Cuentos completos (193 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
8.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

William volvió a Nueva York con cierto alivio. No planeaba quedarse en Nueva York (¿quién lo hubiera sospechado dos meses atrás?), pero había mucho que hacer en el Instituto Homológico.

Celebró nuevas reuniones para explicarles a los del grupo del laboratorio qué sucedía, por qué tenía que despedirse y cómo debían continuar sus propios proyectos sin él. Luego, regresó a Dallas, con el equipo esencial y en compañía de dos jóvenes ayudantes, para lo que sería una estancia indefinida.

William no miró atrás, figuradamene hablando. Ya no pensaba en el laboratorio. Estaba totalmente consagrado a su nueva tarea.

7

Fue el peor periodo para Anthony. En vez de sentir alivio por la ausencia de William, sintió mayor ansiedad porque abrigaba la esperanza de que su hermano no regresara. Tal vez enviara un delegado, otra persona. Alguien con otro rostro, para que Anthony no tuviera la sensación de ser la mitad de un monstruo de dos espaldas y cuatro piernas.

Pero William regresó. En el aeropuerto, Anthony observó el silencioso descenso del avión y vio cómo los pasajeros bajaban a lo lejos. E incluso a esa distancia reconoció a William.

Era definitivo. Anthony se marchó.

Esa tarde fue a ver a Dmitri.

—Sin duda no es necesario que me quede, Dmitri. Hemos elaborado los detalles y algún otro puede reemplazarme.

—No, no —rechazó Dmitri—. Fue idea tuya. Debes llevarla a buen puerto. No tiene sentido repartir los méritos.

Anthony pensó: Nadie correrá el riesgo, todavía es posible el fracaso y yo debía haberlo sabido. Y lo había sabido, pero dijo con expresión impasible:

—Comprenderás que no puedo trabajar con William.

—¿Por qué no? —Dmitri fingió sorpresa—. Lo habéis hecho muy bien.

—He tenido que esforzarme, Dmitri, y ya no aguanto la tensión. ¿Te crees que no sé cómo lo ven los demás?

—¡Mi buen amigo! Le das demasiada importancia. Claro que los demás miran. A fin de cuentas, son humanos. Pero se acostumbrarán. Yo ya estoy acostumbrado.

Mientes, gordo embustero, pensó Anthony.

—Pues yo no —replicó.

—No adoptas la actitud apropiada. Tus padres eran excéntricos, pero no delincuentes. Sólo excéntricos, sólo excéntricos. No es culpa tuya ni de William. Ninguno de vosotros es responsable.

—Llevamos la marca —se obstinó Anthony, acercándose la mano a la cara.

—No hay tal marca. Yo veo diferencias. Tú pareces más joven. Tienes el cabello más ondulado. Hay similitud sólo a primera vista. Vamos, Anthony, tendrás todo el tiempo que necesites, toda la ayuda que requieras, todo el equipo que puedas usar. Estoy seguro de que dará excelentes resultados. Piensa en la satisfacción…

Anthony cedió y convino en que al menos ayudaría a William a instalar el equipo. William también parecía seguro de que daría excelentes resultados. No de un modo fanático, como Dmitri, sino con una cierta serenidad.

—Sólo se trata de hallar las conexiones apropiadas —le explicó—, aunque admito que ese «sólo» es un gran obstáculo. Tú te encargarás de proyectar impresiones sensoriales en una pantalla independiente para que podamos ejercer…, bien, no podemos decir control manual, ¿verdad? Pues para que podamos ejercer un control intelectual si tenemos que imponernos, en caso de ser necesario.

—Puede hacerse —afirmó Anthony.

—Entonces, manos a la obra… Mira, necesitaré por lo menos una semana para realizar las conexiones y cerciorarme de que las instrucciones…

—La programación —le corrigió Anthony.

—Bien, este lugar es tuyo, así que utilizaré tu terminología. Mis ayudantes y yo programaremos el Ordenador Mercurio, pero no a tu manera.

