Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Baley no pudo trabajar en nada durante la ausencia de R. Daneel. Guardó un inquieto silencio. Mucho dependía del valor de su análisis, y su falta de experiencia en robótica lo preocupaba.
R. Daneel regresó a la media hora; la media hora más larga de la vida de Baley.
No tenía sentido tratar de averiguar lo sucedido guiándose por la expresión del impávido rostro del humanoide. Baley procuró mantenerse igualmente impávido.
—¿Sí, Daneel?
—Tal como dijiste, amigo Elijah. El profesor Humboldt ha confesado. Declaró que contaba con que el profesor Sabbat cedería, permitiéndole así obtener un último triunfo. La crisis se ha superado y el capitán está agradecido. Me autoriza para decirte que admira enormemente tu sutileza, y creo que yo mismo me veré favorecido por haberte recomendado.
—Bien. —Baley suspiró. Ahora que se había demostrado que su decisión era la correcta, le temblaban las rodillas y la frente se le perló de sudor—. ¡Por Josafat, R. Daneel, no vuelvas a ponerme en semejante trance!
—Intentaré no hacerlo, amigo Elijah. Todo dependerá, desde luego, de la importancia de la crisis, de tu proximidad y de otros factores. Hasta entonces, tengo una pregunta…
—¿Sí?
—¿No era posible suponer que el paso de la mentira a la verdad era fácil, y difícil el de la verdad a la mentira? En tal caso, el robot inutilizado sería el que pasase de la verdad a la mentira; y, como R. Preston se paralizó, podría llegarse a la conclusión de que el profesor Humboldt era el inocente y el profesor Sabbat el culpable.
—Sí, Daneel, era posible argumentar de ese modo, pero fue el otro argumento el que resultó ser el correcto. Humboldt ha confesado, ¿no?
—En efecto. Pero siendo ambos argumentos posibles, amigo Elíjate, ¿cómo escogiste tan pronto el correcto?
Baley sintió un temblor en los labios. Se calmó y los curvó en una sonrisa.
—Porque, Daneel, tomé en cuenta las reacciones humanas, no las robóticas. Sé más sobre seres humanos que sobre robots. En otras palabras, sospechaba quién era el culpable antes de entrevistar a los robots. Una vez que provoqué en ellos una reacción asimétrica, simplemente la interpreté de modo que pudiera atribuirle la culpa al que ya consíderaba culpable. La reacción del robot fue tan contundente como para desarmar al culpable; mi análisis de la conducta humana podría haber resultado insuficiente por sí solo.
—Siento curiosidad por saber cuál fue tu análisis de la conducta humana.
—¡Por Josafat, Daneel! ¡Piensa y no tendrás que preguntar! Hay otro elemento asimétrico en esta historia de reflejos simétricos, además de lo verdadero y lo falso. Es la edad de los dos matemáticos. Uno es muy viejo y el otro es muy joven.
—Sí, desde luego. ¿Y qué pasa con eso?
—Bien, pues que me puedo imaginar a un joven, impulsado por una idea repentina, asombrosa y revolucionaria, consultando a un anciano al que considera, desde sus tiempos de estudiante, un semidiós en esa especialidad. No me puedo imaginar a un anciano, colmado de honores y habituado a los triunfos, impulsado con una idea repentina, asombrosa y revolucionaria, consultando a un hombre un par de siglos más joven, a quien consideraría un mequetrefe. Además, si un joven tuviera la posibilidad, ¿intentaría robar una idea a un semidiós? Impensable. En cambio, un anciano, consciente del declive de sus facultades, tal vez procurase arrebatar una última oportunidad de fama sin creerse obligado a respetar a un novato. En síntesis, no era concebible que Sabbat robase la idea de Humboldt. Y desde ambas perspectivas el profesor Humboldt era el culpable.
R. Daneel reflexionó largo rato. Luego, extendió la mano.
—Debo irme, amigo Elijah. Me he alegrado de verte. Ojalá nos reunamos pronto.
Baley estrechó cálidamente la mano del robot.
—Si no te importa, R. Daneel, que no sea demasiado pronto.
“Take a Match”
El espacio era un abismo negro. No se veía nada, ni siquiera una estrella.
No porque no hubiera estrellas…
Sin embargo, la idea de que quizá no hubiera estrellas —literalmente— le había revuelto el estómago a Per Hanson. Era la vieja pesadilla que acuciaba subliminalmente el cerebro de todo viajero del espacio profundo.
Cuando efectuabas un salto en el universo taquiónico, no sabías con certeza dónde surgirías. La sincronización y la cantidad de energía podían estar rigurosamente controladas y hasta pudiera ser que contases con el mejor fusionista del espacio, pero el principio de incertidumbre era el rey supremo, así que siempre era probable (y aun inevitable) un error. Y en el ámbito de los taquiones un error milimétrico podía equivaler a mil años luz.
¿Qué ocurriría si aparecías en ninguna parte o tan lejos de cualquier parte que no tuvieras modo de averiguar tu paradero y nada pudiese guiarte de vuelta a alguna parte?
