en su departamento donde robaron?

—Sí, bueno. Creo que la cerradura del departamento puede abrirse con un trozo de celuloide. Es por eso que todo el mundo instala, además, cerraduras complicadas.

—Pero ¿cuándo sucedió eso? —preguntó Henry.

—Hace cerca de dos semanas. Les repito que fue culpa de Jane. Salió al pasillo a pedirle a alguien una receta o algo por el estilo y no le echó llave a ambas cerraduras. Eso es como pedir que algo suceda. Los rateros tienen cierto instinto para estas cosas, una especie de percepción extrasensorial. Ella regresó justo cuando el vago salía y hubo un gran escándalo.

—¿Le sucedió algo a ella? —preguntó Gonzalo, con sus ojos que ya de ordinario eran prominentes casi fuera de las órbitas.

—Nada, en realidad. Se asustó, eso fue todo. Gritó y aulló, que fue lo mejor que pudo haber hecho. El tipo corrió. Si yo hubiera estado aquí lo habría perseguido y atrapado. Si yo hubiera…

—Es mejor no intentarlo —dijo Avalon severamente, empujando el cubo de hielo con el dedo para revolver su aperitivo—. El resultado final de una caza puede ser un cuchillo en las costillas. Tus costillas.

—Escúchame —dijo Rubin—. En mis tiempos enfrenté a tipos con cuchillo. Son fáciles de mane… Un momento. Algo se está quemando —dijo—, y se abalanzó hacia la cocina.

Alguien golpeó a la puerta.

—Observa por la mirilla —dijo Avalon.

—Es Tom —dijo Halsted luego de mirar, y abrió la puerta para dejarlo entrar.

—¿Cómo entraste sin que te anunciaran? —preguntó Avalon. Trumbull se alzó de hombros.

—Me conocen, aquí. He visitado a Manny antes.

—Además —dijo Drake—, un importante funcionario de gobierno como tú está más allá de toda sospecha.

Trumbull resopló y frunció aun más las múltiples arrugas de su cara, pero no respondió a la provocación. Todos los Viudos Negros sabían que era un experto en códigos. Lo que hacía, nadie lo sabía, aunque todos tenían la misma sospecha.

—¿Alguno contó ya los toros? —dijo Trumbull.

—En realidad, parecen una manada.

Gonzalo se rió.

Las estanterías que llenaban las paredes estaban salpicadas de toros de madera y cerámica de todos los tamaños y colores, y había varios más sobre la mesa y sobre la televisión.

—Hay más en el baño —dijo Drake saliendo de allí.

—Te apuesto —dijo Trumbull— a que si cada uno de nosotros cuenta todos los toros de este lugar cada uno obtendrá un resultado diferente y todos estaremos equivocados.

—Te apuesto —dijo Halsted— a que ni el mismo Manny sabe cuántos tiene.

—¡Eh, Manny! —gritó Gonzalo—. ¿Cuántos toros tienes?

—¿Contándome a mí? —respondió Rubin entre ruidos de ollas y asomando la cabeza por la puerta de la cocina—. Una de las buenas cosas que tiene comer aquí, es que pueden estar seguros de que no les servirán hígado como entrada. Comerán berenjenas con todo tipo de ingredientes y no me pregunten los detalles porque es receta mía. Yo la inventé… Y… Ese toro se hará pedazos si se te cae, Mario, y Jane los conoce a todos de memoria y los inspeccionará uno por uno cuando regrese.

—¿Escuchaste lo del robo, Tom? —preguntó Avalon. Trumbull asintió.

—No se llevó mucho, por lo que sé.

Rubin entró atropelladamente trayendo algunos platos.

—No ayude. Henry. Oye, Jeff, deja esa copa por un minuto y ayúdame a poner los cubiertos… Es pavo asado, de modo que prepárense a decirme si quieren pechuga u otra presa, y además les voy a servir relleno, quieran o no, porque eso es lo que hace…

Avalon puso el último cubierto con un floreo y dijo:

—¿Qué es lo que robaron, Rubin?

—¿Se refiere al tipo que entró aquí? Nada. Jane debe de haber regresado justo cuando él comenzaba. Revolvió algunas de las cosas en el botiquín, supongo que buscando drogas. Creo que se llevó algunos billetes chicos, y además dio vuelta mi equipo de grabación. Tal vez haya intentado llevarse mi estereofónico portátil para empeñarlo, pero sólo consiguió moverlo un poco… A propósito, ¿quién quiere música?

