Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Intuí que sobrevendría una crisis y no sabía si temerla o recibirla con gusto. Tal vez debiera recibirla con gusto. Era imposible que un cambio no fuera para mejor.
Poco antes del almuerzo fue a verme a la sala de estar, donde un cesto de costura me ocupaba las manos y un poco de televisión me ocupaba la mente.
—Necesitaré tu ayuda —dijo en un tono brusco.
Hacía más de veinte años que no me decía nada semejante, e involuntariamente me ablandé. Parecía estar poseído de una euforia enfermiza. Había un rubor en sus pálidas mejillas.
—Con mucho gusto —contesté—. Si hay algo que pueda hacer por ti.
—Sí, hay algo. Les he dado a mis ayudantes un mes de vacaciones. Se marcharán el sábado y, luego, tú y yo trabajaremos a solas en el laboratorio. Te lo digo ahora para que no organices ninguna actividad para la semana próxima.
Me amilané un poco.
—Pero, Lancelot, sabes que no puedo ayudarte en tu trabajo. Yo no entiendo…
—Lo sé —me interrumpió con desdén—, pero no tienes que entender mi trabajo. Sólo es preciso que sigas unas cuantas instrucciones y que lo hagas con cuidado. Lo cierto es que por fin he descubierto algo que me pondrá donde merezco…
—Oh, Lancelot —se me escapó sin darme cuenta, pues había oído esa frase varias veces.
—Escúchame, tonta. Por una vez trata de comportarte como una adulta. Esta vez lo he conseguido. Esta vez nadie puede adelantárseme porque mi descubrimiento se basa en un concepto tan heterodoxo que ningún físico viviente, excepto yo, tendría el genio suficiente para pensar en ello; al menos, durante toda una generación. Y cuando mi trabajo se difunda por el mundo quizá se me reconozca como el mayor científico de todos los tiempos.
—Me alegro por ti, Lancelot.
—He dicho que quizá se me reconozca. También podría suceder lo contrario. Se cometen muchas injusticias a la hora de atribuir los méritos científicos. He escarmentado ya demasiadas veces. Así que no bastará con anunciar el descubrimiento. Si lo hago, todos se pondrán a trabajar en ello y al cabo de un tiempo seré sólo un nombre en los libros de historia, y la gloria estará distribuida entre un montón de oportunistas.
Creo que la única razón por la que me habló entonces, tres días antes de iniciar el trabajo que planeaba, fue porque ya no podía contenerse. Necesitaba contarlo, y yo era una nulidad tal que no resultaba peligroso confiar en mí.
—Tengo la intención de que mi descubrimiento esté rodeado de tal aura de dramatismo, de que llegue a la humanidad con un estruendo tan resonante, que no quedará espacio para que se mencione a nadie en la misma frase que a mí, nunca.
Lancelot estaba yendo demasiado lejos y yo temía el efecto de otra desilusión. ¿No estaría enloqueciendo?
—Lancelot, ¿por qué molestarnos? ¿Por qué no desistir? ¿Por qué no nos tomamos unas largas vacaciones? Has trabajado con empeño y durante muchísimo tiempo, Lancelot. Tal vez pudiéramos hacer un viaje a Europa. Siempre he querido…
Pegó una patada en el suelo.
—¿Por qué no dejas de soltar esos estúpidos maullidos? ¡El sábado vendrás conmigo al laboratorio!
Dormí mal las tres noches siguientes. Él nunca se había portado de ese modo, nunca había llegado a tal extremo. ¿Acaso ya se había vuelto loco? Podía ser locura de verdad, una locura nacida de una desilusión insoportable y despertada por la nota necrológica. Se había deshecho de sus ayudantes y me quería en el laboratorio. Antes nunca me dejaba entrar allí. Sin duda se proponía hacerme algo, someterme a un experimento demencial o matarme sin más.
Durante esas desdichadas noches de miedo pensaba en llamar a la policía, en huir, en…, en cualquier cosa.
Pero luego llegaba la mañana y pensaba que no estaba loco y que sin duda no me trataría con violencia. Ni siquiera el episodio del escupitajo era violento de verdad y, en realidad, nunca había intentado causarme daño físico.
Así que me resigné a esperar, y el sábado me dirigí con la docilidad de una gallina hacia lo que podía ser mi muerte. Juntos, en silencio, recorrimos el sendero que unía la casa con el laboratorio.
El laboratorio era intimidatorio ya por sí mismo, y entré con toda cautela, pero Lancelot me reprendió:
—Oye, deja ya de mirar a tu alrededor como si fueran a hacerte daño. Sólo tienes que hacer lo que yo te diga y mirar a donde yo te indique.
—Sí, Lancelot.
Me había conducido a una pequeña habitación cuya puerta estaba cerrada con candado. Estaba abarrotada de objetos de extraña apariencia, con muchos cables.
—Antes de nada, ¿ves este crisol de hierro?
—Sí, Lancelot.
Era un pequeño, pero profundo recipiente de metal grueso, con manchas de herrumbre en el exterior. Estaba cubierto con una tosca red de alambre.
