Cuentos completos (191 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Cuál es su nombre completo, matrona? —preguntó William.

—Randall N'Adie —respondió la matrona del asilo.

—¡Nadie! —exclamó William.

—N'Adie —le aclaró la matrona, deletreándolo—. Lo escogió el año pasado.

—¿Y no le llamó la atención? ¡Se pronuncia «nadie»! ¿No pensó en presentar un informe sobre ese joven el año pasado?

—No parecía… —balbuceó la matrona, sonrojándose.

William le hizo callar con un gesto. ¿De qué servía? ¿Cómo iba a saberlo ella? El patrón genético no presentaba ninguna advertencia, según los criterios de los manuales. Era una sutil combinación en la que William y su personal habían trabajado durante veinte años en sus experimentos con niños autistas, una combinación que nunca habían visto en la vida real.

¡Tan cerca de la eliminación!

Marco, que era el realista del grupo, se quejaba de que los asilos demostraban excesiva ansiedad por abortar antes de tiempo y por eliminar después de tiempo. Sostenía que se debía permitir el desarrollo de todos los patrones genéticos para efectuar una selección inicial y que no deberían darse eliminaciones sin consultar con un homólogo.

—No hay suficientes homólogos —replicó William, con calma.

—A1 menos podemos examinar todos los patrones genéticos con el ordenador —insistió Marco.

—¿Para salvar lo que podamos obtener para nuestro uso?

—Para cualquier uso homológico, nuestro o de otros. Debemos estudiar los patrones genéticos en acción si hemos de comprendernos a nosotros mismos, y los patrones aberrantes son los que nos ofrecen mayor información. Nuestros experimentos con el autísmo nos enseñaron más sobre homología que la suma total existente el día en que comenzamos.

William, que seguía prefiriendo el sonido de la expresión «fisiología genética del hombre» en vez de «homología», negó con la cabeza.

—Aun así, tenemos que andarnos con cuidado. Por útiles que nos parezcan nuestros experimentos, nos mantenemos gracias a una autorización social otorgada a regañadientes. Estamos jugando con vidas.

—Vidas inútiles. Aptas para ser aniquiladas.

—La eliminación rápida y placentera es una cosa, y nuestros experimentos, a menudo prolongados y a veces inevitablemente desagradables, son otra.

—A veces los ayudamos.

—Y a veces no.

Era una discusión sin sentido, pues no había modo de zanjar la cuestión. Lo cierto era que los homólogos contaban con pocas anomalías interesantes y no había modo de alentar a la humanidad a generar una producción mayor. El trauma de la Catástrofe seguía presente.

El febril impulso hacia la exploración espacial se podía explicar (y se explicaba, según algunos sociólogos) por la consciencia de la fragilidad de la vida en el planeta, gracias a la Catástrofe.

Bien, no importaba…

Randall N'Adie era algo inaudito, al menos para William. El lento progreso del autismo característico de ese rarisimo patrón genético permitía que se conociera más sobre Randall que sobre cualquier otro paciente similar. Incluso vislumbraron algunos destellos de su modo de pensar en el laboratorio, antes de que el muchacho se cerrase por completo y se recluyera dentro del recinto de su piel, indiferente, inalcanzable.

Luego, iniciaron el lento proceso por el cual Randall, gradualmente sometido a estímulos artificiales, reveló el funcionamiento interior de su cerebro y proporcionó pistas del funcionamiento interior de todos los cerebros, tanto de los considerados normales como de los anormales.

Recogían tal cantidad de datos que William comenzó a creer que su sueño de acabar con el autismo era algo más que un sueño. Sintió una cálida satisfacción por haber escogido el apellido Anti-Aut.

Y en la cima de la euforia inducida por el trabajo con Randall recibió esa llamada de Dallas diciéndole que existía un gran interés —precisamente en ese momento— en que abandonara su labor para abordar un nuevo problema.

Al recordarlo posteriormente, nunca logró deducir por qué acabó aceptando visitar Dallas. Al final, por supuesto, se dio cuenta de lo afortunado que era, pero ¿qué fue lo que lo persuadió para ir? ¿Era posible que desde el principio hubiera tenido una borrosa percepción de lo que sucedería? Imposible, desde luego.

¿Fue el vago recuerdo de aquella fotografía de su hermano? Imposible, desde luego.

El caso es que se persuadió a sí mismo para efectuar esa visita y sólo se acordó de la fotografía (o, al menos, fue en parte consciente de ella) cuando la unidad de potencia de micropila alteró su zumbido y la unidad antigrav se preparó para el descenso final.

Anthony trabajaba en Dallas y —William lo recordó entonces— en el Proyecto Mercurio. A eso hacía referencia el pie de foto. Tragó saliva cuando la suave sacudida le indicó que el viaje había terminado. Aquello iba a resultar embarazoso.

3

Anthony estaba esperando en el área de recepción para saludar al nuevo experto. No se encontraba solo, desde luego; formaba parte de una delegación numerosa —indicio de una situación desesperada— y se contaba entre las jerarquías inferiores. Estaba allí únicamente porque él había hecho la sugerencia.

Sintió una ligera, aunque persistente inquietud ante ese pensamiento. Se había arriesgado. Recibió elogios, pero nadie olvidaba que él había hecho la sugerencia; si resultaba ser un fiasco, todos se cubrirían las espaldas y lo harían responsable a él.

Más tarde hubo ocasiones en que meditó sobre la posibilidad de que el vago recuerdo de su hermano, el especialista en homología, le hubiera inspirado la idea. Era posible, pero no tuvo por qué ser así. La sugerencia parecía tan sensata e inevitable que habría tenido la misma idea aunque su hermano hubiera sido simplemente un escritor de fantasía o si no hubiera tenido ningún hermano.

El problema eran los planetas interiores…

La Luna y Marte estaban colonizados. Se había llegado a los asteroides mayores y a los satélites de Júpiter y existían planes para un viaje tripulado a Titán, el gran satélite de Saturno, haciendo antes una apresurada rotación en torno de Júpiter. Pero aunque abundaban los planes para enviar gente a los planetas exteriores, en una travesía de siete años entre la ida y la vuelta, seguía siendo imposible pensar en aproximarse a los planetas interiores, por temor al Sol.

Venus era el menos atractivo de los dos mundos interiores. Mercurio, por otra parte…

Anthony aún no estaba integrado en el equipo cuando Dmitri Grande (en realidad era menudo) dictó la conferencia que indujo al Congreso Mundial a otorgar los fondos que posibilitaron el Proyecto Mercurio. Escuchó las cintas y oyó la exposición de Dmitri. La tradición se mostraba firme en su convicción de que había sido improvisada, y tal vez lo fuera, pero estaba perfectamente construida y sintetizaba todas las pautas seguidas por el Proyecto Mercurio desde entonces.

Y el punto principal era que sería erróneo aguardar a que la tecnología hubiera avanzado hasta posibilitar una expedición tripulada capaz de afrontar los rigores de la radiación solar. Mercurio era un ámbito singular que podía enseñar mucho, y la observación continua del Sol desde la superficie de Mercurio era algo que no se podía realizar de otra manera.

Siempre que un sustituto del hombre —un robot— se pudiera colocar en el planeta.

Podría construirse un robot que cumpliera con los requisitos físicos. Posarse en la superficie era fácil de resolver. Pero una vez que el robot descendiese ¿qué se hacía con él?

El robot podía efectuar observaciones y actuar de acuerdo con ellas, pero el Proyecto requería acciones complejas y sutiles, al menos potencialmente, y nadie estaba seguro de las observaciones que pudiera hacer.

Para afrontar todas las posibilidades razonables y darle un margen a la complejidad deseada, el robot debía contener un ordenador (en Dallas algunos lo designaban «cerebro», pero Anthony desdeñaba ese hábito verbal, quizá porque —llegó a pensar más tarde— el cerebro era la especialidad de su hermano) tan complejo y versátil como el cerebro de un mamífero.

Pero era imposible construir un artefacto con esas características y que resultara tan portátil como para poder viajar hasta Mercurio, descender allí y dotar al robot de la movilidad necesaria. Tal vez algún día las sendas positrónicas que estaban investigando los robotistas lo hicieran posible, pero ese día parecía lejano.

La alternativa consistía en que el robot enviara a la Tierra sus observaciones y un ordenador de la Tierra lo guiara basándose en dichas observaciones. En síntesis, el cuerpo del robot estaría allí y el cerebro aquí.

Una vez que se tomó esa decisión, los técnicos importantes pasaron a ser los telemetristas, y fue entonces cuando Anthony entró en el Proyecto. Él era uno de los que diseñaba métodos para recibir y enviar impulsos a unas distancias que estaban entre ochenta millones y doscientos millones de kilómetros, hacia un disco solar que a veces interfería de una manera violenta en esos impulsos.

Abordó su tarea con pasión y (pensó él) con destreza y con éxito. Fue el principal diseñador de las tres estaciones de relé que giraban en órbita permanente en torno de Mercurio. Eran capaces de enviar y recibir impulsos de Mercurio a la Tierra y de la Tierra a Mercurio, y eran capaces de resistir durante mucho tiempo la radiación solar y, sobre todo, de filtrar la interferencia solar.

Tres estaciones similares se pusieron en órbita a un millón y medio de kilómetros de la Tierra, al norte y al sur del plano de la eclíptica, para que pudieran recibir los impulsos de Mercurio y retransmitirlos a la Tierra —o viceversa— aun cuando Mercurio estuviera detrás del Sol y resultara inaccesible para la recepción directa desde las estaciones de la superficie terrestre.