Imposible, decían los expertos. No había ningún sitio del universo desde el cual no se pudieran ver cuásares, y ellos te permitirían localizar tu posición. Además, la probabilidad de que durante un salto el azar te llevara fuera de la galaxia era de sólo uno contra diez millones, y la de llegar a la galaxia de Andrómeda o a Maffei 1 era de uno contra un trillón.
Olvídese de ello, decían los expertos.
De modo que, cuando la nave emergía del salto y regresaba de las extravagantes paradojas de los taquiones ultralumínicos al conocido territorio de los tardiones y los protones, era del todo punto imposible que no hubiera estrellas visibles. Si no las veías, eso es que estabas en una nube de polvo; era la única explicación. Había zonas brumosas en la galaxia, o en cualquier galaxia en espiral, como antaño las hubo en la Tierra, cuando era el único hogar de la humanidad en vez de esa pieza de museo preservada y controlada en que se había convertido. Hanson era alto y huraño, tenía la tez curtida y, si había algo que él no supiera sobre las hipernaves que surcaban la galaxia y sus inmediaciones —siempre con excepción de los arcanos de los fusionistas—, era porque aún no estaba resuelto. En ese momento se encontraba solo en el cubículo del capitán. Disponía de todos los medios para comunicarse con cualquier hombre o mujer de a bordo y para recibir los resultados de cualquier pieza del equipo, y a él le gustaba ser una presencia invisible.
Ahora nada le agradaba. Activó la comunicación y dijo:
—¿Qué más, Strauss?
—Estamos en un cúmulo abierto —se oyó la voz de Strauss. (Hanson no encendió la pantalla, pues habría revelado su rostro y prefería mantener su preocupación en secreto)—. Al menos parece ser un cúmulo abierto, por el nivel de radiación que recibimos en las zonas del infrarrojo y de las microondas. El problema es que no podemos localizar las posiciones con precisión suficiente para averiguar nuestro paradero. Nada.
—¿Nada en la luz visible?
—Nada. Ni en el infrarrojo cercano. La nube de polvo es espesa como una sopa.
—¿Qué tamaño tiene?
—No hay modo de saberlo.
—¿Puedes estimar la distancia hasta el borde más próximo?
—Ni siquiera en un orden de magnitud. Tal vez esté a una semana luz. Tal vez a diez años luz. No hay modo de saberlo.
—¿Has hablado con Viluekís?
—Sí.
—¿Y qué dice?
—No mucho. Está de malhumor. Se lo ha tomado como un insulto personal, desde luego.
—Por supuesto. —Hanson suspiró. Los fusíonistas eran como niños consentidos, pero se los toleraba porque desempeñaban un papel romántico en el espacio profundo—. Le habrás dicho que estas cosas son imprevisibles y que pueden ocurrir en cualquier momento.
—Se lo dije. Y respondió, como te puedes imaginar: «No puede ocurrirle a Viluekis.»
—Pero le ha ocurrido. Bien, yo no puedo hablar con él. Interpretará que trato de imponer mi rango y luego no podremos sonsacarle nada. ¿No quiere activar la pala?
—Dice que no puede. Dice que se dañará.
—¿Cómo se puede dañar un campo magnético?
—Ni se lo digas —gruñó Strauss—. Te responderá que un tubo de fusión es algo más que un campo magnético y luego dirá que tratas de subestimarlo.
—Sí, lo sé… Bien, que todo el mundo estudie esta nube. Tiene que haber un modo de deducir hacia dónde y a qué distancia queda el borde más próximo.
Cerró la comunicación y escrutó la lejanía.
¡El borde más próximo! Era dudoso que a la velocidad de la nave (en relación con la materia circundante) se atrevieran a consumir la energía requerida para efectuar una drástica alteración del curso.
Se habían sumergido en el salto a velocidad semilumínica —en relación con el núcleo galáctico del universo tardiónico— y emergieron a la misma velocidad. Eso siempre suponía un riesgo. A fin de cuentas, si al emerger te encontrabas cerca de una estrella y enfilabas hacia ella a velocidad semilumínica…
Los teóricos negaban esa posibilidad. No cabía esperar que uno se aproximara peligrosamente a un cuerpo masivo mediante un salto. Eso decían los expertos.
El salto implicaba fuerzas gravitorias y esas fuerzas se repetían en la transición tardión/taquión y taquión/tardión. De hecho, la incertidumbre del salto se explicaba en gran medida por el efecto aleatorio de una fuerza gravitoria neta que nunca se pudo deducir en todos sus detalles.
Además, decían, había que confiar en el instinto del fusionista. Un buen fusionista nunca se equivoca.
Pero este fusionista los había metido en una nube.
¡Ah, eso! Pasa continuamente. No importa. Ya se sabe cómo son esas nubes tenues. Ni siquiera nota uno que está en ella.
(No es el caso de esta nube, querido experto.)
Más aún, las nubes son buenas. Las palas no tienen que trabajar tanto para mantener la fusión en marcha y el acopio de energía.
(No es el caso de esta nube, querido experto.)
Bien, hay que confiar en que el fusionista halle una solución.
(¿Y si no hay solución?)
