Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Puede ser que Madarian mintiese? ¿Es posible que estuviera loco? ¿Tal vez trataba de protegerse…?
—¿Quieres decir que si intentaba salvar su reputación fingiendo que tenía la respuesta, con la intención de manipular a Jane para que no hablara y venirnos con la farsa de que había ocurrido un accidente? ¡Demonios! No puedo aceptar semejante cosa. Sería como suponer que lo del meteorito lo preparó él.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Volveremos a Flagstaff. La respuesta ha de estar allí. Tengo que profundizar más, eso es todo. Iré allá y llevaré un par de hombres del departamento de Madarian. Tenemos que registrar ese lugar de cabo a rabo.
—Pero aunque hubiera un testigo y él hubiera oído algo ¿de qué nos serviría ahora, si no está Jane para explicar el procedimiento?
—Todos los detalles son útiles. Jane dio el nombre de las estrellas, tal vez el número de catálogo, pues ninguna de las estrellas con nombre tiene posibilidad alguna. Si alguien puede recordar que lo dijo y recordar el número de catálogo, o lo oyó con claridad suficiente como para que podamos recuperarlo por medio de un sondeo psíquico en caso de que le falle la memoria consciente, entonces tendremos algo. Dados los resultados finales y los datos iniciales presentados a Jane, tal vez podamos reconstruir el razonamiento; tal vez recuperemos esa intuición. Si lo conseguimos, salvaremos la partida…
Bogert regresó al cabo de tres días, callado y muy deprimido. Cuando Robertson le preguntó ansiosamente por los resultados, sacudió la cabeza.
—¡Nada!
—¿Nada?
—Absolutamente nada. He hablado con todos los hombres de Flagstaff, con todos los científicos, con todos los técnicos, con todos los estudiantes que se hubieran relacionado con Jane, con todos los hombres que la hubieran visto. No eran muchos; admito que Madarian fue discreto. Sólo permitió que la vieran quienes pudiesen tener conocimientos planetológicos que ofrecerle. Un total de veintitrés hombres vio a Jane, y de ellos sólo doce entablaron con ella una verdadera conversación. Les hice repetir una y otra vez lo que Jane había dicho. Lo recordaban todo muy bien. Son hombres entusiastas y comprometidos en un experimento decisivo en su especialidad, así que tenían buenas motivaciones para recordar. Y estaban tratando con una robot parlante, algo bastante fuera de lo común, y que para colmo hablaba como una actriz de televisión. No podían olvidarse de nada.
—Tal vez un sondeo psíquico…
—Si uno de ellos tuviera la más vaga idea de que sucedió algo, le arrancaría su consentimiento para efectuarle un sondeo. Pero no hay ninguna excusa, y sondear a doce hombres que se ganan la vida utilizando su cerebro es imposible. Con franqueza, no serviría de nada. Si Jane hubiera mencionado tres estrellas, diciendo que tenían planetas habitables, habría sido como encenderles fuegos artificiales en el cerebro. ¿Cómo podrían olvidarlo?
—Tal vez alguien miente. Alguien que quiere la información para provecho propio, con el fin de recoger luego los laureles.
—¿De qué le serviría? Todos saben por qué Madarian y Jane estuvieron allí. Saben por qué he ido yo. Si en el futuro algún hombre de Flagstaff propone una teoría sobre un planeta habitable, que sea asombrosamente nueva y diferente, pero válida, todos los hombres de Flagstaff y de nuestra empresa sabrán de inmediato que es información robada. Nunca se saldría con la suya.
—Pues, entonces, Madarian cometió un error.
—Me cuesta creerlo. Madarian tenía una personalidad irritante, como todos los robopsicólogos. Quizá por eso trabajan con robots y no con hombres. Pero no era tonto. No podía equivocarse en algo como esto.
—Entonces… —Robertson había agotado las posibilidades. Se habían topado con una pared en blanco y la miraban con desconsuelo. Finalmente, sugirió—: Peter…
—¿Sí?
—Preguntémosle a Susan.
Bogert se puso tenso.
—¿Qué?
—Preguntémosle a Susan. La llamamos y le pedimos que venga. —¿Por qué? ¿Qué puede hacer ella?
—No sé, pero es robopsicóloga y quizás entienda mejor a Madarian. Además… Bueno, siempre tuvo más cabeza que cualquiera de nosotros.
—Tiene casi ochenta años.
—Y tú setenta. ¿Y qué?
Bogert suspiró. ¿La incisiva lengua de Susan habría perdido su filo en los años de retiro?
—Vale, le preguntaré —dijo Bogert.
Susan Calvin entró en el despacho de Bogert y miró en torno antes de clavar la vista en el director de investigaciones. Había envejecido mucho desde su jubilación. Tenía el cabello blanco y ralo y el rostro arrugado. Su aspecto era tan frágil que parecía transparente, aunque conservaba esos ojos penetrantes e implacables.
Bogert se le acercó afectuosamente, con la mano extendida.
—¡Susan!
Susan le estrechó la mano.
