Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Bloch se las arregló bien en el cóctel de la ANTT. Siguió las instrucciones, sonrió, habló un poco pero no demasiado, contó uno o dos chistes inofensivos y dejó caer unos cuantos nombres, y la mayor parte del tiempo hizo lo posible por escuchar y asentir.
Sin embargo, Myers, desde su mesa junto a la presidencia, sentía una ligera tensión. Si B. B. fallaba, podían intentarlo de nuevo, pero si fallaba él, ¿quedaría lo suficiente como para que valiera la pena intentarlo de nuevo? Aquella podía ser la prueba definitiva que le demostrara, a él, que B. B. simplemente no servía. ¡Qué desperdicio, con aquella apariencia! ¡Con aquella cabeza de senador romano que tenía!
Miró de soslayo a Jansen, sentado a su izquierda. El hombrecillo parecía completamente tranquilo, pero había una ligera contracción en sus cejas, como si una secreta preocupación le estuviera royendo.
Terminó la cena, se efectuaron los diversos anuncios oficiales, se dieron las gracias al comité, la gente fue sentándose en el estrado a medida que era presentada…; todos los enloquecedores detalles que no parecían tener otra finalidad que acumular más tensión sobre el orador.
Myers miró ansiosamente a Bloch, captó su mirada de respuesta, y cruzó brevemente los dedos. «¡Adelante y consíguelo, B. B.!»
¿Lo haría? El discurso parecía extraño, casi quijotesco. Quedaría extraño en los periódicos, si alguna vez alcanzaba las columnas de noticias; pero estaba lleno de botones listos para ser pulsados…, según Jansen y su computadora.
Bloch estaba poniéndose en pie. Avanzó con paso firme hacia el atril, y colocó el manuscrito ante él. Siempre había sido bueno en eso; lo hacía de una forma tan sencilla y natural que el público nunca pensaba ni por asomo que su discurso iba a ser leído.
Bloch sonrió a su público y empezó a hablar lentamente. («No esperes demasiado para adquirir velocidad, B. B.»)
No lo hizo. Aceleró el ritmo. A veces, se detenía brevemente para descifrar un símbolo, pero por fortuna aquello parecía deliberado, el tipo de pausa pensativa que uno espera de la juiciosa madurez.
Luego empezó a hablar más rápida y emocionalmente y, para su sorpresa, Myers sintió como si los tambores empezaran a batir. Allí estaban las frases clave, exactamente con el énfasis requerido, y en respuesta pudo oír agitarse a la audiencia.
Las risas brotaron en el momento oportuno, y en otro momento sonó un asomo de aplausos. Myers nunca antes había oído que los aplausos interrumpieran a Bloch.
El rostro de Bloch parecía un poco enrojecido ahora, y en un momento determinado golpeó el atril con el puño, y la pequeña lamparilla se tambaleó. («¡No la derribes, B. B.!») El público pateó en respuesta.
Myers sintió que la excitación subía también en su interior, aunque sabía lo exactamente que el discurso había sido preparado. Se inclinó hacia Jansen.
—Está logrando la ignición de la audiencia, ¿no cree?
Jansen asintió una sola vez. Sus labios apenas se movieron.
—Sí. Y quizá…
Bloch había hecho una breve pausa en su alocución, lo suficiente para convertir a la audiencia en un nudo de tensión; de pronto, bajó salvajemente su mano al atril, arrugó el manuscrito hasta convertirlo en una masa amorfa, y lo arrojó a un lado.
—No necesito esto —dijo, dando a su voz una aguda y clara nota de triunfo—. No lo deseo. Lo escribí desapasionadamente antes de tenerlos a todos ustedes delante de mí. Déjenme hablarles ahora con el corazón, tal como acuden las palabras a mi boca, aquí de pie delante de ustedes; déjenme decirles a todos ustedes, amigos y norteamericanos, lo que veo en el mundo de hoy, y lo que desearía ver… Y créanme, amigos míos, las dos cosas
no… son… lo… mismo.
La respuesta fue un rugido.
Myers se aferró alocadamente a Jansen.
—¡No puede hablar por sí mismo!
Pero sí podía, y lo hizo. Habló entre aplausos y gritos. Apenas importaba el que fuera oído o no. Alzó ambos brazos como para abrazar a su audiencia, y una voz gritó:
—¡Sigue adelante! ¡Díselo!
Bloch se lo dijo. Lo que dijo exactamente apenas importaba, pero cuando terminó, hubo una impresionante y jubilosa ovación, con todo el mundo puesto en pie.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Myers a través del ruido.
Estaba aplaudiendo tan fuertemente como todos los demás.
Jansen permaneció sentado, en una extraña actitud derrumbada. Aferró a Myers, lo atrajo hacia sí, y dijo con voz temblorosa:
—¿No se da cuenta de lo que ha ocurrido? Era una posibilidad entre un millón. Hacia el final, empecé a preguntarme si era posible. Puede ocurrir…
—¿De qué demonios está hablando?
