Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Se puso a hojear el contenido de unas carpetas de plástico mientras Brandon miraba ansiosamente por encima del hombro.
—¿Qué te parece? —dijo Moore—. Mi anuario de la universidad. Era aficionado al audio en esos tiempos, un verdadero fanático. Logré grabar la voz con la imagen de cada estudiante de este álbum. —Acarició con afecto la cubierta—. Cualquiera juraría que aquí están las fotos tridimensionales habituales, pero todas tienen aprisionada la… —Notó que Brandon lo miraba ceñudo—. De acuerdo, seguiré buscando.
Dejó las carpetas y abrió un baúl de pesada y anticuada madera falsa. Separó el contenido de los diversos compartimentos.
—Oye, ¿qué es eso? —preguntó Brandon.
Señaló un pequeño cilindro que salió rodando por el suelo con un pequeño sonido sordo.
—¡La pluma! —exclamó Moore—. ¡Es ésa! Y aquí están los prismáticos. Ninguna de las dos cosas funciona, por supuesto. Ambas están estropeadas. A1 menos, supongo que la pluma está rota, porque dentro suena algo que está suelto. ¿Lo oís? No tenía la menor idea de cómo llenarla, así que nunca he sabido si funcionaba. Hace años que no fabrican cartuchos de tinta.
Brandon la sostuvo bajo la luz.
—Tiene unas iniciales.
—¿Sí? No recuerdo haberlas visto.
—Están bastante desgastadas. Parecen ser J.K.Q.
—¿Q?
—Exacto, y es una inicial rara para un apellido. La pluma debía de ser de Quentin. Un recuerdo sentimental o un amuleto. Tal vez perteneció a un bisabuelo suyo de la época en que se usaban estas plumas; algún bisabuelo llamado Jason Knight Quentin o Judah Kent Quentin o algo parecido. Podemos comprobar los nombres de los antepasados de Quentin a través de Multivac.
Moore movió la cabeza afirmativamente.
—Creo que sí. Como ves, me has vuelto tan loco como tú.
—Y si es así se demuestra que la cogiste del cuarto de Quentin. Así que también cogerías allí los prismáticos.
—Aguarda. No recuerdo haber cogido las dos cosas en el mismo lugar. No me acuerdo muy bien de mi trayecto por el exterior de la nave.
Brandon cambió de posición los prismáticos bajo la luz.
—Aquí no hay iniciales.
—¿Esperabas alguna?
—No veo nada, excepto esta estrecha marca de unión. —Pasó la uña del pulgar por el fino surco que rodeaba los prismáticos cerca del extremo más grueso. Trató en vano de hacer que girase—. Es de una sola pieza. —Se los puso ante los ojos—. Esto no funciona.
—Ya te he dicho que estaba roto. No tiene lentes…
—Cabe esperar algún desperfecto cuando una nave espacial choca contra un meteoro de cierto tamaño y se hace trizas —intervino Shea.
—De modo que aunque fuera esto… —dijo Moore, de nuevo pesimista—, aunque esto fuera el opticón, no nos serviría de nada.
Tomó los prismáticos y palpó los bordes vacíos.
—Ni siquiera se sabe dónde iban las lentes. No encuentro el surco donde pudieron estar colocadas. Es como si nunca… ¡Eh! —exclamó de pronto.
—¿Qué pasa? —se alarmó Brandon.
—¡El nombre! ¡El nombre del artilugio!
—¿Opticón?
—¡No! Cuando hablaste con Fitzsimmons por el tubo, todos entendimos «un opticón».
—Bueno, eso es lo que dijo.
—Claro —lo secundó Shea—. Yo también le oí.
—Eso creímos. Pero sólo dijo el nombre, una palabra. Anopticón. No dijo «un opticón», dos palabras, sino «anopticón», una sola palabra.
—¿Y cuál es la diferencia? —preguntó Brandon.
—Enorme. Un opticón sería un instrumento con lentes, pero anopticón tiene el prefijo griego «an-», que significa «no». Las palabras de origen griego lo usan para indicar algo negativo. Anarquía significa «falta de gobierno», anemia significa «falta de sangre», anónimo significa «falta de nombre», y anopticón significa…
—¡Falta de lentes! —exclamó Brandon.
—¡Exacto! Quentin debía de estar trabajando en un aparato óptico sin lentes, y tal vez éste no esté roto.
—Pero no se ve nada al mirar por él —objetó Shea.
—Debe de estar colocado en neutro —señaló Moore—. Habrá algún modo de regularlo.
Igual que Brandon antes, lo sujetó con ambas manos y trató de hacerlo girar en torno del surco. Aumentó la presión, gruñendo.
—No lo rompas —le advirtió Brandon.
—Está cediendo. O bien se supone que es rígido, o bien la corrosión lo ha atascado. —Se detuvo, miró el instrumento con impaciencia y se lo llevó de nuevo al ojo. Dio media vuelta, despolarizó una ventana y miró las luces de la ciudad—. Que me arrojen al espacio —murmuró, con el aliento entrecortado.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —se excitó Brandon.