—Tienes bastante buen aspecto, Peter, para ser un anciano. Yo que tú no esperaría hasta el año próximo. Retírate y deja que trabajen los jóvenes… Y Madarian ha muerto. ¿Me llamas para que vuelva a mi vieja tarea? ¿Te empeñas en conservar tus antiguallas aun después de muertas?
—No, no, Susan. Te he llamado… Se calló porque no sabía cómo empezar. Pero Susan le leyó la mente con la facilidad de costumbre. Se sentó con la cautela que le imponían sus endurecidas articulaciones y dijo:
—Peter, me has llamado porque estás en apuros. Preferirías verme muerta a tenerme a un kilómetro de distancia.
—Vamos, Susan…
—No pierdas tiempo con lisonjas. No tuve tiempo para ellas a los cuarenta, así que menos ahora. La muerte de Madarian y tu llamada son hechos insólitos, de modo que ha de existir una conexión. Dos hechos insólitos sin conexión es algo demasiado improbable. Empieza por el principio y no temas quedar como un tonto. Hace mucho tiempo que sé que lo eres.
Bogert carraspeó y habló. Susan escuchó atentamente, alzando en ocasiones su mano marchita para intercalar una pregunta.
—¿Intuición femenina? —bufó una de las veces—. ¿Para eso queríais el robot? Ah, los hombres. Ante una mujer que llega a una conclusión correcta, no podéis aceptar que es igual o superior a vosotros en inteligencia, e inventáis algo que llamáis intuición femenina.
—Bueno, sí, Susan, pero permíteme continuar…
Continuó. Cuando habló de la voz de contralto de Jane, Susan comentó:
—A veces no sé si sentir repugnancia por el sexo masculino o simplemente desecharlo por despreciable.
—Bien, permíteme continuar…
Cuando Bogert hubo concluido, Susan dijo:
—¿Puedo usar este despacho en privado durante un par de horas?
—Sí, pero…
—Quiero revisar la documentación; la programación de Jane, las llamadas de Madarian, tus entrevistas en Flagstaff. Supongo que puedo usar ese deslumbrante teléfono láser protegido y tu terminal de ordenador.
—Sí, desde luego.
—Pues lárgate de aquí, Peter.
Cuarenta y cinco minutos después, Susan caminó hasta la puerta, la abrió y llamó a Bogert, que acudió acompañado por Robertson. Ambos entraron y Susan saludó al segundo con cara de pocos amigos.
Bogert trató de evaluar los resultados a partir del semblante de Susan, pero era sólo el semblante de una anciana huraña que no tenía intención de facilitarle las cosas.
—¿Crees que podrás hacer algo, Susan? —preguntó con cautela.
—¿Más de lo que he hecho? No, nada más.
Bogert apretó los labios acongojado, pero Robertson preguntó:
—¿Qué has hecho, Susan?
—He pensado un poco, ya que no puedo persuadir a los demás de que lo hagan. Por lo pronto, he pensado en Madarian. Yo lo conocía, como sabéis. Era inteligente, pero exasperantemente extravertido. Pensé que te gustaría, después de haberme tenido a mí, Peter.
—Fue un cambio —reconoció Bogert, sin poder contenerse.
—Y siempre corría hacia ti con los resultados en cuanto los obtenía, ¿verdad?
—Así es.
—Sin embargo, su último mensaje, el mensaje en el que afirmó que Jane le había dado la respuesta, lo envió desde el avión. ¿Por qué esperó tanto? ¿Por qué no te llamó desde Flagstaff en cuanto Jane dijo lo que fuera que dijese?
—Supongo que quiso verificarlo exhaustivamente y… Bueno, no lo sé. Era lo más importante que le había ocurrido nunca. Tal vez quiso esperar y asegurarse.
—Por el contrario. Cuanto más importante era el asunto, menos esperaba. Y si podía esperar ¿por qué no esperó hasta estar de vuelta aquí, donde podría cotejar los resultados con todo el equipo informático que la empresa podía poner a su disposición? En síntesis, esperó demasiado desde un punto de vista y demasiado poco desde el otro.
—¿Crees que se traía algo entre manos…? —interrumpió Robertson.
Susan lo miró con desprecio.
—Scott, no trates de competir con Peter en materia de comentarios anodinos. Permíteme continuar… Otro problema es el testigo. Según las grabaciones de esa última llamada, Madarian dijo: «El pobre saltó más de medio metro en el momento en que Jane dio la respuesta con su espléndida voz.» Ésas fueron sus últimas palabras. Y la pregunta es: ¿por qué el testigo se sobresaltó? Según Madarian, todos los hombres estaban locos por esa voz, y se habían pasado diez días con la robot, con Jane; ¿por qué iba a sobresaltarlos que hablara?
—Supuse que fue el asombro de oír que Jane daba respuesta a un problema que lleva ocupando la mente de los planetólogos desde hace casi un siglo —opinó Bogert.