—Claro que no. Esperamos que un homólogo cree un programa mucho más sutil de lo que podría hacerlo un mero telemetrista.

Había un manifiesto autodesprecio en esas palabras irónicas. William pasó por alto el tono y aceptó las palabras.

—Comenzaremos de un modo sencillo —dijo—. Le ordenaremos al robot que camine.

8

Una semana después, el robot caminaba por Arizona, a cientos de kilómetros de distancia. Andaba rígidamente y a veces se caía y a veces tropezaba con un obstáculo y a veces giraba sobre un pie para ir en una dirección inesperada.

—Es un bebé que aprende a caminar —señaló William.

Dmitri aparecía de vez en cuando para enterarse de los progresos.

—Es notable —decía.

Anthony no lo consideraba notable. Transcurrieron semanas, meses. El robot progresaba cada vez más, a medida que el Ordenador Mercurio respondía a una programación gradualmente más compleja. (Wílliam tendía a llamar «cerebro» al Ordenador Mercurio, pero Anthony no lo permitía.) Sin embargo, los progresos no eran suficientes.

—No es suficiente, William —dijo finalmente, tras haberse pasado la noche anterior en vela.

—¿No es curioso? —replicó William—. Yo iba a decir que casi lo teníamos resuelto.

Anthony mantuvo la compostura con cierta dificultad. La tensión de trabajar con su hermano y observar los tambaleos del robot era más de lo que podía resistir.

—Voy a renunciar, William. A todo el proyecto. Lo lamento… No es por ti.

—Es por mí, Anthony.

—No es sólo por ti. Es el fracaso. No lo lograremos. El robot es muy torpe, aunque está en la Tierra, a cientos de kilómetros, cuando la señal tarda apenas una fracción de segundo en ir y venir. En Mercurio habrá minutos de demora, minutos que el Ordenador Mercurio deberá tener en cuenta. Es una locura pensar que funcionará.

—No renuncies, Anthony. No puedes renunciar ahora. Sugiero que hagamos enviar el robot a Mercurio. Estoy convencido de que se encuentra preparado.

Anthony soltó una carcajada insultante.

—Estás loco, William.

—No. Tú crees que en Mercurio será más difícil, pero no es así. Es más difícil en la Tierra. Este robot está diseñado para moverse en una gravedad que es un tercio de la terrestre, y en Arizona funciona con gravedad plena. Está diseñado para cuatrocientos grados centígrados, y ahora funciona con treinta grados. Está diseñado para el vacío, y ahora funciona en una niebla atmosférica.

—Ese robot puede resistir la diferencia.

—La estructura metálica sí, pero ¿qué me dices del ordenador? No funciona bien con un robot que no está en el ámbito para el cual ha sido diseñado… Mira, Anthony, si quieres un ordenador tan complejo como un cerebro, tendrás que permitirle ciertas peculiaridades… Hagamos un trato. Si colaboras conmigo para insistir en que envíen el robot a Mercurio, eso nos llevará seis meses y yo me tomaré un permiso sabático durante ese tiempo. Te librarás de mí.

—¿Quién se encargará del Ordenador Mercurio?

—Tú ahora entiendes cómo funciona, y mis dos ayudantes se quedarán aquí para ayudarte.

Anthony sacudió la cabeza en un gesto desafiante.

—No puedo responsabilizarme del ordenador ni de sugerir que envíen el robot a Mercurio. No funcionará.

—Yo estoy seguro de que sí.

—No puedes estar seguro. Y la responsabilidad es mía. Yo cargaré con la culpa. Para ti no será nada.

Anthony recordaría aquello como un momento crucial. William pudo haber accedido. Anthony habría renunciado. Todo se habría perdido.