Dentro vi un ratón blanco y con las patas delanteras en el lado interior del crisol y el hocico en la red de alambre, temblando de curiosidad o quizá de ansiedad. Me temo que di un salto, pues ver un ratón inesperadamente es alarmante, al menos para mí.
—No te va a hacer nada —gruñó Lancelot—. Ahora ponte contra la pared y obsérvame.
Mis temores se agudizaron. Tenía la certeza de que un rayo saldría de alguna parte y me quemaría viva, de que una cosa metálica y monstruosa saldría y me trituraría, de que…
Cerré los ojos.
Pero no sucedió nada. No a mí, al menos. Sólo oí un siseo, como si un petardo hubiera fallado.
—¿Bien? —me dijo Lancelot. .
Abrí los ojos. Me estaba mirando, henchido de orgullo. Yo lo miré a él, desconcertada.
—Aquí. ¿No lo ves, idiota? Aquí.
A medio metro del crisol había otro. Yo no lo había visto antes.
—¿Te refieres a ese segundo crisol? —pregunté.
—No es un segundo crisol, sino un duplicado del primero. Para todos los efectos son el mismo crisol, átomo por átomo. Compáralos. Verás que las manchas de óxido son idénticas.
—¿Hiciste el segundo a partir del primero?
—Sí, pero de un modo especial. Normalmente, la creación de materia requeriría una cantidad imposible de energía. Se necesitaría la fisión total de cien gramos de uranio para crear un gramo de materia duplicada, incluso con un rendimiento perfecto. El gran secreto que he descubierto es que la duplicación de un objeto en un punto del futuro requiere escasa energía si dicha energía se aplica correctamente. La esencia de esta proeza…, querida, es que al crear el duplicado y traerlo de vuelta he logrado el equivalente del viaje por el tiempo.
El hecho de que me dirigiera un término afectuoso revelaba su grado de exaltación y felicidad.
—¡Es extraordinario! —exclamé, pues a decir verdad estaba impresionada—. ¿El ratón también ha vuelto?
Miré dentro del segundo crisol y tuve otro sobresalto desagradable. Había un ratón blanco… y muerto.
Lancelot se ruborizó un poco.
—Es un inconveniente. Puedo traer de vuelta la materia viviente, pero no como materia viva, sino muerta.
—Qué lástima. ¿Por qué?
—Aún no lo sé. Sospecho que los duplicados son del todo perfectos a escala atómica. Desde luego, no hay daños visibles. Las disecciones lo demuestran.
—Podrías preguntar…
Me callé de inmediato ante su mirada. Comprendí que era mejor no sugerir una colaboración, pues sabía por experiencia que en tal caso el colaborador recibiría invariablemente todo el mérito por el descubrimiento.
—Ya he preguntado —dijo Lancelot, en un tono amargamente divertido—. Un biólogo les hizo la autopsia a algunos de mis animales y no encontró nada. Por supuesto, no sabía de dónde venía el animal y me cuidé de llevármelo antes de que algo me delatara. ¡Cielos, ni siquiera mis ayudantes saben qué estoy haciendo!
—¿Pero por qué tanto secreteo?
—Porque no puedo traer objetos vivos. Algún sutil trastorno molecular. Si publicara mis resultados, alguien podría descubrir el modo de impedir ese trastorno, añadir una mejora de poca importancia a mi descubrimiento y hacerse más famoso que yo porque traería de vuelta a un hombre vivo que podría proporcionar información sobre el futuro.
Lo comprendí perfectamente. No tenía ni que decirme que aquello podría ocurrir; ocurriría sin duda. Inevitablemente. De hecho, hiciera lo que hiciese, otro se llevaría los laureles. Estaba segura de ello.
—Sin embargo —continuó, hablando para sí mismo más que para mí—, no puedo esperar más. Debo hacerlo público, pero de tal modo que quede indeleble y permanentemente asociado conmigo. El aura dramática ha de ser tan efectiva que no haya modo de referirse al viaje por el tiempo sin mencionarme a mí, hagan lo que hagan otros en el futuro. Yo prepararé ese drama y tú representarás un papel en él.
—¿Pero qué quieres que haga, Lancelot?
—Serás mi viuda.
Le agarré el brazo.
—Lancelot, ¿quieres decir…?
No puedo analizar los sentimientos conflictivos que me embargaron en ese instante.
Se zafó de mí rudamente.
—Sólo provisionalmente. No me voy a suicidar; simplemente, me haré volver desde un futuro de tres días.
—Pero estarás muerto.
—Sólo el «yo» que regrese. El «yo» real estará tan vivo como siempre. Como ese ratón blanco. —Fijó la vista en un cuadrante—. Ah, tiempo cero dentro de pocos segundos. Observa el segundo crisol y el ratón muerto.
Se esfumó ante mis ojos y de nuevo oí un siseo.
—¿Adónde ha ido?
—A ninguna parte. Era sólo un duplicado. En cuanto pasamos por ese instante del tiempo en el cual se formó el duplicado, desapareció de forma natural. Pero el primer ratón era el original y está vivito y coleando. Lo mismo ocurrirá conmigo. Un «yo» duplicado regresará muerto. El «yo» original estará vivo. Dentro de tres días, llegaremos al instante en que se formó el «yo» duplicado, usando mi «yo» verdadero como modelo, y regresó muerto. Una vez que pasemos ese momento, el «yo» muerto desaparecerá y el vivo permanecerá. ¿Está claro?
