Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Lars Nilsson no podía ponerse más pálido de lo que ya estaba, pero sus manos temblaban cuando las cerró convirtiéndolas en dos puños.
—¡Otra vez! Es una maldita mala suerte. Durante diez años, los automatismos no han resistido. Ni en los vuelos no tripulados. Ni en éste. ¿Quién es el responsable?
No servía de nada intentar buscar responsabilidades. Nadie era responsable, como Nilsson admitió casi inmediatamente con un gruñido. Era tan sólo que en el momento crucial —de nuevo—, las cosas habían fallado.
—Tenemos que sacarlos de allí de alguna manera —dijo, sabiendo que el resultado de la experiencia era discutible a partir de aquel momento.
Sin embargo, se puso en marcha todo lo que se creyó que podía hacerse.
—Tú también lo viste, ¿verdad? —preguntó Davis.
—Estoy asustado —gimoteó Oldbury.
—Lo viste. Viste la cara oculta de la Luna mientras pasamos sobre ella, ¡y viste que no había nada! Buen Dios, sólo postes de madera, sólo un gran andamiaje sujetando quince millones de kilómetros cuadrados de lona. ¡Te lo juro, lona!
Se echó a reír alocadamente hasta ahogarse, falto de aliento.
—Durante un millón de años —dijo roncamente—, la Humanidad ha estado contemplando el mayor decorado que jamás hubiera podido soñar. Los amantes se acaramelaban bajo un trozo de lona del tamaño de un mundo, y le llamaban la Luna. Las estrellas están pintadas; tienen que estarlo. Si pudiéramos ir lo suficientemente lejos, podríamos arrancar alguna y llevarla de vuelta a la Tierra. Es todo tan divertido…
Se echó a reír de nuevo.
Oldbury deseaba preguntarle a aquel adulto por qué estaba riendo, pero sólo conseguía pronunciar un «¿Por qué…, por qué…?», debido a que la risa del otro era tan estentórea que helaba las palabras en su garganta.
—¿Por qué? —aulló Davis—. ¿Cómo demonios quieres que lo sepa? ¿Por qué los estudios cinematográficos levantan decorados de las fachadas de unas cuantas casas para filmar escenas de una calle en sus producciones? Quizá somos simplemente un espectáculo, y nosotros dos hemos salido de los estudios en vez de quedarnos en el centro del escenario, como se suponía que debíamos hacer. Se supone que la Humanidad no debe saber que está en un decorado. Por eso los aparatos dejan de funcionar pasados los trescientos veinte mil kilómetros. Pero, por supuesto, nosotros lo hemos visto.
Miró de soslayo al hombre que tenía a su lado.
—¿Sabes por qué no importa el hecho que lo hayamos visto?
Oldbury se secó las lágrimas para mirarle.
—No. ¿Por qué?
—Porque no importa lo que hayamos visto. Si volvemos a la Tierra y decimos que la Luna es simplemente una lona sujeta por un andamiaje de madera, nos matarán. O quizá nos encierren en un asilo psiquiátrico para el resto de nuestras vidas, si se sienten generosos. Por eso no vamos a decir nada al respecto.
De pronto, su voz se hizo más profunda, y casi amenazadora.
—¿Comprendes? ¡Ni una sola palabra!
—Quiero a mi mamá —gimoteó Oldbury, lloriqueando.
—¿Has comprendido? No diremos nada. Es nuestra única esperanza de ser tratados como cuerdos. Dejemos que algún otro siga nuestros pasos y descubra la verdad y sea muerto por ello.
¡Júrame que te mantendrás callado! ¡Júralo, y que te caigas muerto si revelas algo!
Davis respiraba pesadamente cuando alzó un brazo amenazador.
Oldbury se acurrucó hacia atrás tanto como se lo permitía su asiento-prisión.
—No me pegues. ¡No me pegues!
