Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¡Y yo que pensaba que el espacio exterior estaba vacío!
—Casi vacío, querida mía, y ese «casi» es bastante exacto. Cuando viajas a ciento cincuenta mil kilómetros por segundo, se puede sacar y comprimir bastante hidrógeno, aunque haya sólo algunos átomos por centímetro cúbico. Y las pequeñas cantidades de hidrógeno al fusionarse proporcionan la energía que necesitamos. En las nubes, el hidrógeno suele ser aún más denso, pero las impurezas pueden causar problemas, como ocurre en este caso.
—¿Cómo sabe usted que hay impurezas?
—Porque de lo contrario el señor Viluekis no hubiera apagado el tubo de fusión. Después del hidrógeno, los elementos más comunes en el universo son el helio, el oxígeno y el carbono. Si las bombas de fusión están paradas, significa que falta el combustible, es decir, el hidrógeno, y que hay algo que puede dañar el complejo sistema de fusión. No puede ser helio, que es inofensivo. Tal vez sean grupos de hidroxilo, una combinación de oxígeno e hidrógeno. ¿Entiendes?
—Creo que sí. Estudié Ciencias Generales en la universidad y estoy recordando algo. El polvo consiste en grupos de hidroxilo adherídos a granos de polvo sólidos.
—O libres en estado gaseoso. En dosis moderadas, el hidroxilo no es demasiado peligroso para el sistema de fusión, pero los compuestos de carbono sí. El formaldehido es el más probable, y yo estimaría que hay una proporción de uno por cada cuatro hidroxilos. ¿Entiendes ahora?
—No —dijo Cheryl sin rodeos.
—Esos compuestos no se fusionan. Si los calientas a unos pocos cientos de millones grados, se descomponen en átomos simples y la concentración de oxígeno y carbono daña el sistema. ¿Pero por qué no absorberlos a temperaturas comunes? El hidroxilo se combinará así con el formaldehido después de la compresión, en una reacción química que no causará daño al sistema. A1 menos, estoy seguro de que un buen fusionista podría modificar el sistema de tal modo para manipular una reacción química a temperatura ambiente. La energía de la reacción se puede almacenar y, al cabo de un tiempo, habrá suficiente para posibilitar un salto.
—Pero no lo entiendo del todo. Las reacciones químicas producen muy poca energía, comparadas con la fusión.
—Tienes toda la razón, querida. Pero no necesitamos mucha cantidad. El salto anterior nos dejó con energía insuficiente para un segundo salto inmediato, ésas son las normas; pero apuesto a que tu amigo el fusionista se encargó de que faltara la menor cantidad posible de energía. Los fusionistaaas suelen hacerlo. La escasa cantidad adicional que se requiere para alcanzar la ignición se puede obtener a partir de reacciones químicas comunes. Luego, una vez que el salto nos saque de la nube, una travesía de una semana nos permitirá llenar los tanques de energía y podremos continuar sin problemas. Desde luego…
Martand enarcó las cejas y se encogió de hombros.
—¿Sí?
—Desde luego, si por alguna razón el señor Viluekis se demora, puede haber problemas. Cada día que pasamos sin saltar se consume energía por la vida cotidiana de la nave, y al cabo de un tiempo las reacciones químicas no nos suminitrarán la energía necesaria para la ignición. Espero que no tarde demasiado.
—Bien, ¿por qué no se lo dice? Ahora.
Martand meneó la cabeza.
—¿Decirle algo a un fusionista? Imposible, querida.
—Entonces lo haré yo.
—Oh, no. Sin duda se le ocurrirá a él mismo. Te hago una apuesta, querida. Dile lo que te he dicho y dile también que he dicho que él ya lo había pensado y que el tubo de fusión ya estaba funcionando. Y, por supuesto, si gano…
Martand sonrió. Cheryl también sonrió y dijo:
—Ya veremos.
Martand la siguió con los ojos, sin pensar precisamente en Viluekis. No se sorprendió cuando un guardia apareció de pronto.
—Por favor, acompáñeme, señor Martand.
—Gracias por dejarme terminar —susurró Martand en un tono tranquilo—. Temí que no me lo permitiera.
El capitán tardó unas seis horas en recibirlo. Martand estaba encarcelado (así lo entendía él) en solitario, pero la situación no era molesta. Finalmente lo recibió el capitán, que parecía más fatigado que hostil.
—Me han comunicado que usted difundía rumores destinados a sembrar el pánico entre los pasajeros. Es una acusación grave.
—Hablé con una sola pasajera, señor, y con un propósito.
—En efecto. Le pusimos de inmediato bajo vigilancia y tengo un informe bastante completo de la conversación que usted entabló con Cheryl Winter. Fue la segunda conversación sobre el tema.
—Sí.
—Al parecer, usted deseaba que lo esencial de la conversación le fuera comunicado al señor Viluekis.
—Sí, señor.
—¿No pensó en acudir personalmente al señor Viluekis?
