Cuentos completos (339 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—Son iguales.

Solté una maldición por dentro. Una imperceptible sonrisa cruzó los labios de Susan y aleteó un momento antes de desaparecer. Debió de contar con eso. Eran vacaciones. No había casi nadie en la biblioteca. Nadie prestaría mucha atención a las bibliotecarias que están ahí como las estanterías, y si alguien llegaba a fijarse, nunca podría jurar a cuál de las «Bibliotecarias Mellizas» había visto.

Ahora ya sabía que era culpable, pero saberlo no significaba nada.

—Bien, ¿de quién se trataba? —pregunté.

Contestó, como alguien que está deseando dar por terminado un interrogatorio.

—Hablé con ella, con esa joven que está ahí junto a mesa.

—Es cierto ~—dijo Susan con calma.

Mis esperanzas de que la traicionaran sus nervios se hundieron.

¿Podría jurarlo? —pregunté al peletero.

—No ——contestó éste inmediatamente.

—Muy bien. Hathaway, llévatelo. Mándalo a su casa.

El profesor Rodney se inclinó para tocarme en el codo.

—¿Por qué le ha sonreído ella al tipo ese mientras estaba explicando lo que había hecho? —susurró.

—¿Y por qué no? —le contesté de igual modo; no obstante, me volví a ella y le hice esa misma pregunta.

Sus cejas se levantaron una fracción de pulgada.

—Sólo he querido ser amable. ¿Hay algo malo en ello?

Ella casi estaba disfrutando. Podría jurarlo.

El profesor negó ligeramente con la cabeza. Me susurró de nuevo:

—No es de esas que le sonríen a un extraño molesto. Tuvo que ser Louella-Marie la que estaba en la mesa.

Me encogí de hombros. Podía imaginarme lo que pasaría si presentaba una prueba de esa naturaleza ante el comisario.

Cuatro de los estudiantes carecían de interés y los despachamos en poco tiempo. Estaban embebidos en sus investigaciones. Sabían qué libros querían y en qué estantes estaban. Fueron directamente al sitio sin detenerse en la mesa de recepción. Ninguno pudo decir si era Susan o Louella-Marie la que estaba en la mesa en determinado momento. Ninguno había levantado la vista siquiera de sus libros, según decían, hasta que el grito vino a alterarlo todo.

El quinto era Peter van Norden. Mantuvo los ojos firmemente fijos en su pulgar derecho, que tenía una uña muy mordida. No miró a Susan cuando le hicieron entrar.

Se sentó y le dejé un rato para que se relajara.

—¿Qué está haciendo aquí en esta época del año? —dije finalmente—. Tengo entendido que es período de vacaciones.

—Mis exámenes finales serán el mes, que viene. Estoy estudiando. Son exámenes de grado. Si apruebo obtendré el doctorado, ¿sabe?

—Supongo que se detuvo en la mesa de recepción al entrar aquí —dije.

Masculló algo.

—¿Cómo? —pregunté.

—Que no —dijo en una voz baja, casi tan baja como antes—. Que no creo que me detuviera en la mesa.

—¿No lo cree?

—No lo hice.

—¿No resulta eso extraño? Tengo entendido que era usted buen amigo de Susan y de Louella-Marie. ¿No se paró a saludarlas?

—Estaba preocupado. Tenía la cabeza puesta en ese examen. Tenía que estudiar. Yo…

—Entonces, ¿no tuvo tiempo ni para decir hola? —miré a Susan para ver cómo reaccionaba. Parecía más pálida, pero podían ser figuraciones mías.

—¿No es cierto que estaba usted prácticamente comprometido con una de ellas? —pregunté.

Alzó la vista con incomodada indignación:

—¡No! No puedo comprometerme hasta que saque mi título. ¿Quién le dijo que yo estaba comprometido?

—Digo prácticamente comprometido.

—¡No! Puede que haya salido con ella unas cuantas veces. Y eso, ¿qué? ¿Qué significa salir un par de veces?

—Vamos, Peter, ¿cuál era tu novia? —pregunté con suavidad.

—Le digo que la cosa no era así.

Se estaba lavando las manos en el asunto con demasiado interés, parecía como enterrado en una montaña de bruma invisible.

—¿Usted qué dice? —pregunté de pronto, dirigiéndome a Susan—. ¿Se detuvo en la mesa?

—Me saludó al pasar —contestó— ¿cierto, Peter?

—No recuerdo —respondió adusto—. Puede que sí.

—¿Y qué?

—Nada —dije—. En mi interior deseé que Susan saboreara el fruto de su acción. Si había matado para ganarse a este ejemplar, había perdido el tiempo. Estaba seguro de que en adelante la ignoraría, aunque la viera caer de un segundo piso y fuera a darle en su misma cara.

Susan debió de darse cuenta de ello también. Por la mirada que le echó a Peter van Norden, le apunté como segundo candidato para el cianuro, suponiendo que ella quedara libre… y desde luego parecía que así iba a ser.