Pero Davis, furioso más allá de toda razón, gritó:
—Sólo hay una forma segura —dijo.
Y golpeó a la acurrucada figura, y golpeó, y golpeó de nuevo…
Godfrey Mayer se sentó junto a la cabecera de la cama de Oldbury y dijo:
—¿Le resulta todo claro ahora?
Oldbury llevaba casi un mes en observación.
Lars Nilsson permanecía sentado en el otro extremo de la habitación, escuchando y observando. Recordaba a Oldbury con el aspecto que tenía antes de subir a la nave. El rostro era aún cuadrado, pero sus mejillas estaban hundidas y había perdido toda su fuerza.
La voz de Oldbury era firme, pero apenas un susurro.
—No había ninguna nave. No estábamos en el espacio.
—Pero recuerde que no sólo se lo dijimos. Le mostramos la nave y los controles que gobernaban las imágenes de la Tierra y de la Luna. Usted lo vio.
—Sí. Lo sé.
—Mayer prosiguió rápidamente, con un tono definitivo:
—Fue un ensayo, una reproducción completa de las condiciones para probar cómo reaccionarían los hombres. Naturalmente, a usted y a Davis no podíamos decírselo, porque la prueba no hubiera servido para nada. Si las cosas no iban bien, podíamos detener el ensayo en cualquier momento. Así aprenderíamos gracias a la experiencia y podríamos efectuar los cambios que fueran necesarios, e intentarlo de nuevo con otra pareja.
Le había explicado aquello una y otra vez. Oldbury tenía que comprenderlo si quería aprender a vivir de nuevo.
—¿Ha sido elegida ya una nueva pareja? —preguntó Oldbury con añoranza.
—Todavía no. Pronto lo será. Hay que hacer algunos cambios.
—Yo fracasé.
—Aprendimos mucho con usted, de modo que el experimento fue un éxito en ese sentido. Ahora escuche… Los controles de la nave estaban diseñados para empezar a ir mal cuando lo hicieron, a fin de comprobar su reacción ante unas condiciones de emergencia después de varios días de tensión del viaje. La interrupción estaba programada para el vuelo simulado en torno a la Luna, y estaba previsto que volvieran a funcionar en el viaje de regreso. Se suponía que ustedes no verían el otro lado de la Luna, así que no lo construimos. Llámelo economía. Esta prueba ha costado cincuenta millones de dólares, y no es fácil conseguir fondos.
—Sólo que el interruptor automático del videoscopio no actuó a tiempo —añadió Nilsson amargamente—. Falló una válvula. Vieron ustedes la parte no terminada de la Luna, y tuvimos que detener la nave para impedir…
—Eso es —le interrumpió Mayer—. Ahora repítalo usted, Oldbury. Repítalo todo.
Caminaron pensativamente por el pasillo. Nilsson dijo:
—Hoy casi parecía él mismo. ¿No lo cree usted así?
—Está mejorando —admitió Mayer—. Mucho. Pero tenemos que seguir con la terapia, de todos modos.
—¿Alguna esperanza con Davis?
Mayer meneó lentamente la cabeza.
—Ese es un caso distinto. Se ha encerrado completamente en sí mismo. No habla. Y eso nos impide llegar hasta él. Hemos intentado la aldosterona, la ergoterapia, la contraelectroencefalografía, y todo eso. Nada ha funcionado. Cree que, si habla, lo meteremos en un asilo psiquiátrico o lo mataremos. No es posible pedir una paranoia más desarrollada.
—¿Le ha dicho usted que sabemos?
—Si lo hiciéramos, lo empujaríamos nuevamente a un ataque homicida, y quizá no fuéramos tan afortunados como la otra vez, cuando salvamos a Oldbury. Creo más bien que es incurable. Según me ha dicho el enfermero, a veces, cuando la Luna está en el cielo, Davis se queda mirándola y murmura para sí mismo: «Lona».
