Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Una vez, años atrás, un funcionario gubernamental de la Oficina de Robots y Hombres Mecánicos le había reprochado:
—No puede hacer eso. Interfiere en la eficacia de los robots. Están construidos para cumplir órdenes y, cuanto más claras sean, mejor las cumplirán. Cuando usted les habla con tanta amabilidad, les cuesta entender que están recibiendo una orden. Reaccionan con más lentitud.
La señora Lardner irguió su cabeza aristocrática.
—Yo no pido celeridad ni eficacia. Pido buena voluntad. Mis robots me aman.
El funcionario gubernamental pudo haberle explicado que los robots no aman, pero enmudeció ante la ofendida, aunque tierna mirada de aquella dama.
Era bien sabido que la señora Lardner jamás devolvía un robot a la fábrica para que lo repararan. Los cerebros positrónicos son complejísimos, y en uno de cada diez el ajuste no es perfecto al salir de la fábrica. A veces, el error tarda en manifestarse, pero la compañía Robots y Hombres Mecánicos siempre los repara gratuitamente.
La señora Lardner sacudía la cabeza.
—Una vez que un robot está en mi casa, y en tanto cumpla sus deberes, estoy dispuesta a tolerar pequeñas excentricidades. No permitiré que lo maltraten.
Era imposible tratar de explicarle que un robot era sólo una máquina.
—Nada que sea tan inteligente como un robot puede ser sólo una máquina —replicaba—. Yo los trato como personas.
En eso era terminante.
Incluso conservó a Max, que era casi inservible. No entendía lo que se esperaba de él. Pero la señora Lardner lo negaba enfáticamente:
—En absoluto —declaraba con firmeza—. Puede recoger sombreros y abrigos y los guarda muy bien. Es capaz de sostener objetos. Sabe hacer muchas cosas.
—¿Pero por qué no haces que lo reparen? —le preguntó una vez una amiga.
—¡Oh, no podría! Se trata de su personalidad. Es adorable, ¿sabes? A fin de cuentas, un cerebro positrónico es tan complejo que nadie puede comprender qué le pasa. Si lo hicieran totalmente normal, ningún ajuste le devolvería ese carácter adorable. No quiero renunciar a eso.
—Pero si tiene problemas de ajuste —objetó la amiga, mirando nerviosamente a Max—, ¿no podría resultar peligroso?
Jamás —negó la señora Lardner, y soltó una carcajada—. Lo tengo desde hace años. Es totalmente inofensivo y muy entrañable.
En realidad, su aspecto era el de cualquier otro robot: liso, metálico, vagamente humano, pero inexpresivo.
Para la dulce señora Lardner, sin embargo, todos eran individuos y todos eran tiernos y adorables. Así era esa mujer.
¿Cómo pudo cometer un homicidio?
Nadie habría imaginado que John Semper Travis pudiera ser víctima de un asesinato. Introvertido y gentil, estaba en el mundo, pero vivía en otra parte. Tenía una mentalidad matemática que le permitía urdir el complejo tapiz de sendas cerebrales positrónicas de una mente de robot.
Era ingeniero jefe de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos.
Pero también era un ferviente aficionado a la escultura lumínica. Había escrito un libro sobre el tema, tratando de demostrar que el tipo de matemática que él utilizaba en las sendas cerebrales positrónicas se podía transformar en una guía para la producción de bellas esculturas lumínicas.
Sin embargo, su intento de llevar la teoría a la práctica resultó un estruendoso fracaso. Las esculturas que él producía, siguiendo sus principios matemáticos, salían obtusas, mecánicas y anodinas.
Era la única causa de infelicidad en su vida apacible, introvertida y segura, pero le producía una enorme infelicidad. Sabía que sus teorías eran correctas, sólo que no lograba ponerlas en práctica. Si tan sólo pudiera crear una gran obra de escultura lumínica…
Naturalmente, conocía las esculturas de la señora Lardner. Todo el mundo la aclamaba como a un genio, pero Travis sabía que la buena señora no comprendía ni siquiera los aspectos más simples de la matemática robótica. Mantenía correspondencia con ella, pero la mujer se negaba a explicar sus métodos y Travis se preguntaba si tendría alguno. ¿No sería mera intuición? Pero hasta la intuición se podía reducir a matemática. A1 fin, logró obtener una invitación para una de las fiestas de la señora Lardner. Necesitaba verla.
Travis llegó tarde. Había estado intentando crear otra escultura lumínica y había fracasado. Saludó a la señora Lardner con una especie de respeto reverencial y comentó:
—Qué extraño era el robot que recogió mi sombrero y mi abrigo.
—Es Max —dijo la señora Lardner.
—Tiene problemas de ajuste y es un modelo bastante antiguo; ¿por qué no lo ha devuelto a la fábrica?
—Oh, no. Sería demasiada molestia.