—Dudo que me hubiera escuchado.
—¿Por qué no acudió a mí?
—Tal vez usted me hubiera escuchado, pero ¿cómo le hubiera pasado la información al señor Viluekis? También tendría que haber recurrido a la señorita Winter. Los fusionistas tienen sus peculiaridades.
El capitán asintió distraídamente.
—¿Qué esperaba usted que ocurriera cuando la señorita Winter le pasara la información al señor Viluekis?
—Tenía la esperanza de que él se mostrara menos a la defensiva con la señorita Winter que con otras personas, que se sintiera menos amenazado. Esperaba que se echara a reír y dijera que era una idea sencilla, que ya se le había ocurrido a él mucho antes y que las palas ya estaban trabajando con el propósito de generar la reacción química. Luego, en cuanto se librara de la señorita Winter, activaría las palas a toda prisa y le comunicaría la decisión a usted, señor, omitiendo toda referencia a mi persona o a la señorita Winter.
—¿No pensó que podría desechar la idea como impracticable?
—Existía ese riesgo, pero no ocurrió así.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque media hora después de mi detención las luces de la habitación donde me hallaba se pusieron más tenues y no recobraron el brillo. Supuse que el gasto de energía de la nave se estaba reduciendo al mínimo, y también supuse que Viluekis se estaba valiendo de todo el suministro disponible con el fin de que la reacción química le proporcionara energía para la ignición.
El capitán arrugó el entrecejo.
—¿Por qué estaba tan seguro de poder manipular al señor Viluekis? Sin duda usted nunca ha tratado con fusionistas.
—Ah, pero enseño en octavo curso. He tratado con otros niños.
El capitán permaneció impertérrito unos instantes, pero al fin sonrió.
—Usted me resulta simpático, señor Martand, pero eso no va a ayudarle. Sus expectativas se cumplieron, casi tal como usted esperaba. ¿Pero entiende usted las consecuencias?
—Las entenderé si usted me lo explica.
—El señor Viluekis tuvo que evaluar su sugerencia y decidir al instante si era práctica. Hubo de introducir varios ajustes en el sistema para permitir reacciones químicas sin eliminar la posibilidad de una fusión futura. Tenía que determinar el máximo porcentaje con seguridad de reacción, la cantidad de energía almacenada que debía ahorrar, el punto en que la ignición se podría intentar sin peligro, y la clase y la índole del salto. Todo se debía hacer deprisa y sólo un fusionista podía hacerlo. Más aún, no cualquier fusionista podía hacerlo. Viluekis es excepcional incluso entre los fusionistas. ¿Entiende?
—Perfectamente.
El capitán miró al reloj de la pared y activó su ventana. El cielo estaba tan negro como en los dos últimos días.
—El señor Viluekis me ha informado de la hora en la que intentaremos la ignición para el salto. Piensa que funcionará y confío en su juicio.
—Si se equivoca —dijo sombríamente Martand—, tal vez nos encontremos en la misma situación que antes, sólo que privados de energía.
—Lo sé, y como tal vez usted se sienta algo responsable por haber metido la idea en la cabeza del fusionista pensé que le gustaría compartir estos escasos momentos de espera que nos quedan.
Ambos hombres callaron, observando la pantalla, mientras los segundos y los minutos pasaban deprisa. Hanson no había mencionado el momento justo, así que Martand no tenía modo de saber cuán inminente era. Sólo podía mirar de soslayo al capitán, que conservaba un semblante deliberadamente inexpresivo.
Y luego sintió ese extraño retortijón que desaparecía de inmediato, como una contracción en la pared abdominal. Habían saltado.
—¡Estrellas! —exclamó Hanson con un jadeo de satisfacción. Una explosión de astros iluminaba la pantalla y Martand no recordaba haber presenciado un espectáculo más agradable en toda su vida—. Y en el segundo exacto. Una magnífica tarea. Ahora carecemos de energía, pero nos reabasteceremos en unos días y durante ese tiempo los pasajeros tendrán la posibilidad de contemplar las vistas.
Martand se sentía demasiado aliviado para hablar. El capitán se volvió hacia él.
—Bien, señor Martand. Su idea fue meritoria. Podría argumentarse que ha salvado la nave y a todos sus ocupantes. También se podría argumentar que al señor Viluekis se le habría ocurrido pronto. Pero no habrá discusiones sobre ello, pues la participación de usted no se puede difundir. El señor Viluekis realizó la tarea y fue un alarde de virtuosismo, aunque usted la haya inspirado. Él recibirá los elogios y los grandes honores. Usted no recibirá nada.
Martand calló un instante.
—Entiendo —dijo al fin—. Un fusionista es indispensable y yo no cuento para nada. Si se lastima el orgullo del señor Viluekis, puede volverse inútil para usted, y usted no puede perderlo. En cuanto a mí…, bien, que sea como usted dice. Hasta pronto, capitán.