—La audiencia entró en ignición, y Bloch estaba hablándole a una audiencia en ignición por primera vez en su vida, y los oradores tienen también su punto de ignición. El propio Bloch entró en ignición, y un orador en ignición puede arrastrar a la opinión pública y mover montañas.
—¿Quién? ¿B. B.?
—Sí.
—Bien, eso es estupendo.
—¿De veras? Cuando entra en ignición, adquiere poder, y si descubre que lo tiene, ¿para qué le necesita a usted? ¿O a mí? Y si las cosas ocurren así, ¿hasta dónde llegará? Ha habido grandes carismáticos antes, que no siempre han conducido a las masas a la gloria.
Bloch estaba con ellos. La gente se arremolinaba a su alrededor. Le dijo a Myers, en voz baja y casi sin aliento:
—¡Ha sido fácil! ¡Me sentí grande!
Se volvió hacia los que le rodeaban, riendo, dominándolos sin ningún problema.
Myers se lo quedó mirando, confuso; Jansen se lo quedó mirando, aterrado.
“The Last Shuttle”
Virginia Ratner suspiró.
—Tenía que haber una última vez, supongo.
Sus ojos estaban turbados cuando miró hacia el mar, resplandeciente a la cálida luz del sol.
—Al menos tenemos un buen día para ello, aunque supongo que una tormenta de nieve hubiera ido mejor a mi estado de ánimo.
Robert Gill, que estaba allí como oficial más antiguo de la Agencia Terrestre del Espacio, la miró sin ninguna concesión.
—Por favor, no se sienta abatida. Usted misma lo ha dicho. Tenía que haber una última vez.
—Pero ¿por qué yo como piloto?
—Porque usted es la mejor piloto que tenemos, y deseamos que sea un buen final, sin nada que vaya mal. ¿Por qué soy yo quien tiene que desmantelar la Agencia? ¡Un final feliz!
—¿Un final feliz?
Virginia estudió la ajetreada carga y la hilera de pasajeros. La última de ambas.
Llevaba pilotando lanzaderas desde hacía veinte años, sabiendo siempre que habría una última vez. Uno podía pensar que el conocimiento debía haberla envejecido, pero no había ninguna hebra gris en su pelo, ninguna arruga en su rostro. Quizá una vida bajo una intensidad gravitatoria constantemente cambiante tenía algo que ver con ello. Pareció rebelarse.
—Tengo la impresión de que sería una dramática ironía, o tal vez una dramática justicia, que esta última lanzadera estallara al despegar. Una protesta por parte de la propia Tierra.
Gill agitó la cabeza.
—Estrictamente hablando, debería informar de eso…, pero está usted sufriendo un ataque agudo de nostalgia.
—Bien, informe de mí. Eso me calificará como peligrosamente inestable, y seré descalificada como piloto. Puedo ocupar mi lugar como uno de los seiscientos dieciséis últimos pasajeros, y hacer así que sean seiscientos diecisiete. Algún otro puede pilotar la lanzadera y entrar así en los libros de historia como la persona que…
—No tengo intención de informar de usted. Por una parte, no ocurrirá nada. Los despegues de las lanzaderas son a prueba de problemas.
—No siempre. —Virginia Ratner mostró una expresión sombría—. Hubo el caso del
Enterprise Sesenta
.
—¿Qué se supone que es esto, un boletín de efemérides? Eso fue hace ciento setenta años, y no ha habido ningún accidente relacionado con el espacio desde entonces. Ahora, con la ayuda antigravitatoria, ni siquiera existe la posibilidad de un tímpano roto. El rugido de los cohetes de despegue ha desaparecido para siempre… Escuche, Ratner, será mejor que suba a la cubierta de observación. Quedan menos de treinta minutos para el despegue.
—¿De veras? Seguramente va a informarme usted ahora que el despegue está completamente automatizado, y que realmente no soy necesaria.
—Sabe usted eso sin necesidad de que yo tenga que decírselo, pero su presencia en el puente es un asunto de reglamentos… y de tradición.
—Me parece que ahora es usted el nostálgico… de un tiempo en el que el piloto representaba una diferencia y no era simplemente inmortalizado por no hacer nada excepto presidir el desmantelamiento final de algo que fue tan prodigioso. —Hizo una pausa, luego añadió—: Pero iré —y avanzó hacia el tubo central y ascendió por él como si fuera un plumón siendo elevado por una corriente ascendente de aire.
Recordó sus días de inexperiencia juvenil en los vuelos de la lanzadera, cuando la antigravedad era experimental y requería instalaciones en tierra más grandes que la propia lanzadera y cuando, incluso así, funcionaba a sacudidas o no funcionaba en absoluto, y las tripulaciones del espacio preferían los ascensores pasados de moda.