—¿Nada? —replicó William, en cambio—. Mira, papá estaba prendado de mamá. Bien, yo también lo lamento. Lo lamento muchísimo, pero ya está hecho y el resultado es extraño. Cuando digo papá, me refiero también al tuyo, y hay muchos pares de personas que pueden decir lo mismo: dos hermanos, dos hermanas, un hermano y una hermana. Y cuando digo mamá también me refiero a la tuya, y también hay muchos pares de personas que pueden decir lo mismo. Pero no conozco a ningún otro par que pueda compartir el padre y la madre.

—Lo sé —dijo sombríamente Anthony.

—Sí, pero míralo desde mi punto de vista. Yo soy homólogo. Trabajo con patrones genéticos. ¿Has pensado en nuestros patrones genéticos? Compartimos ambos padres, lo cual significa que nuestros patrones genéticos son más parecidos que los de cualquier otro par de este planeta. Nuestros rostros lo demuestran.

—También lo sé.

—De modo que si este proyecto funciona y tú obtienes alguna gloria tu patrón genético habría demostrado ser muy útil para la humanidad, lo mismo que el mío. ¿No lo entiendes, Anthony? Yo comparto tus padres, tu rostro, tu patrón genético, y, por lo tanto, tu gloria o tu humillación. Es tan mía como tuya, y si tengo algún mérito o demétrico es tan tuyo como mío. Me interesa tu éxito, por fuerza. Tengo un motivo que nadie posee en la Tierra; un motivo egoísta, tan egoísta que no puedes dudar de su existencia. Estoy de tu lado, Anthony, porque somos casi la misma persona.

Se miraron largo rato y, por primera vez, Anthony lo hizo sin reparar en el rostro que compartía.

—Pidamos, pues, que envíen el robot a Mercurio —insistió William.

Y Anthony cedió. Y cuando Dmitri aprobó la propuesta —a fin de cuentas, también él estaba ansioso—. Anthony pasó gran parte del día sumido en sus reflexiones. Luego, fue a buscar a William.

—¡Escucha! —le dijo, e hizo una larga pausa. William aguardó pacientemente—. Escucha, no es necesario que te marches. Estoy seguro de que no quieres que otra persona esté a cargo del Ordenador Mercurio.

—¿Por qué? ¿Tú piensas marcharte?

—No, yo también me quedaré.

—No es preciso que nos veamos con frecuencia.

Anthony había hablado como si un par de manos le estrujaran el gaznate. Ahora la presión se aliviaba, y logró pronunciar la frase más difícil:

—No tenemos por qué eludirnos. No es necesario.

William sonrió vagamente. Anthony no sonrió; se marchó a toda prisa.

9

William dejó de leer el libro. Hacía un mes que ya no se sorprendía de ver entrar a Anthony.

—¿Pasa algo malo?

—Lo ignoro. Se están preparando para el descenso. ¿El Ordenador Mercurio está activado?

William sabía que Anthony conocía al dedillo la situación del ordenador, pero respondió:

—Mañana por la mañana, Anthony.

—¿Y no habrá problemas?

—Ninguno.

—Entonces, tendremos que esperar al descenso.

—Sí.

Anthony se mostró pesimista:

—Algo saldrá mal.

—La técnica de los cohetes tiene mucho tiempo de experiencia. Nada saldrá mal.

—Tanto trabajo echado a perder…

—Aún no está perdido. Y no lo estará.

—Quizá tengas razón. —Anthony se metió las manos en los bolsillos y se dispuso a irse, pero se detuvo en la puerta, justo antes de cerrar—. Gracias.

—¿Por qué, Anthony?

—Por ser… alentador.

William sonrió amargamente y se alegró de no revelar sus emociones.

10

Casi todo el personal del Proyecto Mercurio estaba disponible para el momento decisivo. Anthony, que no tenía ninguna tarea específica que realizar, se mantenía en segundo plano, con la vista fija en los monitores. El robot estaba activado y se recibían mensajes visuales.

A1 menos llegaban como equivalentes de mensajes visuales, y de momento no mostraban nada más que un tenue fulgor, que era supuestamente la superficie de Mercurio.