—No tan deprisa. No podemos confiar en usted.
—No diré nada.
—Tal vez no tenga la intención, pero eso no basta. No podemos correr el riesgo. Durante el resto del vuelo permanecerá en arresto domiciliario.
—¿Por qué? —exclamó Martand—. Le he salvado a usted y a la maldita nave… y al fusionista.
—Exactamente por eso. Por salvarlo. Así funcionan las cosas.
—¿Dónde está la justicia?
El capitán sacudió lentamente la cabeza.
—Es un bien raro, lo admito, y a veces demasiado costoso. Ni siquiera podrá regresar a su habitación. No verá a nadie durante el resto del viaje.
Martand se frotó la barbilla.
—No creo que lo diga literalmente, capitán.
—Me temo que sí.
—Pero hay otra persona que podría hablar… accidentalmente y sin proponérselo. Será mejor que también ponga a la señorita Winter bajo arresto domiciliario.
—¿Y que duplique la injusticia?
—La mutua compañía es un buen consuelo para los infortunados —sugirió Martand.
Y el capitán sonrió.
—Tal vez tenga usted razón —dijo.
“Light Verse”
Nadie habría imaginado que la señora Avis Lardner fuese capaz de cometer un asesinato. Viuda del gran mártir astronauta, era filántropa, coleccionista de arte, magnífica anfitriona y —todos convenían en ello— un genio artístico. Pero ante todo era el ser humano más tierno y gentil que se podía imaginar.
Su esposo William J. Lardner pereció, como todos sabemos, por los efectos de la radiación de una explosión solar, después de haberse quedado en el espacio para que una nave de pasajeros pudiera llegar a la Estación Espacial 5.
La señora Lardner recibió una generosa pensión por eso y la invirtió con prudencia y buen tino. En su madurez había amasado una gran fortuna.
Su casa era una exposición, un auténtico museo que contenía una pequeña, pero muy selecta colección de bellísimas gemas. Había obtenido reliquias procedentes de diversas culturas, toda clase de objetos enjoyados que pertenecieron a la aristocracia de esas culturas. Poseía uno de los primeros relojes de pulsera manufacturados en Estados Unidos, una daga enjoyada de Camboya, un enjoyado par de gafas de Italia, y un largo etcétera casi interminable.
Todo estaba expuesto. Los objetos no estaban asegurados, y no había las medidas de seguridad habituales. No se necesitaban precauciones convencionales, pues la señora Lardner disponía de muchos robots que custodiaban cada objeto con imperturbable concentración, irreprochable honestidad e impecable eficacia.
Todo el mundo conocía la existencia de esos robots y jamás hubo denuncia de ningún intento de robo.
Además estaban sus esculturas lumínicas. Ninguno de los invitados a sus muchas y lujosas fiestas sabía cómo la señora Lardner había descubierto su genio para ese arte. Pero en toda ocasión en que la casa acogía huéspedes una nueva sinfonía de luces titilaba en las habitaciones; curvas y sólidos tridimensionales y de colores diluidos, algunos puros y otros combinados en efectos sorprendentes y cristalinos, que bañaban a los maravillados huéspedes e infundían belleza al blanco cabello y el suave cutis de la señora Lardner.
Los huéspedes quedaban deslumbrados por las esculturas lumínicas. Nunca eran las mismas y nunca cesaban de explorar nuevos caminos experimentales. Muchas personas que podían costearse fotoconsolas preparaban esculturas lumínicas para entretenerse, pero nadie podía emular la pericia de la señora Lardner. Ni siquiera los que se consideraban artistas profesionales.
Ella se lo tomaba con encantadora modestia.
—No, no —protestaba cuando la elogiaban con arrebatos de lirismo—. Yo no diría que mis esculturas de luz son «poesía de luz». Eso es demasiado halagüeño. A lo sumo diría que son «versos luminosos». —Y todos celebraban su ingenio con una sonrisa.
Aunque a menudo se lo pedían, nunca creaba esculturas de luz para ninguna otra ocasión que no fueran sus propias fiestas.
—No quiero comercializarme —declaraba.
Sin embargo, no se oponía a preparar refinados hologramas de sus esculturas para que gozaran de perdurabilidad y se reprodujesen en museos de arte de todo el mundo. Y nunca cobraba nada por el uso de sus esculturas lumínicas.
—No podría pedir un céntimo —decía, extendiendo los brazos—. Es gratis para todos. A fin de cuentas, yo no sabría qué hacer con ellas.
¡Y era verdad! Nunca utilizaba la misma escultura lumínica dos veces.
Cuando se tomaban los hologramas, ella era la viva imagen de la colaboración. Vigilaba benignamente a cada paso y siempre les ordenaba a sus criados robots que ayudaran.
—Por favor, Courtney, ¿serías tan amable de ajustar esa escalerilla?
Era su modo de ser. Siempre se dirigía a sus robots con la cortesía más formal.