El atónito Moore le entregó el instrumento y Brandon se lo llevó a los ojos y exclamó:
—¡Es un telescopio!
—¡Déjame ver! —dijo Shea.
Pasaron casi una hora con él, convirtiéndolo en telescopio al hacerlo girar en una dirección y en microscopio al hacerlo girar en la contraria.
—¿Cómo funciona? —preguntaba una y otra vez Brandon.
—No lo sé —repetía Moore. Finalmente dijo—: Estoy seguro de que tiene que ver con campos de fuerza concentrados. Actuamos contra una considerable resistencia de campo. Con instrumentos de mayor tamaño, se requerirá un ajuste de la potencia.
—Un truco bastante ingenioso —comentó Shea.
—Es algo más —agregó Moore—. Apuesto a que representa un giro totalmente nuevo en física teórica. Concentra la luz sin lentes y se puede ajustar para recoger luz en una superficie cada vez más amplia sin cambios en la longitud focal. Estoy seguro de que podríamos reproducir el telescopio de quinientas pulgadas de Ceres en una dirección y un microscopio electrónico en la otra. Más aún, no veo ninguna aberración cromática, así que debe de curvar igualmente la luz de todas las longitudes de onda. Tal vez también curve ondas de radio y rayos gamma. Tal vez distorsione la gravedad, si la gravedad es una especie de radiación. Tal vez…
—¿Vale dinero? —preguntó Shea secamente.
—Muchísimo, si alguien supiera cómo funciona.
—Entonces, no iremos a ver a los de Seguros Transespaciales. Consultaremos primero con un abogado. ¿Cedimos estas cosas con nuestros derechos de la prima de salvamento o no? Ya estaban en tus manos antes de que firmaras el papel. Por otra parte, ¿el papel tiene validez si no sabíamos qué estábamos cediendo? Tal vez se pueda considerar un fraude.
—Más aún —añadió Moore—,tratándose de esto, no sé si debiera poseerlo una compañía privada. Deberíamos consultar a un organismo gubernamental. Si hay dinero en ello…
Pero Brandon se estaba golpeando las rodillas con los puños.
—¡Al demonio con el dinero, Warren! Recibiré de buena gana todo el dinero que me caiga en las manos, pero eso no es lo importante. ¡Seremos famosos, hombre, famosos! Imagina la historia. Un fabuloso tesoro perdido en el espacio. Una empresa gigantesca lleva hurgando en el espacio veinte años para encontrarlo y nosotros, los olvidados, lo tenemos en nuestras manos. Luego, en el vigésimo aniversario de la pérdida, lo encontramos. Si esta cosa funciona, si la anóptica se transforma en una gran técnica científica, nunca nos olvidarán.
Moore sonrió y se echó a reír.
—Muy bien. Lo has conseguido, Mark. Conseguiste lo que te proponías. Nos has salvado de quedar abandonados en el olvido.
—Lo hicimos entre todos. Mike Shea nos puso en marcha con la información básica necesaria, yo elaboré la teoría y tú tenías el instrumento.
—De acuerdo. Es tarde y mi esposa regresará pronto, así que pongamos manos a la obra. Multivac nos dirá qué organismo sería el apropiado y quién…
—No, no —interrumpió Brandon—. Primero el rito. El brindis de cierre del aniversario, por favor, y con el cambio apropiado. ¿No me das ese gusto, Warren?
Le pasó la botella de acuaverde Jabra. Moore llenó cada vaso hasta el borde.
—Caballeros, un brindis —dijo solemnemente. Los tres alzaron los vasos—. Caballeros, por los recuerdos del Reina de Plata que supimos guardar.
“Obituary”
Mi esposo Lancelot siempre lee el periódico durante el desayuno. Lo primero que veo de él es su rostro enjuto y abstraído, con ese perpetuo aire de furia y de desconcertada frustración. En vez de saludarme, se acerca el periódico a la cara.
Luego, sólo veo el brazo que sale de detrás del periódico para coger una segunda taza de café, donde acabo de echar la acostumbrada medida de azúcar, ni mucha ni poca, para evitar que él me fulmine con la mirada.
Ya no lamento esta situación. Al menos, nos permite desayunar en paz.
Sin embargo, esta mañana la paz fue interrumpida cuando Lancelot vociferó:
—¡Santo cielo! Ese idiota de Paul Farber ha muerto. ¡Apoplejía!
Apenas reconocí el nombre. Lancelot lo había mencionado en ocasiones, así que yo lo conocía como uno de sus colegas, otro físico teórico. Por el exasperado epíteto de mi esposo tuve la razonable certeza de que era un físico de cierto renombre que había alcanzado el éxito no conseguido por Lancelot.
Dejó el periódico y me miró irritado.
—¿Por qué llenan las necrológicas con estos embustes? Lo convierten en un segundo Einstein sólo porque ha muerto de apoplejía.
Si había un tema que yo había aprendido a eludir era el de las necrológicas. Ni siquiera me atreví a asentir.
Lancelot arrojó el periódico y se marchó de la habitación, dejando los huevos a medio terminar y la segunda taza de café sin tocar.