Se movieron unas sombras en la pantalla, tal vez irregularidades de la supercicie. Anthony no podía discernirlo a simple vista, pero la gente de los controles, que analizaba los datos con métodos más sutiles, parecía tranquila. Las lucecillas rojas de emergencia no se encendieron. Más que en la pantalla, Anthony fijaba su vista en los observadores.

Tenía que estar con William y los demás ante el ordenador. Lo activarían sólo cuando el descenso hubiera concluido. Tenía que estar allí. Pero no podía.

Nuevas sombras se movieron en la pantalla, con mayor celeridad. El robot estaba descendiendo. ¿Demasiado deprisa? ¡Sin duda, demasiado deprisa!

Se vio otro manchón y hubo un cambio de foco. La mancha se oscureció primero y luego se aclaró. Se oyó un sonido y transcurrieron varios segundos hasta que Anthony entendió lo que decía ese sonido:

—¡Descenso concluido! ¡Descenso concluido!

Se extendió un murmullo que se transformó en una oleada de felicitaciones hasta que se produjo un nuevo cambio en la pantalla. Las voces y las risas humanas se acallaron como si se hubieran estrellado contra un muro de silencio.

La pantalla estaba cambiando, cambiaba y cobraba nitidez. Bajo la brillante luz solar, resplandeciendo a través del filtro de la pantalla, se veía nítidamente una roca: blancura reluciente por un lado, negrura absoluta por el otro. Se desplazó a la derecha, se desplazó a la izquierda, como si un par de ojos mirasen a un lado y a otro. Una mano de metal apareció en la pantalla, igual que si el robot se examinara el cuerpo.

—¡El ordenador está activado! —exclamó Anthony.

Oyó sus propias palabras como si las hubiera gritado otro y echó a correr por la escalera y atravesó un corredor, dejando a sus espaldas un murmullo de voces.

—¡William! —gritó al entrar en la sala del ordenador—. ¡Es perfecto, es…!

Pero William alzó la mano.

—Silencio, por favor. No quiero que entren sensaciones violentas, excepto las del robot.

—¿Quieres decir que puede oírnos? —susurró Anthony.

—Tal vez no, pero no estoy seguro. —En la sala del ordenador había otra pantalla más pequeña. Allí la escena era diferente y cambiaba, pues el robot se estaba desplazando—. El robot anda a tientas. Tiene que dar pasos torpes. Hay una demora de siete minutos entre el estímulo y la respuesta.

—Pero ya camina con mayor aplomo que en Arizona. ¿No crees, William? ¿No crees?

Anthony sacudía el hombro de William sin quitar la vista de la pantalla.

—Sin duda, Anthony.

El Sol ardía en un mundo de cálido contraste entre el blanco y el negro, entre la blancura del Sol y la negrura del cielo, entre el blanco del suelo ondulado y el negro de las sombras que lo salpicaban. En cada centímetro cuadrado de metal expuesto, el brillante y dulzón aroma del Sol contrastaba con la escalofriante ausencia de olor del lado opuesto.

Alzó la mano y la observó, contando los dedos. Caliente-caliente-caliente. Los hizo girar, puso cada dedo a la sombra de los demás y el calor murió lentamente en un cambio táctil que le hizo sentir el vacío limpio y confortable.

Pero no era un vacío del todo. Se enderezó, estiró ambos brazos sobre la cabeza y los sensores de las muñecas detectaron vapores, el tenue contacto del estaño y el plomo rodando sobre la plétora de mercurio.

Other books

The Last Nightingale by Anthony Flacco
Never Love a Scoundrel by Darcy Burke
In the Fold by Rachel Cusk
La señora McGinty ha muerto by Agatha Christie
Arrow of Time by Andersson, Lina
Reaching for Sun by Tracie Vaughn Zimmer
The Heart Remembers by Irene Hannon