Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Pero entonces, ¿qué hará pasado mañana? —preguntó Kaunas.
—¿Y yo qué sé? Está loco —dijo.
Talliaferro seguía jugueteando con su registrador, preguntándose si debía sacar y revelar algunas de las diminutas películas que contenía el aparatito en sus entrañas. Decidió no hacerlo. Luego dijo:
—No menosprecio a Villiers. Es un gran cerebro.
—Hace diez años tal vez lo fuese, no lo niego —dijo Ryger—. Pero ahora está como un cencerro. Propongo que no pensemos más en él.
Habló en voz muy alta, como si quisiera ahuyentar a Villiers y todo lo concerniente a él gracias a la simple energía con que hablaba de otras cosas. Habló de Ceres y de su trabajo…, el estudio de la Vía Láctea mediante nuevos radiotelescopios capaces de resolver los enigmas que aún guardaban las estrellas.
Kaunas escuchaba haciendo gestos de asentimiento; luego empezó a hablarles a su vez de las ondas de radio emitidas por las manchas solares y de su propia comunicación, actualmente en prensa, la cual versaba sobre las relaciones que tenían las tempestades de protones con las gigantescas protuberancias de hidrógeno que se formaban sobre la superficie solar.
La aportación de Talliaferro al congreso no era muy importante. Los trabajos que se efectuaban sobre la Luna eran muy poco brillantes, comparados con los que expondrían sus dos compañeros. Las últimas noticias sobre la previsión del tiempo a largo plazo gracias a la observación diaria de las estelas de condensación de los reactores terrestres no era algo comparable a aquellos magníficos trabajos sobre radioastronomía y tempestades protónicas.
Pero, principalmente, no conseguía echar a Villiers de su pensamiento. Villiers era el cerebro de su grupo. Todos ellos lo sabían. Incluso Ryger, a pesar de todas sus fanfarronadas, debía pensar en su fuero interno que si la transferencia de masas era posible, sólo podía haberla descubierto Villiers.
La conversación sobre su propio trabajo terminó con la descorazonadora conclusión que ninguno de ellos había realizado gran cosa. Talliaferro estaba al corriente de la literatura especializada, y lo sabía. Las comunicaciones que él había escrito eran de importancia secundaria. Lo mismo podía decirse de los trabajos de investigación que habían publicado sus dos compañeros.
Ninguno de ellos —había que mirar las cosas cara a cara— había realizado un descubrimiento trascendental. Los sueños grandiosos de sus días escolares no se habían realizado; ésta era la verdad. Eran unos competentes obreros de la ciencia, entregados a un trabajo rutinario. Nada menos ni, por desgracia, nada más. Y ellos lo sabían.
Villiers hubiera sido algo más. Nadie lo ignoraba. Era esta certidumbre, así como su sentimiento de culpabilidad, lo que creaba aquel antagonismo entre ellos.
Talliaferro, inquieto, se daba cuenta que, a pesar de todo, Villiers iba a ser más que ellos. Sus compañeros debían pensar lo mismo, y sin duda se sentían abrumados por el peso de su mediocridad. La comunicación sobre la transferencia de masas debía ser presentada, aportando la gloria y la celebridad a Villiers, como de derecho le correspondía, mientras sus antiguos condiscípulos, a pesar de la posición ventajosa que gozaban, caerían en el olvido. Su papel se limitaría al de simples espectadores, que aplaudirían mezclados con la multitud.
Se dejó dominar por la envidia y la tristeza y eso le avergonzó, pero no pudo desechar aquellos sentimientos.
La conversación cesó, y apartando la mirada, Kaunas dijo:
—Oigan, ¿por qué no vamos a ver al viejo Villiers?
Lo dijo con falso entusiasmo, haciendo un esfuerzo por mostrarse indiferente que no convenció a nadie.
—De nada sirve quedarnos con este resquemor… —añadió—: Es lo que yo digo…, recuperemos nuestra amistad…
Talliaferro se dijo: «Quiere cerciorarse de lo que pueda haber de verdad en la transferencia de masas. Abriga la esperanza que sea únicamente el sueño de un loco; si lo comprueba, esta noche podrá dormir tranquilo.»