—Nadie —gritó Trumbull indignado—. Si empiezas a hacer ese condenado bullicio, te robaré el aparato estereofónico y tiraré todas tus cintas al incinerador.

—¿Sabes, Manny? No me gusta decírtelo, pero el relleno estaba aun mejor que las berenjenas —dijo Gonzalo.

—Si tuviera una cocina más grande… —gruñó Rubin. Desde afuera llegó el aullido de una sirena. Drake señaló la ventana abierta con el pulgar sobre su hombro.

—La canción de cuna de Broadway.

Rubin agitó la mano negligentemente.

—Te acostumbras. Si no son los bomberos, es una ambulancia; si no es una ambulancia, es un coche de policía; si no es… El tráfico no me molesta.

Por un momento pareció perdido en sus propios pensamientos. Luego una expresión de la más profunda malignidad le cruzó por el rostro.

—Son los vecinos los que me molestan. ¿Saben cuántos pianos hay solamente en este piso? ¿Y cuántos tocadiscos?

—Tú tienes uno —dijo Trumbull.

—No lo pongo a las dos de la mañana al máximo volumen —dijo Rubin—. No sería tan terrible si éste fuera un edificio de departamentos antiguo, con paredes gruesas como el largo de mi brazo. Lo malo es que éste tiene sólo ocho años de antigüedad y ahora hacen los muros de papel de aluminio revestido. ¡Diablos! Las paredes transmiten el sonido. Pon tu oído junto a la pared y podrás oír el ruido de cualquier departamento en cualquiera de los tres pisos de arriba y de abajo. Y no es que puedas realmente escuchar la música y gozarla —continuó—. Oyes nada más que los condenados bajos, tam, tam, tam, aun nivel subsónico que te hace agua los huesos.

—Ya sé lo que es —dijo Halsted—. En mi edificio tenemos una pareja que pelea y mi esposa y yo escuchamos, pero nunca podemos entender las palabras, sólo el tono de voz. Es desesperante. Algunas veces, sin embargo, es un tono de voz interesante.

—¿Cuántas familias tienes aquí, en este edificio? —preguntó Avalon.

Rubin estuvo haciendo cómputos en voz baja durante un rato.

—Cerca de seiscientas cincuenta —dijo.

—Bueno, si insistes en vivir en una colmena —dijo Avalon— tienes que aceptar las consecuencias. —Su barba gris y bien recortada parecía vibrar de moralidad.

—Eso me sirve de gran consuelo —dijo Rubin—. Henry, ¿gusta servirse otra porción de pavo?

—No, realmente, Sr. Rubin —dijo Henry con cierta impotente desesperación—. Simplemente no puedo… —Y se detuvo con un suspiro ya que le habían servido el plato hasta el tope—. Me parece que se siente bastante alterado, Sr. Rubin —dijo—, y de algún modo tengo la impresión de que hay algo más que los ruidos de los pianos.

Rubin asintió y por un momento sus labios temblaron como si estuviera muy excitado.

—Le aseguro que hay algo más, Henry. Es ese maldito carpintero. Puede ser que lo oigan ahora.

Inclinó la cabeza en actitud de escuchar y automáticamente la conversación se detuvo y todos escucharon. Excepto el constante trajinar del tráfico allá afuera, no se oía nada.

—Bueno, tenemos suerte —dijo Rubin—. No lo está haciendo ahora; en realidad, hace un tiempo que ya no lo hace. Escúchenme todos, el postre fue una especie de desastre y tuve que improvisar. Si alguien no lo quiere comer, tengo una torta de confitería que normalmente no recomendaría, ustedes entienden…

—Déjame ayudarte a servir eso —dijo Gonzalo.

—De acuerdo. Cualquiera menos Henry.

—Eso —dijo Trumbull— es una especie de snobismo al revés. Este tipo, Rubin, lo está poniendo en su lugar a usted, Henry. Si no estuviera tan condenadamente consciente de que usted es el camarero, le permitiría ayudar a servir.

Henry miró su plato todavía lleno y dijo:

—Mi frustración no proviene tanto de no poder ayudar a servir como de no poder entender.