Hanson se asustó ante ese pensamiento. Trató de olvidarlo. ¿Pero cómo olvidas un pensamiento que es un rugido en tu cabeza?
Henry Strauss, astrónomo de a bordo, se encontraba bastante deprimido. Habría podido aceptar una catástrofe cualquiera. En una hipernave era imposible cerrar los ojos a la posibilidad de una catástrofe.
Estabas preparado, o procurabas estarlo. En todo caso, resultaba más difícil para los pasajeros.
Pero cuando la catástrofe involucraba algo que te desvivías por observar y estudiar, y cuando descubrías que el hallazgo profesional de toda tu vida era precisamente lo que te estaba matando…
Suspiró.
Era un hombre corpulento, con lentes de contacto de color que daban un brillo espurio a unos ojos que en caso contrario habrían armonizado con una personalidad totalmente descolorida.
El capitán no podía hacer nada. Lo sabía. El capitán podía ser un déspota con el resto de la nave, pero los fusionistas eran una ley aparte. Incluso para los pasajeros (pensó con disgusto), el fusionista es el emperador de las rutas espaciales y todos los demás quedan reducidos a la nulidad.
Era una cuestión de oferta y demanda. El ordenador podía sincronizar y calcular el suministro de energía, el lugar y la dirección exactas (si «dirección» significaba algo en la transición de tardión/taquión), pero el margen de error era enorme y sólo un fusionista de talento podía reducirlo.
Nadie sabía de dónde sacaban su talento. El fusionista nacía, no se hacía. Pero los fusionistas sabían que poseían ese talento y sacaban partido de la situación.
Viluekis no era mal tipo, para ser fusionista; aunque eso no fuese decir mucho. A1 menos, ellos dos mantenían una relación cordial, a pesar de que Viluekis se había apropiado sin esfuerzo de la más bonita pasajera de a bordo, por mucho que Strauss la hubiese visto primero. (Formaba parte de los derechos imperiales de los fusionistas en viaje.)
Strauss llamó a Anton Viluekis. La comunicación tardó un tiempo, y Viluekis apareció irritado y ojeroso.
—¿Cómo está el tubo? —preguntó Strauss, en un tono amable.
—Creo que lo apagué a tiempo. Lo he revisado y no veo ningún daño. Ahora tengo que asearme. —Se miró la ropa.
—Al menos no está dañado.
—Pero no podemos usarlo.
—Podríamos usarlo —insistió Strauss—. No sabemos qué sucederá ahí fuera. Si el tubo estuviera dañado, no importaría lo que ocurriese fuera, pero así, si la nube se despeja…
—Si esto, si lo otro… Pues voy a decirte otro «si»: Si los estúpidos astrónomos hubierais sabido que esa nube estaba aquí, yo podría haberla evitado.
Eso estaba fuera de lugar, y Strauss no mordió el anzuelo.
—Tal vez se despeje —insistió.
—¿Cuál es el análisis?
—No es bueno, Viluekis. Es la nube de hidroxilo más densa que se haya observado. No hay en la galaxia, por lo que yo sé, un lugar donde el hidroxilo esté tan concentrado.
—¿Y no hay hidrógeno?
—Un poco de hidrógeno, por supuesto. Un cinco por ciento.
—No es suficiente. Hay algo más aparte del hidroxilo. Hay algo que me ha causado más problemas que el hidroxilo. ¿Lo detectaste?
—Oh, sí. Formaldehido. Hay más formaldehido que hidrógeno. ¿Comprendes lo que eso significa? Algún proceso ha concentrado el oxígeno y el carbono del espacio en cantidades inauditas, suficientes para consumir el hidrógeno en un volumen de varios años luz cúbicos. No conozco ni puedo imaginar nada que explique semejante cosa.
—¿Qué estás diciendo, Strauss; que ésta es la única nube de este tipo en el espacio y que yo soy tan tonto que aparezco en ella?
—No digo eso, Viluekis. Sólo digo lo que me oyes decir y no me has oído esas palabras. Pero para salir dependemos de ti. No puedo pedir auxilio porque no puedo apuntar un hiperhaz sin saber dónde estamos. No puedo averiguar dónde estamos porque no puedo localizar ninguna estrella…
—Y yo no puedo usar el tubo de fusión, así que ¿por qué he de ser el villano? Tú tampoco puedes hacer tu trabajo; ¿por qué el fusionista es siempre el villano? Depende de ti, Strauss, depende de ti. Dime adónde dirigir la nave para hallar hidrógeno. Dime dónde está el borde de la nube… ¡O al cuerno con el borde de la nube! Encuéntrame el borde de esta concentración de hidroxilo y formaldehido.
—Ojalá pudiera, pero hasta ahora sólo puedo detectar hidroxilo y formaldehido, por más que lo intento.
—No podemos fusionar esas sustancias.
—Lo sé.
—Pues bien —arremetió con violencia Viluekis—, aquí tienes una prueba de por qué el Gobierno se equivoca cuando legisla en materia de seguridad en vez de dejar el asunto al criterio de los fusionistas. Si tuviéramos capacidad de doble salto no habría ningún problema.