—En absoluto, señora Lardner. Le sorprendería saber lo sencilla que es la tarea. Como yo trabajo en la empresa, me he tomado la libertad de ajustarlo por mi cuenta. Lo hice en un santiamén, y usted verá que ahora funciona perfectamente.
La señora Lardner fue presa de una transfiguración. Se enfureció por primera vez en su dulce vida, y parecía como si ni siquiera supiese fruncir el ceño.
—¿Lo ha reparado? ¡Era él quien creaba mis esculturas lumínicas! ¡Era el desajuste, ese desajuste, lo que ya no se puede volver a reproducir, ese…, ese…!
Fue una verdadera desgracia que hubiese estado mostrando su colección y que la daga enjoyada de Camboya estuviera sobre la mesa de mármol a tan poca distancia.
El rostro de Travis también estaba transfigurado.
—¿Quiere decir que si yo hubiera estudiado sus sendas cerebrales desajustadas podría haber aprendido…?
Ella se abalanzó con la daga a tal velocidad que nadie pudo detenerla, y él no intentó esquivarla. Algunos comentaron que Travis le había salido al encuentro, como si deseara morir.
“Stranger in Paradise”
Eran hermanos. No en el sentido de que ambos fueran seres humanos o porque hubiesen nacido en el mismo asilo. En absoluto. Eran hermanos en el sentido más biológico del término. Eran parientes, por utilizar un vocablo que se había vuelto arcaico siglos atrás, antes de la Catástrofe, cuando la familia, ese fenómeno tribal, aún conservaba cierta validez. ¡Qué embarazoso era!
Anthony casi lo había olvidado en los años transcurridos desde la infancia. A veces pasaba varios meses sin pensar en ello. Pero desde que lo habían unido inextricablemente con Willíam vivía momentos de abrumadora zozobra.
No habría sido así si las circunstancias lo hubieran evidenciado desde siempre; si, como en la época anterior a la Catástrofe (Anthony era un gran lector de historia), hubieran compartido el apellido, poniendo de manifiesto el parentesco.
En el presente uno adoptaba un apellido y lo cambiaba cuando quería. A fin de cuentas, lo que contaba era la cadena simbólica, que estaba codificada y se imponía desde el nacimiento.
William se apellidaba Anti-Aut. Insistía en ello con una especie de sobrio profesionalismo. Era asunto suyo, desde luego, pero ese apellido no dejaba de ser un aviso de mal gusto. Anthony optó por el de Smith a los trece años y nunca lo había cambiado. Era sencillo, fácil de escribir y muy personal, pues no conocía a nadie que hubiera escogido ese nombre. En otros tiempos fue un apellido muy común, antes de la Catástrofe, lo cual tal vez explicara su actual rareza.
Pero la diferencia de apellido no significaba nada cuando ambos estaban juntos. Eran iguales.
Si hubieran sido mellizos… Pero nunca se permitía que un par de óvulos gemelos llegara a su término. Era sólo esa similitud física que a veces se presentaba entre los no gemelos, especialmente cuando el parentesco provenía de ambos lados. Anthony Smith era cinco años menor, pero ambos tenían nariz aguileña, párpados gruesos y esa hendidura apenas visible en la barbilla; una mala pasada del azar de la genética. Se trataba de un problema previsible cuando los padres actuaban impulsados por una cierta pasión por la monotonía.
Al principio, una vez que estuvieron juntos, atraían esas miradas de sorpresa que van seguidas de un significativo silencio. Anthony trataba de ignorarlo, pero William perversamente comentaba:
—Somos hermanos.
—¿Ah, sí? —decía el desconcertado interlocutor, como deseando preguntar si eran hermanos de sangre.
Luego, los buenos modales se imponían y el interlocutor cambiaba de tema. Pero esa situación era infrecuente. La mayoría de las personas del Proyecto conocía la situación (¿cómo impedirlo?) y procuraba evitarla.
William no era mala persona. En absoluto. Si no hubiese sido hermano de Anthony o si hubiesen podido ocultar que eran hermanos, se habrían llevado maravillosamente.
Pero en esas circunstancias…
Para colmo, jugaron juntos en la infancia y compartieron las primeras etapas de la educación en el mismo asilo, merced a ciertas maniobras de su madre. Tras tener dos hijos del mismo padre y alcanzar así el límite (pues no había cumplido los exigentes requisitos para tener un tercero), se empecinó en visitarlos a ambos en el mismo viaje. Era una mujer extraña.
William fue el primero en abandonar el asilo, ya que era el mayor. Se dedicó a la ciencia, a la ingeniería genética. Anthony se enteró de ello, cuando aún estaba en el asilo, por una carta de la madre. Por entonces tenía ya edad suficiente para hablarle con firmeza a la matrona, y así las cartas se interrumpieron. Pero siempre recordaba que la última le había causado una dolorosa vergüenza.
Anthony también se dedicó a la ciencia. Tenía aptitudes y lo habían alentado. Recordaba haber sentido el sofocante temor (profético, comprendía ahora) de encontrarse con su hermano y estudió telemetría, una disciplina totalmente alejada de la ingeniería genética… Eso creía él, al menos.
