Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Stock se echó a reír.
—No nos va tan mal. Hay más de ochenta sistemas planetarios independientes.
—¿Y somos las únicas inteligencias de la galaxia?
—Oh, están los diáboli, tus demonios particulares.
Apoyó los puños en las sienes, extendió los índices y los movió con rapidez.
—Y también los tuyos, y los de todos. Tienen un Gobierno único que abarca más planetas que todos los ocupados por nuestros preciosos ochenta sistemas independientes.
—Claro, y su planeta más próximo está a sólo mil quinientos años luz de la Tierra y no pueden vivir en planetas con oxígeno. —Abandonó su tono amistoso y añadió—: Mira, he pasado para avisarte que la semana próxima me presentaré al examen. ¿Vendrás conmigo?
—No.
—Estás decidido de verdad.
—Estoy decidido de verdad.
—Sabes que no lograrás nada. No vas a encender una gran llama en la Tierra ni conseguirás que millones de jóvenes se entusiasmen con tu ejemplo y organicen una huelga antibélica. Simplemente, irás a la cárcel.
—De acuerdo, iré a la cárcel.
Y fue a la cárcel. El 17 de junio de 2755 de la era atómica, tras un breve juicio, en el que Richard Sayama Altmayer se negó a presentar una defensa, fue condenado a tres años de prisión, o bien a permanecer encarcelado mientras durase la guerra, dependiendo de cuál de los períodos fuese el más largo. Estuvo en la cárcel un poco más de cuatro años y dos meses, hasta el momento en que la guerra terminó con una definida, aunque no aplastante, derrota santanniana. La Tierra obtuvo el control total de ciertos asteroides en disputa, varias ventajas comerciales y una limitación de la flota santanniana.
Las pérdidas humanas totales de la guerra ascendieron a más de dos mil naves, con la mayor parte de sus tripulantes, además de varios millones de vidas segadas durante el bombardeo de superficies planetarias desde el espacio. Las flotas de las dos potencias contendientes eran lo suficientemente fuertes como para limitar estos bombardeos a los puestos de avanzada de sus respectivos sistemas, de modo que los planetas Tierra y Santanni sufrieron pocos daños.
El conflicto consagró a la Tierra como la potencia militar humana más poderosa.
Geoffrey Stock luchó durante toda la guerra, entró en combate más de una vez y conservó la vida y la integridad física a pesar de ello. Al final de la guerra poseía rango de comandante. Intervino en la primera misión diplomática que la Tierra envió a los mundos de los diáboli, lo cual representó el primer paso en su creciente importancia en la vida tanto militar como política de la Tierra.
5 de septiembre de 2788
Eran los primeros diáboli que aparecían en la superficie de la Tierra. Los carteles y los noticiarios del Partido Federalista lo dejaban bien claro para quien lo ignorase. Una y otra vez repetían la cronología de los acontecimientos.
A principios de siglo, los exploradores humanos se encontraron con los diáboli. Eran seres inteligentes y habían descubierto el viaje interestelar por su cuenta un poco antes que los hombres. La cantidad de sus dominios galácticos era, ya entonces, mayor que la de los ocupados por los humanos.
Las relaciones diplomáticas regulares entre los diáboli y las principales potencias humanas llevaban establecidas veinte años, desde poco después de la guerra entre Santanni y la Tierra. En esa época, los puestos de avanzada de los diáboli se encontraban ya a veinte años luz de los puestos de avanzada humanos. Sus delegaciones iban a todas partes, concertaban tratos comerciales y obtenían concesiones sobre asteroides desocupados.
Y ya estaban en la Tierra misma. Eran tratados como iguales, y quizá mejor que iguales, por los gobernantes del mayor centro de población humana de la galaxia. La estadística más negativa era también la que los federalistas proclamaban con mayor énfasis: aunque el número de diáboli existentes era inferior a la cantidad total de humanos, la humanidad no había abierto más de cinco mundos nuevos a la colonización en cincuenta años, mientras que los diáboli habían iniciado la ocupación de casi quinientos.
«Cien a uno en contra nuestra», clamaban los federalistas, «porque ellos poseen una organización política y nosotros un centenar». Pero relativamente pocos en la Tierra, y menos aún en la totalidad de la galaxia, prestaban atención a los federalistas y a su reclamo de una Unión Galáctica.
Las muchedumbres que bordeaban las calles, por donde diariamente los cinco diáboli de la delegación viajaban desde su suite especialmente condicionada en el mejor hotel de la ciudad hasta la Secretaría de Defensa, no sentían hostilidad. La mayoría sentían curiosidad, y bastante repulsión.