Ahora el proceso de la antigravedad había sido miniaturizado hasta el punto de que cada nave transportaba el suyo propio. Nunca fallaba, y era utilizado por los pasajeros que lo daban por seguro, y por la carga inanimada que podía ser trasladada a su lugar con la ayuda de chorros de aire sin fricción y levitación magnética por tripulantes que sabían perfectamente bien cómo manejar objetos voluminosos sin peso pero con toda su inercia.
Ningún otro vehículo jamás construido por los seres humanos era tan magnífico, tan complejo, tan intrincadamente computarizado como las lanzaderas, porque ningún otro tipo de nave había tenido que luchar con la gravedad de la Tierra… excepto aquellas primitivas naves que, sin antigrav, habían tenido que depender de cohetes químicos para conseguir cada átomo de energía. ¡Primitivos dinosaurios!
En cuanto a las naves que moraban únicamente en el espacio, yendo de una colonia espacial a una estación de energía o de una factoría a una procesadora de alimentos —incluso de la Luna—, tenían poca o ninguna gravedad con la que luchar, de modo que eran cosas simples y casi frágiles.
Ahora estaba en la sala de pilotaje, con sus hileras de instrumentos computarizados dándole la situación exacta de cada elemento en funcionamiento a bordo, la situación de cada caja de embalaje, el número y disposición de cada persona entre la tripulación y pasajeros. (Ninguno de esos debía quedar detrás. ¡Abandonar a alguno era impensable!)
Había una vista televisiva de trescientos sesenta grados del panorama fuera de la nave, y la miró pensativamente. Estaba contemplando el lugar desde el cual se había producido la entrada del hombre en el espacio en los viejos y heroicos días. Era desde allí que la gente se había lanzado hacia arriba para construir las primeras estructuras espaciales…, estaciones de energía que renqueaban…, factorías automatizadas que requerían un mantenimiento constante…, colonias del espacio que apenas albergaban a diez mil personas.
Ahora el enorme y atestado centro tecnológico había desaparecido. Fragmento a fragmento había ido siendo demolido hasta que tan sólo quedaba una estructura para la partida de la última lanzadera. Esa estructura quedaría allí de pie, una vez hubiera partido la nave, para oxidarse y desmoronarse como último y triste recuerdo de todo lo que había sido.
¿Cómo podía la gente de la Tierra olvidar así el pasado?
Todo lo que podía ver era tierra y mar… todo desierto. No había señal alguna de estructura humana, ninguna persona. Tan sólo vegetación verde, arena amarilla, agua azul.
¡Ya era la hora! Su entrenado ojo captó que la nave estaba llena, preparada, en perfecto funcionamiento. La cuenta atrás estaba tictaqueando el minuto final, el satélite auxiliar para la navegación sobre sus cabezas señalaba espacio limpio, y no había necesidad (sabía muy bien que no la había) de tocar el control manual.
La nave se elevó silenciosa y suavemente, y todo aquello para lo que se había estado trabajando a lo largo de un período de doscientos años se cumplió finalmente. En el espacio, la humanidad aguardaba en la Luna, en Marte, entre los asteroides, en miríadas de colonias del espacio.
El último grupo de gente de la Tierra se elevaba para unirse a ellos. Tres millones de años de ocupación homínida de la Tierra habían terminado; diez mil años de civilización en la Tierra habían sido cubiertos; cuatro siglos de ajetreada industrialización acababan de terminar.
La Tierra había vuelto a su salvajismo y a su vida silvestre gracias a una humanidad agradecida a su planeta madre y dispuesta a concederle el descanso que se merecía. Quedaría para siempre como un monumento al origen de la humanidad.
La última lanzadera se alzó por entre los vestigios de la estratosfera, y la Tierra se extendió bajo ella y fue empequeñeciéndose a medida que la lanzadera seguía su camino.
Los quince mil millones de residentes del espacio habían aceptado solemnemente que los pies humanos no volverían a hollarla.
¡La Tierra era libre! ¡Finalmente libre!
“The Winds of Change”
Jonas Dinsmore penetró en la Sala del Presidente del Club de la Facultad a su manera característica, como si fuera consciente de hallarse en un lugar al que pertenecía pero en el cual no era aceptado. La pertenencia se adivinaba en la seguridad de su paso y en el ruido casual de sus pies mientras caminaba. La no aceptación residía en las rápidas miradas de soslayo que lanzaba al entrar, una rápida revisión de cuántos enemigos había presentes.
Era profesor ayudante de física, y no era muy apreciado.
Había otras dos personas en la habitación, y Dinsmore podía considerarlas a las dos como enemigos, sin ser tomado por paranoide por ello.
Una era Horatio Adams, el viejo jefe del departamento que, sin haber hecho nunca ni una sola cosa que fuera notable, había acumulado sin embargo un enorme respeto por las numerosas cosas no remarcables pero perfectamente correctas que había hecho. El otro era Carl Muller, cuyo trabajo en la Teoría del Gran Campo Unificado lo había situado en la línea del Premio Nobel (que daba como probable), y de la presidencia de la universidad (que daba como segura).