—Esto me recuerda lo que dijo el propio Davis en la primera parte del viaje —dijo Nilsson seriamente—. A las ideas les cuesta morir. Es cierto, ¿verdad?
—Esa es la tragedia del mundo. Sin embargo…
Mayer dudó.
—¿Sin embargo qué? —le apremió el otro.
—Nuestros cohetes no tripulados, tres de ellos…, los aparatos de transmisión dejando de emitir siempre justo antes de rodear la Luna, y los tres perdidos para siempre… A veces me pregunto…
—¡Cállese! —le atajó Nilsson furiosamente.
“Blank!”
—Es de suponer —decía August Pointdexter— que existe un sentimiento que podríamos denominar orgullo arrogante. Los griegos lo llamaban hubris y lo consideraban un desafío a los dioses, al que había de seguir siempre la Ate o retribución. —Se frotó los pálidos ojos azules con gesto inquieto.
—Muy bonito —respondió el doctor Edward Barron con impaciencia—. ¿Tiene alguna relación eso con lo que yo he dicho? —Tenía la frente alta y surcada por unas arrugas horizontales que formaban profundos cortes, cuando levantaba las cejas en expresión despectiva.
—Todas las relaciones —aseguró Pointdexter—. Construir una máquina del tiempo es en sí mismo un desafío al destino. Y usted lo empeora con esa confianza tan total que manifiesta. ¿Cómo puede estar seguro de que su máquina del tiempo actuará a través de todo el tiempo sin la posibilidad de que se produzca una paradoja?
—No sabía que fueses supersticioso —replicó Barron—. La verdad pura y simple es que una máquina del tiempo es una máquina como otra cualquiera, ni más ni menos sacrílega que las otras. Matemáticamente hablando, es análoga a un ascensor que sube y baja por su pozo. ¿Qué peligro de retribución hay en ello?
Pointdexter adujo con energía:
—Un ascensor no implica paradojas. No puedes bajar del quinto piso al cuarto y matar a tu propio abuelo cuando era niño.
El doctor Barron meneaba la cabeza con atormentada impaciencia.
—Esperaba eso. Eso exactamente. ¿Cómo no has sugerido que podría encontrarme a mí mismo? ¿O que podría cambiar el curso de la Historia diciéndole a McClean que Stonewall Jackson se disponía a llevar a cabo una marcha de flanco sobre Washington, u otra cosa por el estilo? Te lo pido sin rodeos. ¿Quieres entrar en la máquina conmigo?
Pointdexter titubeaba.
—Yo… creo que no.
—¿Por qué pones las cosas difíciles? Te he explicado ya que el tiempo es invariable. Si vuelvo al pasado será porque ya estuve allí. Todo lo que decida hacer y haga, lo habré hecho ya en otro tiempo; de modo que no cambiaré nada, y no se producirá ninguna paradoja. Si hubiera decidido matar a mi abuelo siendo él niño y lo hubiese hecho, yo no estaría aquí. Pero estoy aquí. Por consiguiente, no maté a mi abuelo. Y no importa ahora cómo planease matarle e intentase hacerlo, la realidad es que no le maté, y por lo tanto no le mataría. Nada cambiará esta realidad. ¿No comprendes lo que te estoy explicando?
—Entiendo lo que me dices, pero… ¿es cierto?
—Claro que es cierto. Por amor de Dios, ¿por qué no podías ser matemático, en lugar de maquinista, y poseer una cultura universitaria? —Llevado por la impaciencia, Barron apenas sabía disimular su desdén—. Mira, esta máquina sólo es posible porque ciertas relaciones matemáticas entre el espacio y el tiempo son ciertas. Lo comprendes, ¿verdad que sí?, aunque no puedas seguir los detalles matemáticos. La máquina existe, así pues, las relaciones matemáticas que elaboré están de acuerdo con la realidad. ¿No es cierto? Me has visto mandar conejos una semana en el futuro. Y una semana después los has visto aparecer de la nada. Me has visto enviar un conejo a una semana en el pasado, una semana después de su aparición. Y quedaron indemnes.
