Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Señor Levan —dijo suavemente—, cuando entró en la casa por la puerta lateral y la cerró detrás de usted, estaba en la oscuridad, creo.
—Lo estaba, Henry.
—Le dio vuelta al soporte de los paraguas. ¿Cómo sabía que había un soporte de paraguas?
—Después de que me senté, sucede que lo sentí. Si no era un soporte de paraguas, era algo como eso.
Henry asintió.
—Pero usted le dio la vuelta antes de sentirlo, y cayó en una silla en la oscuridad con alivio, y disfrutó de la sensación del acolchado suave, lo dijo.
—Sí.
—Señor Levan —dijo Henry—. Las casas son iguales en cada detalle exterior, pero son libres de variar en interior, lo dijo usted, y presumiblemente todos lo variaron. Incluso en su estado no demasiado sobrio, se las arregló para sortear el soporte de los paraguas y caer en una silla. No tropezó con uno u olvidó la otra. No tuvo la más leve idea de que estaba en la casa equivocada en ese momento, ¿verdad?
—No, no la tuve —dijo Levan, alarmado—. Fue sólo cuando abrí la puerta y vi los hombres…
—Exactamente, señor. Usted esperaba encontrar la ubicación de los objetos como si estuviera en su propia casa, y así los encontró. Cuando se sentó en la silla, que usted pensó que era la suya, no encontró nada que lo sacara de esa convicción.
—Oh, mi Dios —dijo Levan.
—Señor Levan —dijo Henry—. Creo que usted estuvo en su propia casa después de todo. Bebido como estaba, encontró su camino a casa.
—Oh, mi Dios —dijo Levan otra vez.
—Usted no era esperado hasta mucho más tarde, de modo que pescó a su esposa por sorpresa. En su moderno matrimonio, claramente usted no sabía lo suficiente acerca de ella. Incluso ella le mostró afecto. Ella le había sacado afuera, y entonces vino a buscarlo con la historia inventada acerca del llamado telefónico. Para entonces, los hombres y la maleta se habían ido y desde entonces ella ha trabajado muy duro para evitar que usted le cuente la historia a la policía, o que haga algo al respecto. Me temo que es la única explicación que encaja con lo que nos ha contado.
Por un momento hubo un silencio absoluto en el grupo horrorizado.
Levan dijo con voz muy débil:
—¿Pero qué hago?
Y Henry, muy dolido, dijo:
—No lo sé, señor Levan. Pero deseo que no rechace este trago.
Para el tiempo en que vendí la historia anterior, vi que tenía diez historias de una nueva colección de los Viudos Negros, y de esas diez, solamente había quedado sin vender “El conductor”
Mientras esto sucedía, en mi primera colección de los Viudos Negros, “Los Cuentos de los Viudos Negros”, tenía nueve historias que habían aparecido impresas y tres que no. Esas historias que no habían sido publicadas previamente, estaban en esa condición involuntariamente. Alegremente las hubiera enviado a Fred si hubiera podido.
De todos modos, una vez que el libro apareció me pareció que había funcionado apropiadamente. Algunos de los que compran el libro podían ser suscriptores de
EQMM
y habrían conseguido cada una de los Viudos Negros cuando aparecieron en la revista. Incluso teniendo en cuenta que su tolerancia y buenos corazones les harían leer de nuevo cada una con placer, me pareció algo decente darles tres historias que posiblemente no habían leído antes.
En las colecciones que siguieron a la primera, mis registros mejoraron, y en cada caso (incluso en esta) llegué a la marca de diez, con sólo una sin vender. Sin embargo, en cada caso escribí dos historias más que no envié a nadie, sino que las guardé para la colección. Y así es ahora. La historia que acaba de leer, “La casa equivocada” y la que sigue, “La intrusión”, ambas fueron escritas específicamente para esta colección, y no han aparecido en otro lugar.
“The Intrusion”
De la expresión del rostro de Mario Gonzalo podía parecer que había algo singularmente insatisfactorio acerca de este banquete de los Viudos Negros en particular.
No había nada aparente que diera cuenta de ello. La cena, que consistió en un plato principal de pato asado, ahogado en salsa de cerezas oscuras y acompañado con arroz blanco, con la piel deliciosamente crocante y la carne tierna y húmeda, era una perfección. La salchicha en pasta que lo había precedido, y el generoso pastel de chocolate que lo había seguido representaban la actitud de Roger Halsted —¡me río de las calorías!—, quien era el anfitrión esa noche. Ahora que los Viudos Negros estaban sentados con sus brandy, interrogando a su invitado, todos en un estado de plenitud satisfactoria.
El clima afuera era espléndido, y el invitado era una persona inteligente y de buena expresión cuya personalidad encajaba con el aura general de la sociedad. Aun Thomas Trumbull, con su mal carácter, estaba agradable y el polémico Emmanuel Rubin no había dicho nada en voz que fuera un decibel más alto que el de una conversación ordinaria.