Hice una seña a Hathaway para que se lo llevara. Hathaway se levantó cumpliendo mi orden, y le preguntó:

—Dígame, ¿ha utilizado. alguna vez esos libros? —señaló los estantes donde se alineaban los sesenta y tantos volúmenes de la enciclopedia de química orgánica desde el suelo hasta el techo.

El muchacho miró por encima del hombro y contestó con sincera sorpresa:

—Claro. Tengo que consultarlos. ¡Vaya!, ¿hay algo malo en consultar fórmulas en el Beils?…

—Nada, de acuerdo —le confirmé—. Anda, Ed.

Ed Hathaway me miró con el ceño fruncido y se llevó al muchacho. Le cuesta tener que renunciar a una teoría desechada.

Eran alrededor de las seis, y veía que no podía hacerse mucho más. Tal como estaba el asunto, era la palabra de Susan contra la de nadie. Si se hubiera tratado de un maleante con antecedentes, habríamos podido sacarle la verdad por medio de una serie de métodos eficaces, aunque fastidiosos. Pero en este caso, no era aconsejable emplear procedimientos de ese tipo.

Me volví hacía el profesor para decírselo, pero éste estaba contemplando las tarjetas de Hathaway. Al menos una que tenía en la mano. Miren ustedes, la gente no para de hablar de que las manos de los demás tiemblan cuando están excitados, pero no es cosa que uno ve a menudo. Sin embargo, la mano de Rodney estaba temblando, temblando como el percusor de un despertador antiguo.

Se aclaró la garganta.

—Déjeme preguntarle algo. Déjeme…

Me quedé mirándole; luego eché mi silla hacia atrás.

—Adelante ——dije. A estas alturas no teníamos nada que perder.

Miró a la joven y dejó la tarjeta boca abajo sobre la mesa.

—Señorita Morey ——dijo temblando.

Parecía evitar deliberadamente la familiaridad del nombre de pila.

Ella le miró. Por un momento pareció ponerse nerviosa, pero se le pasó y se sintió de nuevo tranquila.

—¿Sí, profesor?

—Señorita Morey, usted sonrió cuando el peletero le dijo a qué había venido. ¿Por qué lo hizo? —preguntó el profesor.

—Ya se lo dije, profesor Rodney —replicó la joven—. Intentaba ser amable.

—¿Quizá hubo algo extraño en lo que él dijo? ¿Algo divertido?

—Tan sólo intentaba ser amable —insistió ella.

—Tal vez le pareció divertido su nombre, señorita Morey?

—No especialmente —contestó con indiferencia.

—Bueno, nadie ha mencionado aquí su nombre. Yo no lo sabía hasta que he leído esta tarjeta por casualidad —y, de pronto, gritó excitado—: ¿Cuál era su nombre, señorita Morey?

La muchacha hizo una pausa antes de contestar.

—No lo recuerdo.

—¿De veras? Pero él se lo dijo, ¿no?

—¿Y qué si me lo dijo? —su voz parecía ahora impaciente—. Sólo era un nombre. Después de todo lo que ha ocurrido, no pueden esperar de mí que recuerde un nombre extranjero que sólo he oído una vez.

—Entonces, ¿era extranjero?

Se contuvo, evitando caer en la trampa.

—No recuerdo —replicó—. Creo que era un típico apellido alemán, pero no lo recuerdo. Para mí, como sí me hubiera dicho que se llamaba John Smith.

Por mi parte, tenía que admitir que no comprendía lo que el profesor pretendía. Así que le pregunté:

—¿Qué está intentando probar, profesor Rodney?

—Estoy intentando probar ——dijo preso de una gran tensión—, de hecho estoy probando, que fue Louella-Marie, la joven muerta, la que estaba en la mesa de recepción cuando entró el peletero. Le dijo su apellido a Louella-Marie y ella sonrió en consecuencia. Era la señorita Morey la que salía del despacho interior cuando él se volvió para marcharse. Era la señorita Morey, esta joven, quien acababa de preparar y envenenar el té.

—¡Se basa usted en el hecho de que no puedo recordar el nombre de ese hombre! ——chilló Susan Morey—. Eso es ridículo.

—No, no lo es —dijo el profesor—. Si usted hubiera sido la joven que estaba en la mesa de recepción recordaría ese nombre. Le habría sido imposible olvidarlo. Si hubiera sido usted la que estaba en la mesa de recepción —levantó la tarjeta de Hathaway. Y continuó—: El nombre del peletero es Ernest, pero su apellido es Beilstein. ¡Su apellido es Beilstein!

Susan dejó escapar el aire como si le hubieran dado una patada en el estómago. Se puso tan blanca como el polvo de talco.

El profesor continuó excitado:

—Ningún bibliotecario químico puede olvidar el nombre de alguien que entra y dice que se llama Beilstein. La enciclopedia de sesenta volúmenes a la que nos hemos referido hoy media docena de veces se cita invariablemente por el nombre de su editor, Beilstein. Ese nombre es como una segunda naturaleza para una bibliotecaria química, como Jorge Washington, como Cristóbal Colón. Para ella ese nombre resulta más familiar que cualquiera de los que he mencionado. Si esta joven pretende haber olvidado el nombre, es sólo porque nunca lo ha oído. Y no lo ha oído porque no estaba en la mesa de recepción.