Los diáboli no eran criaturas de aspecto agradable. De mayor tamaño y más robustos que los terrícolas, contaban con cuatro piernas rollizas en la parte inferior y dos brazos de dedos flexibles en la superior. Tenían una piel rugosa y lampiña y no usaban ropa. Sus rostros anchos y escamosos no mostraban expresiones inteligibles para los terrícolas y, en las zonas achatadas que había encima de sus ojos de grandes pupilas, nacían unos cuernos cortos. De ahí derivaba el nombre de estas criaturas. Al principio los llamaron demonios, pero luego se recurrió a un latinajo más cortés.
Cada uno de ellos llevaba sobre la espalda —o lomo— unos tubos flexibles que les llegaban hasta las fosas nasales, ceñidos con fuerza. Los tubos contenían soda cáustica con el fin de que absorbieran el dióxido de carbono, que para ellos era venenoso. Su metabolismo se centraba en la reducción de azufre, y a veces los que se encontraban en la primera fila de la muchedumbre de humanos captaban el pestilente hedor a sulfuro de hidrógeno exhalado por los diáboli.
El cabecilla de los federalistas se hallaba entre la multitud. Estaba en un sitio donde no llamaba la atención de los policías que acordonaban las avenidas y se mantenían alerta, montados en pequeños brincadores capaces de maniobrar velozmente a través de la multitud más densa. El líder federalista tenía rostro enjuto, nariz delgada, prominente y recta, y cabello entrecano.
—No soporto mirarlos —dijo, desviando la mirada.
Su compañero fue más filosófico:
—No son más feos en cuanto a su espíritu que algunos de nuestros apuestos funcionarios. Al menos, estas criaturas son fieles a sí mismas.
—Es una triste verdad. ¿Ya estamos preparados?
—Totalmente. Ninguno de ellos quedará vivo para regresar a su mundo.
—¡Bien! Me quedaré aquí para dar la señal.
Los diáboli también hablaban, lo que no resultaba evidente para los humanos, por cerca que estuviesen. Podían comunicarse emitiendo sonidos, pero no optaron por ese método. La piel que unía los dos cuernos vibraba con rapidez mediante contracciones de músculos cuya configuración resultaba desconocida para los humanos. Las diminutas ondas así transmitidas al aire eran demasiado rápidas para que las captara el oído humano y demasiado delicadas para ser detectadas por ninguno de los aparatos existentes, salvo por los más sensibles. En esa época, de hecho, los humanos desconocían la existencia de esa clase de comunicación.
—¿Sabíais que éste fue el planeta de origen de los dos-piernas? —dijo una vibración.
Hubo un coro de negativas:
—No.
Luego, otra vibración:
—¿Lo deduces de las comunicaciones de los dos-piernas que has estudiado, extravagante?
—¿Dices eso porque estudio las comunicaciones? Más de los nuestros deberían hacer eso en vez de insistir tanto en la total inutilidad de la cultura de los dos-piernas. Por lo pronto, estaremos en mejor posición para negociar si sabemos algo sobre ellos. Tienen una historia interesante por lo espantosa. Me alegra haberme animado a ver sus bobinas filmadas.
—Sin embargo —objetó otra vibración—, por nuestros contactos anteriores con ellos, uno pensaría que desconocían cuál era su planeta de origen. Desde luego, no hay veneración por este planeta Tierra ni existen ritos conmemorativos asociados con él. ¿Estás seguro de que la información es correcta?
—Absolutamente. La falta de rituales y el hecho de que este planeta no sea un lugar santo se comprenden por completo a la luz de la historia de los dos-piernas. Los de su especie que viven en otros mundos no les concederían ese honor, ya que rebajaría la dignidad y la independencia de sus propios mundos.
—No lo comprendo.
—Yo tampoco, la verdad, pero tras varios días de lectura creo vislumbrar algo. Parece ser que, originalmente, cuando los dos-piernas descubrieron el viaje interestelar vivían bajo una sola unidad política.
—Como es lógico.
—No tan lógico para ellos. Fue una etapa inusitada de su historia y no duró demasiado. Cuando las colonias de los diversos mundos crecieron y alcanzaron una madurez razonable, decidieron emanciparse del mundo madre. Así estallaron las primeras guerras interestelares entre los dos-piernas.
—Espantoso. Como caníbales.
—Sí, ¿verdad? Me han arruinado la digestión durante días. Mi bolo alimenticio está rancio. En cualquier caso, las diversas colonias obtuvieron la independencia, así que ahora tenemos la situación que bien conocemos. Todos los reinos, las repúblicas, las aristocracias y las demás organizaciones de los dos-piernas son simplemente pequeños conglomerados de varios mundos, cada uno de ellos consistente en un mundo dominante y unos cuantos secundarios, los cuales, a su vez, andan buscando la independencia o cambiando de manos. Los de la Tierra son los más fuertes y, sin embargo, cuentan con la fidelidad de menos de una docena de mundos.
—Es increíble que estas criaturas estén tan ciegas para con sus propios intereses. ¿No poseen ya la tradición de gobierno único que poseían cuando abarcaban sólo un mundo?