—Pero ellos esperaban que Jane encontrara esa respuesta. Para eso estaba allí. Además, fíjate en la frase. Madarian da a entender que el testigo estaba sobresaltado, no asombrado. ¿Entiendes la diferencia? Más aún, esa reacción sobrevino «en el momento en que Jane dio la respuesta…». En otras palabras, apenas Jane se puso a hablar. Asombrarse ante el contenido de lo que dijo Jane habría requerido que el testigo lo escuchara para que pudiese asimilarlo. Madarian habría dicho que saltó más de medio metro después de oír lo que dijo Jane. Sería «después», no «en el momento».
—No creo que puedas hilar tan fino como para reducir todo al uso de una palabra —refunfuñó Bogert.
—Puedo —replicó Susan en su tono glacial—, porque soy robopsicóloga. Y sé que Madarian lo haría así porque era robopsicólogo. Tenemos, pues, que explicar esas dos anomalías. La rara tardanza de la llamada de Madarian y la rara reacción del testigo.
—¿Puedes explicarlas? —preguntó Robertson.
—Claro que sí, ya que empleo un poco de simple lógica. Madarian llamó con la noticia sin demora, como de costumbre. Si Jane hubiera resuelto el problema en Flagstaff, él habría llamado desde allí; como llamó desde el avión, eso es que Jane debió de resolver el problema después de salir de Flagstaff.
—Pero entonces…
—Déjame terminar, déjame terminar. ¿Madarian no se trasladó desde el aeropuerto a Flagstaff en un coche cerrado? ¿Y Jane no iba en la caja?
—Sí.
—Y supongo que Madarian y Jane, que iba en su caja, regresaron de Flagstaff al aeropuerto en el mismo vehículo cerrado. ¿Correcto?
—Sí, correcto.
—Y no estaban solos en el coche. En una de sus llamadas, Madarian dijo: «nos llevaron en coche desde el aeropuerto hasta el edificio principal», lo cual me hace suponer que había un chófer, un conductor humano en el coche.
—¡Santo cielo!
—Tu problema, Peter, es que cuando piensas en el testigo de una declaración planetológica piensas sólo en planetólogos. Divides a los seres humanos en categorías, y desdeñas y desechas a la mayoría. Un robot no puede hacer eso. La Primera Ley dice: «Un robot no debe dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.» Cualquier ser humano. Es la esencia de la perspectiva robótica. Un robot no establece distinciones. Para un robot, todos los hombres son verdaderamente iguales y, para un robopsicólogo que debe tratar con hombres en el nivel robótico, todos los hombres son verdaderamente iguales también. A Madarian no se le habría ocurrido decir que un camionero oyó la frase. Para ti un camionero no es un científico, sino el accesorio inanimado de un camión; pero para Madarian era un hombre y un testigo. Nada más. Nada menos.
Bogert sacudió la cabeza incrédulamente.
—¿Estás segura?
—Claro que estoy segura. ¿Cómo explicas, de lo contrario, que el testigo se haya sobresaltado? Jane estaba embalada en una caja, ¿verdad? Pero no estaba desactivada. Según los documentos, Madarian se mostró siempre inflexible en cuanto a no desactivar un robot intuitivo.
Más aún, Jane-5, como cualquiera de las otras Janes, era poco locuaz. Probablemente, a Madarían no se le ocurrió nunca ordenarle que guardara silencio dentro de la caja, y ella estableció sus correlaciones sólo cuando se encontraba ya dentro. Como era de esperar, se puso a hablar. Una bella voz de contralto sonó de pronto de la caja. Si tú fueras el conductor, ¿qué harías? Sin duda te sobresaltarías. Es un milagro que no se estrellara.
—Pero si el testigo fue el camionero, ¿por qué no se presentó…?
—¿Por qué? ¿Cómo puede saber él que ocurrió algo decisivo, que oyó algo importante? Además, ¿no crees que Madarian le habrá dado una buena propina para hacerle callar? ¿Tú querrías que se difundiera la noticia de que un robot activado estaba siendo transportado ilegalmente por la superficie terrestre?
—¿Y se acordará de lo que oyó?
—¿Por qué no? Tal vez tú pienses, Peter, que un camionero, que para ti es poco más que un simio, no es capaz de recordar. Pero los camioneros también pueden tener cerebro. Lo que Jane dijo era algo poco común, así que es probable que el camionero recuerde algo. Aunque se equivoque en algunas letras o números, se trata de un conjunto finito; es decir, quinientos cincuenta estrellas, o sistemas estelares, a ochenta años luz o así, no he mirado el número exacto. Podéis establecer las opciones correctas. Y de ser necesario tendréis todas las excusas para hacer uso de la sonda psíquica…
Los dos hombres la miraban de hito en hito. Finalmente, Bogert susurró, sin querer creérselo:
—¿Pero cómo puedes estar tan segura?
Por un momento, Susan estuvo a punto de decir: Porque he llamado a Flagstaff, idiota, y porque he hablado con el camionero y porque él me contó lo que había oído y porque lo he verificado con el ordenador de Flagstaff y he dado con las tres únicas estrellas que concuerdan con esa información y porque tengo los nombres en el bolsillo.
Pero se calló; que él mismo se encargara de averiguarlo. Se puso de pie y dijo sardónicamente: