Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Le juro que si no hubiera ocurrrido el accidente jamás habríamos encontrado la verdad. La humanidad habría quedado privada de una de sus mayores bendiciones.
A veces ocurren cosas así. Perkin detecta un tinte rojo en la suciedad y descubre las tinturas de anilina. Remsen se lleva un dedo contaminado a los labios y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mixtura en la estufa y descubre el secreto de la vulcanízación.
En nuestro caso fue un dinosaurio joven que entró en el laboratorio. Eran tantos que yo no podía vigilarlos a todos.
El dinosaurio atravesó dos puntos de contacto que estaban abiertos, justo allí, donde ahora está la placa que conmemora el acontecimiento. Estoy convencido de que esa coincidencia no podría repetirse en mil años. Estalló un fogonazo y el cronoembudo que acabábamos de configurar desapareció en un arco iris de chispas.
Ni siquiera entonces lo comprendimos. Sólo sabíamos que la criatura había provocado un cortocircuito, estropeando un equipo de cien mil dólares, y que estábamos en plena bancarrota. Lo único que podíamos mostrar era un dinosaurio achicharrado. Nosotros estábamos ligeramente chamuscados, pero el dinosaurio recibió toda la concentración de energías de campo. Podíamos olerlo. El aire estaba saturado con su aroma. Papá y yo nos miramos atónitos. Lo recogí con un par de tenacillas. Estaba negro y calcinado por fuera; pero las escamas quemadas se desprendieron al tocarlas, arrancando la piel, y debajo de la quemadura había una carne blanca y firme que parecía pollo.
No pude resistir la tentación de probarla, y se parecía a la del pollo tanto como Júpiter se parece a un asteroide.
Me crea o no, con nuestra labor científica reducida a escombrosos, nos sentamos allí a disfrutar del exquisito manjar que era la carne de dinosaurio. Había partes quemadas y partes crudas, y estaba sin condimentar; pero no paramos hasta dejar limpios los huesos.
—Papá —dije finalmente—, tenemos que criarlos sistemáticamente con propósitos alimentarios.
Papá tuvo que aceptar. Estabamos totalmente arruinados.
Obtuve un préstamo del banco cuando invité a su presidente a cenar y le serví dinosaurio.
Nunca ha fallado. Nadie que haya saboreado lo que hoy llamamos «dinopollo> se conforma con los platos normales. Una comida sin dinopollo no es más que un alimento que ingerimos para sobrevivir. Sólo el dinopollo es comida.
Nuestra familia aún posee la única bandada de dinopollos existente y seguimos siendo los únicos proveedores de la cadena mundial de restaurantes —la primera y más antigua— que ha crecido en torno de ellos.
Pobre papá. Nunca fue feliz, salvo en esos momentos en que comía dinopollo. Continuó trabajando con los cronoembudos, al igual que muchos oportunistas que pronto se sumaron a las investigaciones, tal como él había previsto. Pero no se ha logrado nada hasta ahora; nada, excepto el dinopollo.
Ah, Pierre, gracias. ¡Un trabajo superlativo! Ahora, caballero, permíta
me que lo trinche. Sin sal, y con apenas una pizca de salsa. Eso es… Ah, ésa es la expresión que siempre veo en la cara de un hombre que saborea este manjar por primera vez.
La humanidad, agradecida, aportó cincuenta mil dólares para construir la estatua de la colina, pero ni siquiera ese tributo hizo feliz a papá.
Él no veía más que la inscripción: «El hombre que proporcionó el dinopollo al mundo.»
Y hasta el día de su muerte sólo deseó una cosa: hallar el secreto del viaje por el tiempo. Aunque fue un benefactor de la humanidad, murió sin satisfacer su curiosidad.
“Anniversary”
Los preparativos para el rito anual habían concluido.
Aquel año se celebraba en casa de Moore, y la señora Moore y sus pequeños pasarían resignadamente la velada en casa de la madre de ella.
Con una débil sonrisa en los labios, Warren Moore examinó la habitación. Al principio, la celebración sólo se mantenía gracias al entusiasmo de Mark Brandon, pero Moore había llegado a apreciar aquel recuerdo. Tal vez fuera cosa de la edad, de los veinte años pasados. Su sensiblería aumentaba a la par que su barriga y su calvicie.
Así que todas las ventanas estaban polarizadas, en oscuridad total, y las cortinas se encontraban corridas. Sólo algunos puntos de la pared se hallaban iluminados, evocando la escasa luz y el espantoso aislamiento del día del accidente.
Sobre la mesa había raciones espaciales, con formas de varillas y de tubos, y en el centro resplandecía una botella de acuaverde Jabra, el potente brebaje que sólo la actividad química de los hongos marcianos podía suministrar.
Moore miró su reloj. Brandon llegaría pronto; nunca llegaba tarde a esa reunión. Estaba intrigado por lo que Brandon le había dicho por el tubo: «Warren, esta vez tengo una sorpresa. Espera y verás. Espera y verás.»
Brandon parecía no envejecer. A sus cuarenta años, no sólo conservaba la silueta, sino la vitalidad. Aún se entusiasmaba con lo bueno y se exasperaba con lo malo. El cabello se le estaba encaneciendo, pero, salvo por ese detalle, cuando Brandon se paseaba de un lado a otro, hablando de cualquier cosa a voz en grito y a toda velocidad, Moore no necesitaba cerrar los ojos para ver al asustado joven que sobrevivió al naufragio del Reina de Plata.
Llamaron a la puerta y Moore la activó sin girarse.
—Entra, Mark.
—¿Señor Moore? —dijo una voz extraña y tímida.
Moore se volvió. También estaba Brandon, pero al fondo, sonriendo con entusiasmo. Delante de él había un individuo bajo, regordete, calvo por completo, de piel muy morena y con aspecto de veterano del espacio.
—¿Mike Shea…? ¡Mike Shea, santísimo espacio!
Se estrecharon la mano, riéndose.
—Se puso en contacto conmigo en mi despacho —explicó Brandon—. Recordó que yo trabajaba en Productos Atómicos…
—Han pasado un montón de años —comentó Moore—. Veamos, estuviste en la Tierra hace doce años…
—Nunca ha venido a un aniversario —le interrumpió Brandon—. ¿Qué me dices? Ahora se retira. Abandonará el espacio para irse a una propiedad que ha adquirido en Arizona. Ha pasado a saludarnos antes de marcharse. Vino a la ciudad para eso, y yo creí que venía por lo del aniversario. «¿Qué aniversario?», me preguntó el muy tonto.
Shea asintió sonriendo.
—Me ha dicho que lo celebráis todos los años.
—¡Claro que sí! —exclamó Brandon—. Y esta vez será la primera en que estaremos los tres, el primer aniversario de verdad. Son veinte años, Mike; veinte años desde que Warren salió de ese cascajo para llevarnos hasta Vesta.
Shea echó un vistazo alrededor.
—Raciones espaciales, ¿eh? Yo las consumo todas las semanas. Y Jabra. Ah, claro, ya recuerdo… Veinte años. Jamás he pensado en ello y de pronto parece que fuera ayer. ¿Os acordáis de cuando al fin regresamos a la Tierra?
—Ya lo creo —respondió Brandon—. Los desfiles, los discursos. Warren era el único héroe del acontecimiento y nosotros insistíamos en ello, pero no nos prestaban atención ¿Os acordáis?
—En fin —dijo Moore—,fuimos los primeros en sobrevivir a una colisión en el espacio. Era algo inusitado, y lo inusitado merece una celebración. Estas cosas son irracionales.
—¿Recordáis las canciones que compusieron? —preguntó Shea—. Esa marcha… «Podéis cantar sobre las rutas del espacio y el ritmo desenfrenado del…».
Brandon se le unió con su clara voz de tenor e incluso Moore sumó su voz al coro, hasta el punto de que la última línea sonó estentórea como para agitar las cortinas.
—«En las ruinas del Reina de Plata» —vociferaron, y soltaron una estruendosa risotada.
—Abramos el Jabra para el primer sorbo —propuso Brandon—. Esta botella debe durar toda la noche.
—Mark insiste en la fidelidad total —explicó Moore—. Me sorprende que no me pida que salga por la ventana y eche a volar en torno del edificio.
—Pues no es mala idea —bromeó Brandon.
—¿Recordáis nuestro último brindis? —Shea alzó el vaso vacío y entonó—: Caballeros, por la provisión anual de KO que supimos guardar. Estábamos ebrios cuando aterrizamos. Vaya, éramos jóvenes. Yo tenía treinta años y me creía un viejo. Y ahora —añadió en un tono melancólico— me han retirado.
—¡Bebe! —lo animó Brandon—. Hoy vuelves a tener sed, y recordamos aquel día en el Reina de Plata aunque todos lo olviden. Público ingrato y voluble.
Moore se rió.
—¿Qué esperabas? ¿Una fiesta nacional cada año, con raciones espaciales y Jabra, la comida y la bebida del ritual?
—Escucha, seguimos siendo los únicos hombres que han sobrevivido a una colisión en el espacio. Y míranos. Nadie nos recuerda.
—Enhorabuena. A fin de cuentas lo pasamos bien y la publicidad nos dio un buen impulso. Nos va bien, Mark. Y también le iría bien a Mike Shea si no hubiera querido regresar al espacio.
Shea sonrió y se encogió de hombros.
—Me gusta estar allí y no me arrepiento. Con la indemnización del seguro que me dieron, cuento con bastante dinero para retirarme.
—La colisión fue un gran traspiés para Seguros Transespaciales —comentó Brandon en un tono evocador—. Aun así, todavía falta algo. Uno habla del Reina de Plata actualmente y la gente sólo piensa en Quentin, si es que piensa en alguien.
—¿En quién? —preguntó Shea.
—Quentin. El profesor Horace Quentin. Una de las víctimas. Si hablas de los tres supervivientes, te miran sin entender.
—Vamos, Mark, reconócelo —medió Moore—. El profesor Quentin era uno de los grandes científicos del mundo y nosotros tres no somos nadie.
—Sobrevivimos. Seguimos siendo los únicos que han sobrevivido.