—Como he dicho, fue algo inusitado para ellos. El gobierno único existió sólo durante varias décadas. Antes de eso, este mismo planeta estaba dividido en varias unidades políticas sub-planetarias.
—Nunca oí hablar de nada semejante.
Durante un rato, las vibraciones supersónicas de las diversas criaturas interfirieron entre sí.
—Es un hecho cierto. Es simplemente la naturaleza de la bestia.
Y así llegaron a la Secretaría de Defensa.
Los cinco diáboli se pusieron uno al lado del otro ante la mesa. Permanecieron de pie porque su anatomía no permitía nada parecido a estar sentado. Al otro lado de la mesa, cinco terrícolas también de pie. Para ellos habría sido más cómodo sentarse, pero, comprensiblemente, no deseaban dejar en evidencia más aún la desventaja de su menor tamaño. La mesa era bastante ancha, la más ancha que se había podido conseguir, por respeto al olfato humano, pues los diáboli despedían un suave y continuo aroma de sulfuro de hidrógeno; un poco cuando respiraban, mucho más cuando hablaban. Se trataba de una dificultad sin precedentes en las negociaciones diplomáticas.
Por lo general, las reuniones no duraban más de media hora y al final de ese intervalo los diáboli concluían sus conversaciones sin ceremonias, se daban media vuelta y se marchaban. Esta vez, sin embargo, la despedida se vio interrumpida. Entró un hombre, y los cinco negociadores humanos le abrieron el paso. Era alto, más alto que los demás terrícolas, y llevaba el uniforme con la soltura de quien posee un viejo hábito. Tenía rostro redondo, ojos fríos y firmes y cabello negro y ralo, pero aún no tocado por el gris. Una mancha irregular de tejido cicatrizado le corría desde la punta de la mandíbula hasta el borde del alto cuello de cuero marrón. Tal vez fuese resultado de un rayo energético lanzado por un anónimo enemigo humano en cualquiera de las cinco guerras en las que este hombre había participado activamente.
—Señores —anunció el terrícola que había encabezado hasta ese momento las negociaciones—, les presento al secretario de Defensa.
Los desconcertados diáboli mantuvieron inescrutables expresiones de calma, pero las placas sónicas de sus frentes vibraron activamente. Aquello atentaba contra su rígido sentido de la jerarquía. El secretario no era más que otro dos-piernas, pero según las pautas de los dos-piernas los superaba en rango. No podían entablar conversaciones oficiales con él.
El secretario sabía lo que estaban pensando, pero no tenía opción en el asunto. Había que demorar la partida de los diáboli por lo menos diez minutos, y una interrupción cualquiera no hubiera servido para retenerlos.
—Señores, debo pedirles el favor de que permanezcan más tiempo esta vez —les dijo.
El diábolus del centro replicó en su remedo del idioma terrícola. Podría decirse que un diábolus poseía dos bocas. Una se articulaba en la extremidad más externa de la mandíbula y la utilizaban para comer; los seres humanos rara vez la veían en movimiento, pues los diáboli preferían comer en compañía de los de su especie. Pero tenían una apertura más angosta y que utilizaban para hablar. Se fruncía al abrirla, revelando el orificio viscoso donde deberían haber estado los incisivos ausentes en los diáboli. Permanecía abierta para el habla, y los necesarios bloqueos de las consonantes los efectuaban el paladar y el dorso de la lengua. El resultado era ronco y confuso, pero comprensible.
—Tendrán que disculparnos, pero ya estamos sufriendo —contestó el diábolus. Y con la frente emitió un mensaje inaudible para los humanos—: Se proponen asfixiarnos con su pestilente atmósfera. Hemos de pedir cilindros absorbentes de veneno de mayor tamaño.
—Comprendo sus sentimientos —asintió el secretario de Defensa—. Sin embargo, ésta podría ser mi única oportunidad de hablar con ustedes. Tal vez pudieran honrarnos comiendo en nuestra compañía.
El terrícola que estaba al lado del secretario no pudo contener un gesto de disgusto. Garrapateó una nota en un papel y se la pasó al secretario, quien la miró de soslayo.
Decía: «No. Comen heno sulfuroso. El tufo es inaguantable.» El secretario arrugó la nota y la tiró.
—El honor es nuestro —habló el diábolus—. Si pudiéramos resistir físicamente esta extraña atmósfera de ustedes durante tanto tiempo, aceptaríamos con suma gratitud. —Y por la frente añadió muy nervioso—: No esperarán que comamos con ellos y les veamos consumir cadáveres de animales. Nunca más disfrutaría de mi bolo alimenticio.
—Respetamos sus razones —accedió el secretario—. Entonces, resumamos ahora nuestras transacciones. En las negociaciones realizadas hasta ahora, no hemos podido obtener de su Gobierno, representado aquí por ustedes, ningún indicio claro acerca de dónde se encuentran los límites de su esfera de influencia, a juicio de ustedes. Hemos presentado varias propuestas al respecto.