—¿No poder entender qué? —preguntó Rubin, acercándose con los postres sobre una bandeja. Era algo muy parecido a mousse de chocolate.

—¿Hay un carpintero que trabaja en este edificio? —preguntó Henry.

—¿Qué carpintero? ¡Ah! ¿Se refiere a lo que dije? No, no sé qué diablos es. Simplemente lo llamo un carpintero. Está siempre golpeando. A las tres de la tarde, a las cinco de la mañana. Siempre martillando. Y cada vez que estoy escribiendo y desearía tener silencio especialmente… ¿Cómo está la crema de Bavaria?

—¿Era eso? —preguntó Drake observándola con recelo.

—Eso es lo que comenzó siendo —dijo Rubin—, pero la gelatina no se endureció y tuve que improvisar.

—A mí me parece exquisita, Manny —dijo Gonzalo.

—Un poco dulce —dijo Avalon—, pero no soy muy aficionado a los postres.

—Está un poco dulce —dijo Rubin con condescendencia—. El café estará listo en un minuto; y no es instantáneo, tampoco.

—¿Martillando qué, Sr. Rubin?

Rubin ya estaba lejos, y no fue sino cinco minutos después, con el café ya servido, cuando Henry pudo preguntar otra vez.

—¿Martillando qué, Sr. Rubin?

—¿Qué? —preguntó éste.

Henry alejó su silla de la mesa. Su rostro amable pareció adquirir cierta dureza.

—Sr. Rubin —dijo—, usted preside esta noche y yo soy el invitado del club a esta comida. Quisiera un privilegio que usted, como presidente, puede concederme.

—Bien, pida —dijo Rubin.

—Como invitado, es tradicional que yo sea interrogado. Francamente, no deseo serlo, ya que al contrario de lo que sucede con otros invitados, estaré en el banquete del próximo mes y en el del siguiente, en mi habitual función de camarero, por supuesto. De modo que prefiero… —Henry se detuvo dubitativo.

—¿Prefiere guardar su intimidad, Henry? —preguntó Avalon.

—Quizá yo no lo diría precisamente así —comenzó Henry; pero luego, interrumpiéndose, dijo—: Sí, así es, exactamente. Quiero mi intimidad. Pero desearía algo más. Quisiera interrogar al Sr. Rubin.

—¿Para qué? —preguntó Rubin, los ojos agrandados por efecto del aumento de sus gruesos lentes.

—Algunas de las cosas que he oído esta noche me intrigan y no puedo lograr que usted conteste a mis preguntas.

—Henry, está usted borracho. He contestado todas sus preguntas.

—Aun así, ¿puedo interrogarlo formalmente, señor?

—Adelante.

—Gracias —dijo Henry—. Quiero saber más sobre los ruidos molestos que ha estado oyendo.

—¿Se refiere a ese carpintero ya la canción de cuna de Broadway?

—Eso lo dije yo —intervino Drake en voz baja, pero Rubin hizo como si no le oyese.

—Sí. ¿Cuánto tiempo lleva eso?

—¿Cuánto tiempo? —preguntó Rubin vehementemente—. ¡Meses!

—¿Muy fuerte?

Rubin pensó un rato.

—No, no muy fuerte, supongo. Pero se puede oír. Llega en los momentos más extraños. Nunca se puede predecir.

—¿Y quién hace el ruido?

Rubin dejó caer el puño sobre la mesa tan repentinamente que su taza de café tembló.

—De eso se trata, justamente. No es tanto el ruido a pesar de lo irritante que puede llegar a ser. Podría soportarlo si lo entendiese; si supiera quién es; si supiera qué está haciendo; si pudiera dirigirme a alguien y pedirle que no lo haga por un rato, cuando tengo especial dificultad con algún argumento. Es como ser perseguido por un espiritista.

Trumbull alzó la mano.

—Un momento. Dejémonos de espiritismos y tonteras. ¿No estarás tratando de incluir esto en el campo de lo sobrenatural, Manny? Primero, aclaremos una cosa…

—Es Henry quien está interrogando, Tom —interrumpió Halsted.

—De lo cual estoy enterado —dijo Trumbull, asintiendo rígidamente con la cabeza—. ¿Puedo hacer una pregunta, Henry?

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