—¿Y qué? Mira, John Hester iba a bordo, y él también era un científico importante. No tanto como Quentin, pero importante. Yo estaba junto a él en esa última cena, cuando el meteoro chocó con nosotros. Bueno, pues sólo porque Quentin murió en el accidente mismo, la muerte de Hester se olvidó. Nadie recuerda que Hester murió en el Reina de Plata. Sólo se acuerdan de Quentin. También a nosotros nos han olvidado, pero al menos estamos vivos.
—Te diré una cosa —dijo Brandon después de una pausa, durante la cual la explicación de Moore no surtió ningún efecto—, somos náufragos una vez más. Hace veinte años éramos náufragos frente a Vesta. Hoy somos náufragos del olvido. Ahora los tres estamos reunidos de nuevo, y lo que ocurrió antes puede volver a ocurrir. Hace veinte años, Warren nos llevó hasta Vesta. Resolvamos este nuevo problema.
—¿Lo de vencer al olvido, quieres decir? —preguntó Moore—. ¿Hacernos famosos?
—Claro. ¿Por qué no? ¿Conoces un mejor modo de celebrar un vigésimo aniversario?
—No, pero me gustaría saber por dónde quieres empezar. No creo que la gente recuerde el Reina de Plata, excepto por Quentin, así que tendrás que pensar en alguna forma de evocar el accidente. Sólo para empezar.
Una expresión pensativa cruzó el chato semblante de Shea.
—Algunas personas se acuerdan del Reina de Plata. La compañía de seguros lo recuerda, y eso es extraño, ahora que tocáis el tema. Hace diez u once años, estuve en Vesta y pregunté que si los restos de la nave aún estaban allí. Me dijeron que sí, que nadie tenía intención de llevárselos. Así que pensé en echarles un vistazo y fui hacia allá con un motor de reacción sujeto a la espalda. En la gravedad de Vesta, sólo se necesita un motor de reacción. De todos modos, sólo pude ver la nave a lo lejos. Estaba rodeada por un campo de fuerza.
Brandon enarcó las cejas.
—¿El Reina de Plata? ¿Y por qué?
—Regresé y pregunté el porqué. No me lo explicaron, y me dijeron que no sabían que yo pensaba ir allí. Me dijeron que pertenecía a la compañía de seguros.
Moore movió la cabeza afirmativamente.
—Claro. Se quedaron con los restos después de pagar. Yo firmé la cesión, renunciando a los derechos de mi prima de salvamento cuando acepté el cheque de la indemnización. Y supongo que vosotros también.
—¿Pero por qué el campo de fuerza? —se extrañó Brandon—. ¿Por qué tanto secreto?
—No lo sé.
—Esos restos no valen nada, excepto como chatarra. Costaría demasiado transportarlos.
—Exacto —asintió Shea—. Pero lo más extraño es que se traían trozos desde el espacio, y había una pila de piezas retorcidas. Pregunté y me dijeron que siempre aterrizaban naves con más restos y que la compañía de seguros pagaba un precio fijo por cada fragmento del Reina de Plata, así que las naves que volaban en las inmediaciones de Vesta siempre buscaban algo. En mi último viaje, fui a ver de nuevo el Reina de Plata y la pila era mucho más grande.
A Brandon le brillaron los ojos.
—¿Quieres decir que todavía siguen buscando?
—No lo sé. Tal vez ya no lo hagan. Pero la pila era mucho mayor que hace diez años, así que en ese momento todavía buscaban.
Brandon se reclinó en la silla y cruzó las piernas.
—Vaya, eso es muy raro. Una austera compañía de seguros gasta dinero y explora el espacio de las inmediaciones de Vesta para hallar piezas de una nave destruida veinte años atrás.
—Tal vez intenta probar que hubo sabotaje —aventuró Moore.
—¿Después de veinte años? Aunque lo probaran, no recuperarían el dinero. Es un asunto liquidado.
—Quizás hayan dejado de buscar hace años.
Brandon se levantó con aire decidido.
—Preguntemos. Aquí hay algo raro, y el acuaverde Jabra y este aniversario me han embriagado lo suficiente como para querer averiguarlo.
—Claro —dijo Shea—, pero ¿a quién le preguntamos?
—A Multivac —respondió Brandon.
Shea abrió los ojos.
—¡Multivac! Oye, Moore, ¿tienes un terminal de Multivac aquí?
—Sí.
—Nunca he visto ninguno y siempre he querido verlos.
—No es gran cosa, Mike. Parece una máquina de escribir. No confundas un terminal de Multivac con Multivac mismo. No conozco a nadie que haya visto Multivac.
Moore sonrió ante la idea. No creía que jamás llegara a conocer a ninguno de los pocos técnicos que se pasaban la mayor parte de sus días laborales en un lugar oculto en las entrañas de la Tierra, cuidando de un superordenador de un kilómetro y medio de longitud que era depositario de todos los datos conocidos por el hombre y que dirigía la economía humana, guiaba las investigaciones científicas, contribuía a tomar decisiones políticas y tenía millones de circuitos libres para responder a preguntas personales que no atentaran contra la intimidad.