Pero como él también sentía curiosidad por averiguarlo, no hizo ninguna objeción, e incluso Ryger se encogió desmañadamente de hombros, diciendo:
—Diablos, ¿y por qué no?
Estaban a punto de dar las once.
Talliaferro se despertó al oír la insistente llamada a la puerta de su dormitorio. Se incorporó sobre un codo en las tinieblas, dominado por la cólera. El débil resplandor del indicador del techo señalaba casi las cuatro de la madrugada.
Talliaferro gritó:
—¿Quién es?
El timbre siguió sonando, en llamadas cortas e insistentes.
Maldiciendo por lo bajo, Talliaferro se puso el albornoz. Abrió la puerta y parpadeó a la luz del corredor. Reconoció inmediatamente al intempestivo visitante, por haberlo visto con frecuencia en los tridimensionales.
Sin embargo, el visitante dijo en un brusco susurro:
—Soy Hubert Mandel.
—Le conozco, señor Mandel —dijo Talliaferro.
Mandel era una de las grandes figuras contemporáneas de la astronomía, de tanto relieve que ocupaba un puesto importantísimo en la Sociedad Astronómica Mundial, y debido a su actividad, le había sido confiada la presidencia de la sección de astronáutica del congreso.
De pronto, Talliaferro recordó con sorpresa que era precisamente Mandel quien había presenciado el experimento de transferencia de masas realizado por Villiers, según éste había asegurado. Al pensar en Villiers se despabiló bastante.
Mandel le preguntó:
—¿Es usted el doctor Edward Talliaferro?
—Sí, señor.
—Entonces, vístase y véngase conmigo. Se trata de algo muy importante. Algo referente a un conocido común.
—¿A Villiers?
Mandel parpadeó ligeramente. Tenía las cejas y las pestañas de un rubio tan desvaído que conferían a sus ojos un aspecto desnudo y extraño. Su cabello era fino como la seda. Representaba unos cincuenta años.
—¿Por qué precisamente Villiers? —preguntó.
—Anoche le mencionó a usted, doctor Mandel. No sé que tengamos ningún otro amigo común.
Mandel hizo un gesto de asentimiento. Después esperó a que Talliaferro se vistiese y luego le hizo una seña para que le siguiese. Ryger y Kaunas ya les esperaban en una habitación del piso inmediatamente superior al de Talliaferro. Kaunas mostraba los ojos enrojecidos y una expresión turbada. Ryger daba chupadas impacientes a su cigarrillo.
—Aquí estamos —dijo Talliaferro—. Otra reunión.
Nadie le hizo caso.
El hombrón tomó asiento y los tres se miraron. Ryger se encogió de hombros.
Mandel medía la estancia dando zancadas con las manos profundamente metidas en los bolsillos. Volviéndose hacia ellos, les dijo:
—Les ruego que me disculpen por llamarles a una hora tan intempestiva, caballeros. Asimismo, les doy las gracias por su cooperación. Me hará falta una gran cantidad de ella. Nuestro común amigo, Romero Villiers, ha muerto. Hará cosa de una hora, sacaron su cadáver del hotel. El médico ha certificado que la muerte se debió a un ataque cardíaco.
Reinó un consternado silencio. El cigarrillo de Ryger se quedó en el aire, sin que éste terminase de llevárselo a los labios, y luego la mano que lo sostenía descendió lentamente, sin completar el viaje.
—Pobre diablo —dijo Talliaferro.
—Es horrible —susurró Kaunas roncamente—. Era un hombre…
No terminó la frase.
Ryger se estremeció.
—Sí, ya sabíamos que estaba mal del corazón. Era inevitable.
—No tanto —le corrigió Mandel suavemente—. Aún podía restablecerse. No estaba desahuciado por los médicos.
—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Ryger con aspereza.
Sin contestar, Mandel preguntó a su vez:
—¿Cuándo le vieron ustedes por última vez?
Talliaferro tomó la palabra:
—Anoche, como le he dicho. Celebrábamos una reunión…, para festejar nuestro primer encuentro después de diez años. Por desgracia, Villiers vino y nos aguó la fiesta. Estaba convencido que tenía motivos de queja contra nosotros, y vino muy encolerizado.
—¿A qué hora fue eso?
—La primera vez, hacia las nueve.
—¿Cómo la primera vez?
—Volvimos a verle un poco más tarde.