—De acuerdo. Lo admito.
—Entonces, ¿me creerás si te digo que las ecuaciones sobre las que construí la máquina dan por supuesto que el tiempo está compuesto de partículas que existen en un orden inalterable, que el tiempo es invariante? Si el orden de las partículas se pudiera cambiar de algún modo —del que fuera—, las ecuaciones no valdrían y esta máquina no funcionaría; este método particular de viajar por el tiempo sería imposible.
Pointdexter se frotó los ojos una vez más y miró con expresión pensativa.
—¡Ojalá supiera matemáticas!
—Considera los hechos, nada más —dijo Barron—. Tú intentaste enviar el conejo a dos semanas en el pasado siendo así que había llegado hacía solamente una semana. Esto habría creado una paradoja, ¿verdad que si? Pero ¿qué ocurrió? El indicador se paró a una semana y no quiso moverse de ahí. No pudiste crear una paradoja. ¿Vendrás?
Pointdexter se estremeció en el borde mismo del abismo del consentimiento, y retrocedió.
—No —dijo.
Barron insistió:
—No te pediría que me ayudases, si pudiera hacerlo solo; pero ya sabes que se necesitan dos hombres para manejar la máquina para intervalos de más de un mes. Necesito alguien que controle los estándares para que podamos regresar con precisión. Y tu eres la persona que quiero utilizar. Ahora compartimos la…, la gloria de haber construido esta máquina. ¿Quieres disminuir la porción que nos toca, introduciendo a otra persona? Habrá tiempo de sobra para ello cuando nos hayamos situado en el puesto de los primeros viajeros del tiempo, en la Historia. ¡Dios santo! ¿No quieres ver dónde estaremos dentro de cien años, o de mil? ¿No quieres ver a Napoleón, o a Jesús? Seremos…, seremos… —Barron parecía arrebatado— como dioses.
—Exactamente —murmuró Pointdexter—. Hubris. Viajar por el tiempo no es lo suficientemente atractivo como para exponerme a encallar fuera de mi propio tiempo.
—Hubris. Encallar. Sigues fabricando temores. Sencillamente, nos moveremos por las partículas de tiempo lo mismo que un ascensor por las plantas de un edificio. En realidad, el viajar por el tiempo es más seguro, porque el cable de un ascensor se puede romper, mientras que en una máquina de tiempo no hay gravedad que nos arrastre para abajo en una caída destructora. No puede pasar nada malo. Te lo garantizo —dijo Barron, golpeándose el pecho con el dedo medio de la mano derecha—. Te lo garantizo.
—Hubris —musitó Pointdexter. A pesar de lo cual cayó en el abismo del consentimiento, arrollado por fin.
Los dos hombres entraron en la máquina. Pointdexter no entendía los mandos tal como los entendía Barron, porque no era matemático; pero sabía cómo había que manejarlos.
Barron se encargaba de un grupo, de las propulsiones. Estas suministraban la fuerza que impulsaba la máquina por el eje del tiempo. Pointdexter controlaba los estándares para mantener el punto de origen fijo, a fin de que la máquina pudiera regresar al momento de partida en cualquier instante.
A Pointdexter le castañetearon los dientes cuando sintió, en el estómago, el primer movimiento. Se parecía al de un ascensor, aunque no era exactamente igual. Era una cosa más sutil, y sin embargo muy real.
—¿Y qué hacemos si…? —quiso preguntar.
Barron le espetó:
—No puede fallar nada. ¡Por favor!
Y al momento se produjo una sacudida, y Pointdexter fue a chocar pesadamente contra la pared.
—¿Qué diablos…? —exclamó Barron.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Pointdexter.
—No lo sé; pero no importa. Sólo hemos penetrado veintidós horas en el futuro. Paremos y veamos qué hay.