El nombre del invitado era Haskell Pritchard y era un funcionario. Ya se había establecido que estaba a cargo de la eliminación de residuos de seguridad y algún indicio de alegría al comienzo acerca de que tal vez tenía que manejar un camión de basura se esfumó bajo la indudable seriedad del problema.
—El hecho es —había dicho Pritchard—, que se nos están terminando los lugares donde poner la basura, y necesitaremos algunas ideas nuevas sobre el asunto.
—La basura, señor —dijo Rubin, un poco sardónicamente—, alguna vez fue materia prima, y esa materia prima vino de algún lugar, ciertamente no de dentro de esta ciudad. De dondequiera que viniera dejó un agujero, ya sea le llame usted una mina, una cantera o lo que sea. ¿Por qué no pone la basura en el agujero de donde vino?
—Realmente —dijo Pritchard—, se ha pensado en eso. Ciertamente hay minas abandonadas, canteras y otras cosas en el campo y hubo intentos de negociar su utilización como vertederos. De todos modos, no se puede. Las personas están ansiosas de vender materia prima pero no lo están de aceptar los residuos después de que el consumidor las ha utilizado —aunque paguemos dos veces, una por tomar y otra por devolver.
—Es un fenómeno sociológico común —dijo Geoffrey Avalon—. Todos están a favor de combatir el crimen o de enviar a los criminales a la cárcel, pero nadie quiere gastar dinero en la construcción de más cárceles para contener a esos criminales y, aun más, nadie quiere ninguna cárcel nueva en su vecindario.
—No veo la relevancia de eso, Jeff —dijo Halsted.
—¿No? —Las cejas de Avalon se levantaron—. Hubiera pensado que era obvio. Estoy hablando de la capacidad general del público de reconocer un problema y de que querer solucionarlo, pero de eludir cualquier inconveniente personal involucrado en la solución. También podría decir que es delicioso, después de una buena cena, estar discutiendo, de manera más o menos detallada, los problemas que afectan al bienestar público, sin cuestiones personales. Entiendo, señor Pritchard, que su trabajo, o su vida para el caso, no involucra por el momento algún enigma que esté robándole el sueño y la paz de su mente.
Pritchard parecía sorprendido.
—No puedo pensar en ninguno, señor Avalon. ¿Debería haber venido con algo de ese tipo, Roger?
—Para nada, Haskell —dijo Halsted—. Es sólo que algunas veces nos enfrentamos con un acertijo, pero encuentro relajante no tener ninguno.
—Yo no —dijo Gonzalo con energía, revelando las razones de su insatisfacción—, y espero no hacerlo nunca. Creo que todos ustedes se están poniendo viejos, y también creo que si el señor Pritchard piensa un poco encontrará algo interesante.
Repentinamente Halsted se puso de mal talante y dijo, con tartamudeo suave que invadía su voz cuando estaba indignado o excitado:
—Si estás tratando de decir, Mario, que mi invitado es aburrido…
—Vamos, Roger —se interpuso James Drake—. Mario sólo quiere un enigma… Pero piensa un momento, Mario; ¿no debería tener Henry un descanso en alguno de los banquetes?
—Seguro —dijo Mario—, y sólo servir los platos y retirar los vacíos, y darnos agua y tragos y todo lo que le pidamos. Él está teniendo un descanso grandioso.
Henry, esa perfección de camarero, sin el cual los Viudos Negros eran impensables, permaneció parado junto al aparador, y, ante las palabras de Gonzalo, esbozó una pequeña sonrisa que jugó brevemente sobre su rostro sesentón sin arrugas.
—Supongamos que tenemos una votación sobre el asunto —dijo Avalon—, con permiso del invitado. Hago la moción de que tengamos un banquete en el cual no haya nada más que conversación civilizada.
—Todos los que están a favor de la moción de Jeff… —dijo Halsted.
Y fue mientras las manos comenzaban a levantarse (menos la de Gonzalo) que sucedió algo señalado como un evento completamente sin precedentes en la historia de los banquetes de los Viudos Negros. Hubo una violenta intrusión de una persona no invitada.
Se escuchó, para comenzar, el sonido de un forcejeo en las escaleras, algún vago levantar de voces, y un grito apagado de, “Por favor, señor, por favor…”
Los Viudos Negros se paralizaron, asombrados, y entonces un hombre joven irrumpió en la habitación.
Estaba ligeramente despeinado y respiraba con fuerza. Los miró uno por uno, y por detrás el camarero dijo:
—No pude detenerle, caballeros. ¿Llamo a la policía?
—No —dijo Halsted quien, como anfitrión, automáticamente tomó la iniciativa—. Nos haremos cargo. ¿Qué quiere, joven?
—¿Son ustedes esos tipos, los Viudos Negros? —dijo el intruso.
—Esta es una reunión privada —dijo Halsted—. Por favor, márchese.
El intruso levantó una mano, apaciguador.
—Me iré en un minuto. No estoy aquí para comer nada. Pero, ¿es este el lugar donde se reúnen los Viudos Negros, y son ustedes los tipos?