Con lo cual quedaba el robot: un maravilloso espécimen de las artes combinadas de los robotistas y los telemetristas. Fue el más complejo de diez modelos sucesivos y era capaz, con sólo el doble de volumen y el quíntuple de masa que un hombre, de detectar y hacer mucho más que un hombre; siempre que pudieran guiarlo.

Pronto resultó evidente lo complejo que tendría que ser el ordenador que guiara al robot, pues cada respuesta debía tener en cuenta las variaciones de percepción. Y como cada respuesta obligaba a variaciones de percepción más complejas se hacía preciso reforzar los primeros pasos. Se construía a sí mismo sin cesar, como una partida de ajedrez, y los telemetristas comenzaron a utilizar el ordenador para programar el ordenador que diseñaba el programa para el ordenador que programaba el ordenador que controlaba el robot.

Todo era confusión.

El robot se hallaba en una base del desierto de Arizona y funcionaba bien. Sin embargo, el ordenador de Dallas tenía dificultades para manejarlo, aun en las conocidas condiciones de la Tierra. ¿Entonces…?

Anthony recordaba el día en que hizo la sugerencia: el 4/7/553. Lo recordaba, ante todo, porque se acordaba de que el 4/7 era una festividad importante en la Dallas anterior a la Catástrofe, un milenio antes; mejor dicho, 553 años antes.

Fue durante la cena, una magnífica cena. Se había producido un cuidadoso reajuste de la ecología regional y el personal del Proyecto tenía prioridad para recoger los suministros alimentarios disponibles, de modo que el menú presentaba más opciones que las habituales y Anthony probó el pato asado.

Era un excelente pato asado y lo puso de un humor más expansivo que de costumbre. Todos estaban bastantes locuaces, y Ricardo comentó:

—No lo lograremos. Admitámoslo. No lo lograremos.

No sería posible llevar la cuenta de cuántos habían pensado lo mismo y cuántas veces, pero la regla tácita era que nadie lo decía abiertamente. El pesimismo franco podía ser el empujón que hacía falta para cortar los fondos financieros (hacía cinco años que llegaban cada vez con mayor dificultad) y echar por tierra todas las esperanzas.

Anthony, que por lo general no era muy optimista, estimulado por el pato, replicó:

—¿Por qué no podemos lograrlo? Dime por qué y lo refutaré.

Era un desafío directo y Ricardo entrecerró sus ojos oscuros.

—¿Quieres que te diga por qué?

—Claro que sí.

Ricardo hizo girar la silla para enfrentarse a Anthony.

—Vamos, no es un misterio. Dmitri Grande no lo dice abiertamente en ningún informe, pero tú y yo sabemos que este proyecto necesita un ordenador tan complejo como un cerebro humano, hállese aquí o en Mercurio, y no podemos construirlo. De modo que sólo nos queda jugar al escondite con el Congreso Mundial y conseguir dinero para obtener subproductos que tal vez sean útiles.

Anthony sonrió con satisfacción.

—Eso es fácil de refutar. Tú mismo has dado la respuesta.

(¿Era un juego? ¿Era la calidez del pato en el estómago? ¿El deseo de irritar a Ricardo? ¿O acaso era la presencia intangible de su hermano? Luego le resultó imposible discernirlo.)

—¿Qué respuesta? —Ricardo se levantó. Era alto y delgado y habitualmente llevaba la chaqueta blanca entreabierta. Cruzó los brazos, erguido sobre Anthony, que permaneció sentado—. ¿Qué respuesta?

—Dices que necesitamos un ordenador tan complejo como un cerebro humano. Pues bien, construiremos uno.

—Precisamente, idiota. Nosotros no podemos…

—Nosotros no, pero hay otros.

—¿Qué otros?

—La gente que investiga el cerebro. Nosotros sólo conocemos la mecánica de estado sólido. Ignoramos en qué sentido, dónde y en qué medida un cerebro humano es complejo. ¿Por qué no llamamos a un homólogo y le pedimos que diseñe un ordenador?

Tomó una enorme cantidad de guarnición y la saboreó con satisfacción. Después de tanto tiempo, aún recordaba el sabor de aquella guarnición, aunque no se acordaba con detalle de qué ocurrió después.

Le parecía que nadie se lo tomó en serio. Estallaron carcajadas y reinaba la sensación de que Anthony se había valido de un hábil sofisma para sortear un obstáculo, de modo que las carcajadas fueron a expensas de Ricardo. (Aunque luego todos afirmaron haberse tomado la sugerencia en serio.)

Ricardo se enfadó y señaló a Anthony con un dedo.

—Ponlo por escrito —dijo—. Te desafío a que hagas esa sugerencia por escrito.

(Al menos, así quedó en la memoria de Anthony. Ricardo afirmaba que su comentario había sido un entusiasta «¡Magnífica idea! ¿Por qué no presentas una sugerencia formal, Anthony?».)

Fuera como fuese, Anthony hizo la sugerencia por escrito.

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