Me puse en pie y dije con severidad:

—¿Y bien, señorita Morey?—dejé también de llamarla por el nombre de pila—, ¿qué dice usted a eso?

Se puso a chillar histérica, como si quisiera rompernos los tímpanos. Media hora después teníamos su confesión.

¿Le importa a una abeja? (1957)

“Does a Bee Care?”

La nave empezó siendo un esqueleto de metal. Poco a poco lo fueron recubriendo con un pellejo por el exterior, y el interior lo atiborraron de suministros de formas raras.

Entre todos los individuos, menos uno, que participaban en la construcción, Thornton Hammer era el que menos colaboró físicamente. Quizá por esto le tuvieran en mayor consideración. El manejaba los símbolos matemáticos que servían de base para el trazado de líneas en papel de dibujo, el cual servía de base a su vez para conjuntar las diversas masas y las distintas formas de energía que componían la nave.

En este momento Hammer miraba sombríamente a través de unas ajustadas gafas, cuyas lentes captaban la luz de los tubos fluorescentes de lo alto y la reflejaban como sendos focos. Theodore Lengyel, que representaba al personal de la corporación que se hacía cargo de los gastos del proyecto, se hallaba a su lado, de pie, y decía, señalando con un índice rígido como un puñal:

—Ahí está. Ese es el hombre.

Hammer atisbó.

—¿Se refiere a Kane?

—Me refiero al sujeto del mono verde que tiene una llave inglesa en la mano.

—Sí, es Kane. Veamos, ¿qué tiene usted contra él?

—Quiero saber qué hace. Ese hombre es un idiota.

—Lengyel tenía una cara redonda, rolliza, y los carrillos le temblequeaban un poco.

Hammer se volvió para mirar al otro, y su magro cuerpo adquirió un aire de disgusto, centímetro a centímetro.

—¿Le ha molestado usted?

—¿Molestarle? Estuve hablando con él. Mi tarea consiste en hablar con los empleados, enterarme de sus opiniones, conseguir informaciones mediante las cuales estructurar campañas para mejorar la moral del conjunto.

—¿Y en qué forma le molesta Kane a usted?

—Es insolente. Le pregunté qué impresión causaba trabajar en una nave que llegará a la Luna. Le dije algo acerca de que esa nave será un camino hacia las estrellas. Quizá hice un pequeño discurso e hinché un poco el asunto, y de pronto él se alejó del modo más grosero. Yo le llamé y le pregunté: «¿Adónde vas?», y él me contestó: «Estoy cansado de esa manera de hablar. Salgo a contemplar las estrellas.»

Hammer movió la cabeza afirmativamente.

—En efecto. A Kane le gusta contemplar las estrellas.

—Era de día. Ese tipo es un idiota. Desde entonces vengo fijándome en él, y no hace nada en absoluto.

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué lo conservan?

Hammer respondió con furia repentina y tensa:

—Porque quiero tenerle aquí. Porque me da buena suerte.

—¿Le da buena suerte? —tartamudeó Lengyel— ¿Qué demonios significa eso?

—Significa que cuando le tengo cerca pienso mejor. Cuando pasa junto a mí, con su maldita llave inglesa, se me ocurren ideas. Me ha sucedido tres veces. No me lo explico; no me interesa la explicación. Ha sucedido así. Y se queda.

—Usted bromea.

—No. No bromeo. Y ahora déjeme en paz.

Kane estaba allí, con el mono verde y la llave inglesa.

Se daba cuenta vagamente de que la nave estaba casi a punto. No la habían diseñado para transportar a un hombre, pero había espacio para uno. Kane lo sabia de la misma manera que sabia muchísimas cosas; tales como procurar mantenerse apartado del camino de la mayoría de personas la mayor parte del tiempo; o como llevar una llave inglesa hasta que la gente se habituaba a verle de este modo y dejaba de fijarse. El mimetismo protector consistía en una multitud de pequeños detalles, realmente… como el de llevar siempre una llave inglesa.

Kane sentía una multitud de impulsos que no comprendía del todo; como, por ejemplo, el de mirar a las estrellas. Al principio, muchos años atrás, se limitaba a mirarlas con vago pesar. Luego, poco a poco, su atención se fue centrando en una determinada región del cielo; después en un punto concreto. No sabia por qué miraba hacia allí. Precisamente era un punto en el que no había estrellas. Un punto en el que no se veía nada.

Era un punto situado muy arriba del horizonte, en el cielo nocturno, a finales de primavera y durante el verano, y a veces Kane se pasaba la mayor parte de la noche observando ese punto, hasta verlo hundirse en dirección al horizonte suroeste. En otras épocas del año, lo contemplaba en pleno día.

Aquel punto le inspiraba un asomo de pensamiento que no acababa de cristalizar. Con el transcurso de los años, dicho atisbo se había fortalecido, había subido más cerca de la superficie, y ahora casi estaba emergiendo, abriéndose camino en busca de expresión. Aunque todavía no se había revelado con toda claridad.

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