Avalon, con la voz tan aguda como pudo, dijo:
—Somos los Viudos Negros, señor. ¿Qué es lo que desea?
—Bueno, ustedes ayudan a la gente, ¿verdad?
—No, no lo hacemos. Tal como usted ha sido informado, esta es una reunión privada y no tenemos otro propósito que reunirnos.
El intruso pareció perplejo.
—Me dijeron que ustedes resuelven cosas. Tengo un problema —De repente, ya no se veía formidable. Era de altura media, con un espeso cabello negro, ojos y cejas oscuros, y casi atractivo. Parecía estar en la mitad de los veinte y, más allá de una casi teatral afectación de rudeza, tenía un toque de desamparo y confusión—. Me dijeron que me podían ayudar… con mi problema —dijo.
El cuello de su camisa estaba abierto y su nuez, bastante visible, subía y bajaba.
—Podría pagar algo.
—¿Cuál es su problema? —dijo Gonzalo alegremente.
Trumbull gruñó.
—Mario —Se volvió hacia el intruso—. ¿Cuál es su nombre?
—Frank Russo —dijo el intruso desafiante, como si esperara que alguien objetase el nombre.
—¿Y dónde escuchó que nosotros resolvemos problemas?
—Sólo lo escuché —dijo Russo—. No importa dónde, ¿verdad? Otros tipos que comieron con ustedes hablan, tal vez, y eso va de uno a otro. De modo que yo pregunté y averigüé que ustedes comen aquí en el Milano, un buen restaurante
paesano
—si tiene la pasta para pagarlo— y que iban a estar aquí esta noche, y pensé, maldita sea, si ustedes ayudan a otros, tal vez puedan ayudarme.
—Sí —dijo Rubin, y parecía combativo—, pero exactamente ¿quién le dijo dónde y cuándo nos reuniríamos?
—Si no les gusta —dijo Russo— que la gente hable de ustedes, entonces les digo que no les diré nada. La manera en que ustedes sabrán que no lo haré es que no hablaré del tipo que me dijo de ustedes.
—Eso suena bastante justo para mí —murmuró Drake.
—Ahora, si ustedes no quieren ayudarme —dijo Russo—, me iré. Sin embargo, después de eso, si escucho a alguna persona decir que ustedes ayudan a la gente, lo negaré.
Hubo un silencio en ese momento, y entonces Russo dijo, con una nota de auténtica súplica en la voz:
—¿Puedo al menos contarles lo que me está carcomiendo?
—¿Cuál es el consenso? —preguntó Halsted—. El que esté a favor de escuchar a Russo que levante la mano —Él levantó la suya, y la mano de Gonzalo subió vigorosamente.
—Bueno —dijo Drake—, escuchar no hará ningún daño —y levantó la suya.
Halsted esperó, pero las manos de Avalon, Trumbull y Rubin permanecían resueltamente bajadas.
—Tres a tres —dijo Halsted—. Lo siento, Haskell, puedo ver que estás ansioso por levantar la mano, pero no eres un viudo. Henry, ¿romperás el empate?
—Bueno, señor Halsted —dijo Henry—, si usted insiste, entonces mi propio sentir es que cuando los Viudos están empatados en algún punto, las preferencias se deberían inclinar hacia el misericordioso. Es duro volverle la espalda a alguien en problemas —y levantó su mano.
—Bien —dijo Halsted—. ¿Podrías traer una silla, Henry, y ponerla cerca de la puerta para el joven? Siéntese, Russo.
Russo se sentó, puso las manos sobre las rodillas y miró alrededor ansiosamente. Ahora que había logrado su meta, parecía estar inquieto por el lugar en que se encontraba.
—Haskell, interrumpiremos tu interrogatorio para hacernos cargo del señor Russo, si podemos. Espero que no te importe.
—Por el contrario —dijo Pritchard—. Quería votar a favor del joven, como sospechabas, y estoy contento de que el camarero le pusiera su voto, aunque pensaba que sólo los miembros podían votar.
—Henry
es
un miembro… Y ahora, Jim, ¿harías los honores?
Drake apagó su cigarrillo.
—Joven —dijo—, ordinariamente comenzaría preguntándole cómo justifica su existencia, pero no es un invitado nuestro y por lo tanto esa pregunta no corresponde. Puede decirnos cuál es su problema, pero debo prevenirle que cualquiera de nosotros puede interrumpir para hacer una pregunta, y que Henry, nuestro camarero, también lo puede hacer. A cambio, usted debe responder todas las preguntas completa y sinceramente, y debe comprender que no podemos garantizar que seremos capaces de ayudarle.
—De acuerdo, eso me alcanza. Les contaré la historia, pero tienen que prometerme que no saldrá de esta habitación.
—Le aseguro —dijo Drake— que nada de lo que pasa dentro de esta habitación es mencionado por los Viudos Negros afuera, aunque parece que al menos uno de nuestros invitados no se ajustó a la regla.