—Parece peligroso.
—Pues no lo es. Cuando aparezca mi cadáver, el médico me declarará muerto, los periódicos anunciarán que estoy muerto, el sepulturero se dispondrá a enterrar al muerto. Luego, volveré a la vida y haré público cómo lo hice. Cuando eso ocurra, seré algo más que el descubridor del viaje por el tiempo. Seré el hombre que regresó de la tumba. El viaje temporal y Lancelot Stebbins gozarán de tanta publicidad y quedarán tan unidos el uno al otro que nada podrá separar mi nombre de la idea del viaje por el tiempo.
—Lancelot —murmuré—, ¿por qué no nos limitamos a anunciar tu descubrimiento? Es un plan demasiado rebuscado. Con sólo hacerlo público te harás famoso y luego podremos mudarnos a la ciudad y…
—¡Cállate! Haz lo que te digo.
No sé cuánto tiempo llevaba Lancelot pensando en todo eso antes de que la necrológica aquella llevara las cosas a tal extremo. No subestimo su inteligencia. A pesar de su pésima suerte, su brillantez era incuestionable.
Antes de que se marcharan sus ayudantes, les había informado sobre los experimentos que se proponía realizar en su ausencia. Una vez que ellos dieran testimonio, nadie se extrañaría de que Lancelot estuviera trabajando con una combinación de reacciones químicas y muriera envenenado con cianuro.
—Encárgate de que la policía se ponga en contacto en seguida con mis ayudantes. Ya sabes dónde se encuentran. No quiero que haya insinuaciones de homicidio ni de suicidio; que sólo se hable de accidente, un accidente lógico y natural. Quiero que un médico certifique rápidamente la defunción y que se notifique de inmediato a los periódicos.
—Pero, Lancelot, ¿y si encuentran a tu verdadero yo?
—¿Por qué iban a encontrarlo? Si encuentras un cadáver, ¿te pones a buscar su réplica viviente? Nadie me buscará, y entre tanto yo me ocultaré en la cámara del tiempo. Hay retrete y lavabo y puedo llevar suficientes sándwiches preparados para alimentarme. —Y añadió con disgusto—: Claro que tendré que prescindir del café hasta que todo haya terminado. No puedo permitir que alguien huela un inexplicable aroma a café mientras se supone que estoy muerto. No importa; hay agua en abundancia y son sólo tres días.
Entrelacé las manos nerviosamente.
—Y si te encontraran ¿no sería igual? Habrá un «yo» muerto y un «yo» vivo…
En realidad, intentaba consolarme a mí misma, prepararme para la inevitable desilusión.
—¡No! ¡No sería igual! ¡Todo se convertiría en un engaño que había fracasado! ¡Me haría famoso, pero sólo como un tonto!
—Pero, Lancelot —dije cautamente—, siempre algo sale mal.
—No esta vez.
—Pero siempre dices «no esta vez» y, sin embargo, siempre…
Pálido por la rabia y con los ojos en blanco, me agarró del codo y me zarandeó, pero no me atreví a gritar.
—Sólo algo puede ir mal y eres tú. Si me delatas, si no desempeñas perfectamente tu papel, si no sigues las instrucciones al pie de la letra, yo…, yo… —Pareció buscar el castigo apropiado y dijo—: Te mataré.
Volví la cabeza aterrorizada y traté de zafarme, pero él me retuvo con fuerza. Su fuerza era notable cuando lo poseía la ira.
—¡Escúchame! Me has causado bastante daño con tu forma de ser, pero me he culpado a mí mismo primero por casarme contigo y luego por no haber encontrado tiempo para divorciarme. Pero ahora, a pesar de ti, tengo la oportunidad de transformar mi vida en un gran éxito. Si estropeas esta oportunidad, te mataré. Lo digo en serio.
No me cabía duda.
—Haré todo lo que digas —susurré, y me soltó.
Se pasó un día entero trabajando con sus máquinas.
—Nunca he transportado más de cien gramos —dijo reflexivamente.
Pensé: No funcionará, no puede funcionar.
Al día siguiente, reguló el aparato de tal modo que yo sólo debía apagar un interruptor. Durante un buen rato me hizo practicar con ese interruptor en un circuito desconectado.
—¿Lo entiendes ahora? ¿Ves cómo se hace?
—Sí.
—Pues hazlo cuando se encienda esta luz, ni un segundo antes.
No funcionará, pensé.
—Sí —dije.
Ocupó su puesto y guardó un hosco silencio. Llevaba puesto un delantal de caucho sobre una chaqueta de laboratorio.
La luz destelló y la práctica rindió sus frutos, pues conecté el interruptor automáticamente antes de que ningún pensamiento pudiera detenerme o hacerme vacilar.
Por un instante vi a dos Lancelots, uno al lado del otro; el nuevo, vestido como el viejo, pero más desaliñado. Luego, el nuevo se desplomó y se quedó inerte.