Hasta que las complejidades del Proyecto Mercurio modificaron las circunstancias.
Cuando el Proyecto parecía encontrarse atascado en un callejón sin salida, alguien hizo una sugerencia que salvó la situación y, al mismo tiempo, puso a Anthony en el dilema que sus padres le habían preparado. Lo más irónico fue que el propio Anthony, cándidamente, había hecho esa sugerencia.
William Anti-Aut conocía la existencia del Proyecto Mercurio, pero sólo igual que conocía la existencia de la vasta sonda estelar que estaba en camino desde antes de su nacimiento y seguiría en camino después de su muerte, y lo mismo que conocía la existencia de una colonia marciana y la existencia de un proyecto para fundar colonias similares en los asteroides. Esas cosas flotaban en la periferia de su mente y carecían de importancia. Los planes espaciales jamás le llamaron la atención hasta que un día leyó un informe que incluía fotografías de algunos de los participantes en el Proyecto Mercurio.
Primero lo intrigó que uno de esos hombres se llamara Anthony Smith. Recordaba el extraño apellido que había escogido su hermano y recordaba también el Anthony. No podía haber dos Anthony Smith.
Luego, miró la fotografía y esa cara le resultó inconfundible. Se miró en el espejo, como si quisiera cerciorarse. En efecto, la cara era inconfundible.
Le pareció divertido, pero también lo inquietaba, pues se daba cuenta de la posibilidad de crear desconcierto. Hermanos de sangre, por utilizar esa desagradable expresión. ¿Pero qué hacer al respecto? ¿Cómo corregir la falta de imaginación de su padre y de su madre?
Sin duda se guardó el informe en el bolsillo, por distracción, cuando se disponía a salir para el trabajo, pues se lo encontró a la hora del almuerzo. Lo miró de nuevo. Anthony tenía aspecto de ser inteligente. Era una magnífica reproducción; las impresiones solían tener muy buena calidad en esos tiempos.
Su compañero Marco (que cada semana usaba un apellido nuevo) preguntó con curiosidad:
—¿Qué estás mirando, William?
Sin reflexionar, le pasó la reproducción.
—Ése es mi hermano —dijo, y fue como cerrar la mano en torno de una ortiga.
Marco estudió la foto frunciendo el ceño.
—¿Quién? ¿El tipo que está junto a ti?
—No, el tipo que es como yo. El hombre que se parece a mí. Es mi hermano.
La pausa se prolongó. Marco le devolvió la reproducción.
—¿Hermano de los mismos progenitores? —preguntó con cautela.
—Sí.
—¿Padre y madre?
—Sí.
—¡Eso es ridículo!
—Supongo que sí —asintió William, y suspiró—. Según este informe, él trabaja en telemetría en Texas y yo trabajo aquí en autística. ¿Qué más da?
Willian le quitó importancia y más tarde tiró la reproducción a la basura. No quería que su pareja actual la viera. Esa chica tenía un grosero sentido del humor que a Willian le resultaba cada vez más molesto. Se alegraba de que ella no deseara tener un hijo. Él ya había tenido uno hacía varios años. Aquella muchacha morena, Laura o Linda, había colaborado.
Tiempo después, por lo menos un año, surgió el asunto de Randall. Si William no había pensado en su hermano hasta entonces, después ni siquiera tuvo tiempo.
Randall tenía dieciséis años cuando William se enteró de su existencia. El chico vivía cada vez más recluido en sí mismo y el asilo de Kentucky donde lo educaban decidió eliminarlo. Sólo faltaban unos diez días para la aniquilación cuando alguien decidió presentar un informe al Instituto Neoyorquino de Ciencias del Hombre (comúnmente denominado Instituto Homológico).
William recibió ese informe en medio de muchos otros, y la descripción de Randall no le llamó la atención. Pero debía emprender uno de esos tediosos viajes en transporte de masas a los asilos y había una probabilidad interesante en Virginia Oeste. Fue allá (se quedó tan desilusionado que juró por quincuagésima vez que a partir de entonces realizaría esas visitas por imagen televisiva) y una vez allí pensó en visitar el asilo de Kentucky antes de regresar.
No esperaba nada.
Pero al cabo de diez minutos de estudiar el patrón genético de Randall decidió llamar al instituto para pedir un cálculo informático. Luego se reclinó en el asiento y sudó un poco al pensar que había ido allí por un impulso de último momento y que sin ese impulso Randáll habría sido eliminado una semana después. Para describirlo con mayor detalle, le habrían inyectado indoloramente una droga que hubiera circulado por la corriente sanguínea, sumiéndolo en un sueño apacible que se iría haciendo gradualmente más profundo hasta llegar a la muerte. La droga tenía un nombre oficial de veintitrés sílabas, pero William la llamaba «nirvanamina», como todos los demás.