Suspiré. ¿Qué más podía hacer? ¿Qué más?
Claro que el verdadero nombre de mi esposo no es Lancelot Stebbins. Cambio los nombres y las circunstancias para proteger a cierta persona. Aun así, aunque utilizara los nombres reales, nadie reconocería a mi esposo.
Lancelot tenía cierto talento en este sentido: un talento para pasar inadvertido. Invariablemente, alguien se le adelantaba en sus descubrimientos, o un descubrimiento mayor y simultáneo lo dejaba en segundo plano. En las convenciones científicas, sus ponencias atraían poco público porque en otra sección alguien presentaba una ponencia más importante.
Como es lógico, esto había hecho mella en él. Lo cambió.
Cuando nos casamos hace veinticinco años, él era un partido interesante. Gozaba de buena posición gracias a una herencia y ya era un físico ambicioso y prometedor. En cuanto a mí, creo que entonces era bonita, pero eso no duró. Lo que duró fue mi introversión y mi ineptitud para ese éxito social que un profesor joven y emprendedor necesita en una esposa.
Tal vez eso formase parte del talento de Lancelot para pasar inadvertido. Si se hubiera casado con una mujer más brillante, quizás ella lo hubiera iluminado hasta hacerlo visible.
Es posible que Lancelot lo comprendiese al cabo de un tiempo y por eso se volvió distante tras un par de años de moderada facilidad. A veces yo misma lo creía así y me sentía culpable.
Pero luego pensé que era sólo por su sed de fama, que creció al no ser satisfecha. Dejó su puesto docente y construyó un laboratorio propio en las inmediaciones de la ciudad, donde —según decía— dispondría de un terreno barato y aislado.
El dinero no constituía un problema. En esa especialidad, el Gobierno era generoso con las subvenciones y siempre se conseguían. Además, él hacía uso de nuestro propio dinero sin reserva ninguna.
Yo trataba de respaldarlo.
—Pero no es necesario, Lancelot —le decía—. No tenemos problemas económicos. Ellos no te niegan un puesto en la universidad. Yo sólo quiero hijos y una vida normal.
Pero lo consumía una llama que lo cegaba para todo lo demás. Se volvió furiosamente hacia mí.
—Hay algo que debe venir primero. El mundo de la ciencia tiene que reconocerme por lo que soy, por un…, por un gran investigador.
En esa época, aún vacilaba al aplicarse la palabra genio.
Fue en balde. La suerte se ensañaba con él. Su laboratorio era un hervidero de actividad, y Lancelot contrataba ayudantes con sueldos estupendos y se deslomaba trabajando, pero no obtenía resultados.
Yo seguía esperando que desistiera, que regresara a la ciudad y nos permitiera llevar una vida normal y apacible. Lo esperaba, pero cada vez que él estaba a punto de admitir la derrota surgía una nueva batalla, un nuevo intento de asaltar los bastiones de la fama. En cada ocasión, acometía con esperanzas renovadas y caía víctima de la desesperación.
Y siempre se desquitaba conmigo, pues si el mundo lo maltrataba podía desahogarse maltratándome a mí. No soy una persona valiente, pero empecé a pensar que debía abandonarlo.
Y, sin embargo…
Era evidente que durante el último año se había estado preparando para otra batalla. Una más, pensé. Había en él algo más intenso, más crispado que antes. El modo en que murmuraba a solas y se reía por nada, o las veces que se pasaba días sin comer y noches sin dormir. Incluso se acostumbró a guardar apuntes del laboratorio en una caja de caudales del dormitorio, como si recelara de sus propios ayudantes.
Yo tenía la fatalista certeza de que ese intento también fracasaría. Y si fracasaba a su edad tendría que reconocer que su última oportunidad había pasado. Tendría que desistir.
Así que decidí aguardar, armándome de paciencia.
Pero la lectura de aquella necrológica durante el desayuno fue una especie de sacudida.
Una vez, en una ocasión similar anterior, yo comenté que al menos él podría contar con un cierto grado de reconocimiento en su nota necrológica.
Supongo que no fue un comentario muy inteligente, pero mis comentarios nunca lo son. No fue más que un intento de bromear para arrancarlo de una creciente depresión que, como yo sabía por experiencia, lo volvería insoportable.
Y tal vez hubiera en mi comentario un poco de despecho inconsciente. Francamente, no lo sé.
De cualquier modo, se giró impetuosamente hacia mí y, temblándole todo el cuerpo y uniendo sus oscuras cejas sobre los ojos hundidos, me gritó con estridencia:
—¡Pero jamás leeré mi necrológica! ¡Me privarán hasta de eso!
Y me escupió. Me escupió deliberadamente.
Me fui corriendo a mi dormitorio.
Nunca se disculpó, pero tras unos días de evitarlo por completo continuamos nuestra fría existencia como de costumbre. Ninguno de los dos hizo referencia alguna al incidente.
Y ahora otra necrológica.
Sentada a la mesa del desayuno, comprendí que para él era la gota que colmaba el vaso, la culminación de su prolongado fracaso.