Kaunas parecía turbado. Intervino para decir:
—Se fue hecho un basilisco. No podíamos dejar las cosas así. Debíamos intentar calmarle. Recuerde usted que éramos antiguos amigos. Entonces decidimos ir a su habitación y…
Mandel saltó al oír eso:
—¿Estuvieron todos en su habitación?
—Sí —repuso Kaunas, sorprendido.
—¿A qué hora?
—Debían ser las once, creo.
Miró a sus compañeros, y Talliaferro asintió.
—¿Y cuánto tiempo estuvieron allí?
—Ni dos minutos —intervino Ryger—. Nos echó con violencia; se figuró que íbamos en busca de su comunicación. —Hizo una pausa, como si esperase que Mandel le preguntase a qué comunicación se refería, pero el ilustre astrónomo no dijo nada. Entonces él prosiguió—: Creo que la guardaba bajo la almohada, pues se tendió sobre ella, gritando que nos fuésemos.
—Tal vez entonces se estaba muriendo —dijo Kaunas, en un tétrico murmullo.
—Todavía no… —le atajó Mandel—. Por lo tanto, es probable que todos ustedes dejasen huellas dactilares.
—Probablemente —dijo Talliaferro, empezando a perder parte del respeto inconsciente que le inspiraba Mandel; al propio tiempo, notaba que volvía a impacientarse. ¡Eran las cuatro de la madrugada! Así es que dijo—: Vamos a ver, ¿adónde quiere usted ir a parar?
—Bien, señores —dijo Mandel—; la muerte de Villiers es algo más que una sencilla muerte. La comunicación de Villiers, el único ejemplar existente de la misma según mi conocimiento, apareció metida en el aparato quema-cigarrillos y reducida a cenizas. Yo no había visto ni leído dicha comunicación, pero conozco lo bastante sobre este asunto para jurar ante cualquier tribunal, si fuese necesario, que los restos del papel sin quemar que se han encontrado en el aparato para quemar colillas pertenecían a la comunicación que él pensaba presentar ante el congreso… Parece usted ponerlo en duda, doctor Ryger.
Éste sonrió con un rictus amargo.
—Sí, pongo en duda que hubiese llegado a presentarla. En mi opinión, doctor Mandel, ese infeliz estaba loco. Durante diez años se sintió prisionero en la Tierra, e imaginó todo eso de la transferencia de masas como un medio de evasión. Probablemente, eso le ayudó a seguir viviendo. En cuanto a su demostración, sin duda se trataba de un truco. No digo que hiciese de modo deliberado una demostración fraudulenta. Probablemente era sincero. Anoche las cosas se pusieron al rojo vivo. Se presentó en nuestras habitaciones (nos odiaba por haber conseguido salir de la Tierra) para restregarnos su triunfo por las narices. Él había vivido durante diez años en espera de aquel momento. Tal vez la impresión recibida fue tan fuerte que le devolvió momentáneamente la cordura. Entonces comprendió que no podría leer su comunicación, pues ésta no tenía ni pies ni cabeza. Así que la quemó en el cenicero, y su corazón, incapaz de resistir aquellas emociones, falló. Ha sido una lástima.
Mandel escuchó al astrónomo de Ceres con una expresión de profundo descontento en la cara. Luego dijo:
—Habla usted muy bien, doctor Ryger, pero se equivoca de medio a medio. Yo no me dejo engañar tan fácilmente por demostraciones fraudulentas como usted pueda creer. Ahora bien, según los datos de inscripción al congreso, que me he visto obligado a comprobar apresuradamente, ustedes tres estudiaron con Villiers en la universidad, ¿no es cierto?
Los tres asintieron.
—¿Figuran otros condiscípulos suyos en el congreso?
—No —repuso Kaunas—. Nosotros cuatro fuimos los únicos que nos doctoramos en ciencias astronómicas aquel año. Es decir, él se hubiera doctorado también, de no haber sido por…
—Sí, ya lo sé —dijo Mandel—. Bien, en ese caso, uno de ustedes tres visitó a Villiers en su habitación por última vez hace cuatro horas, a medianoche.
Reinó un breve silencio, roto cuando Ryger dijo fríamente:
—Yo no.
Kaunas, con los ojos muy abiertos, movió negativamente la cabeza.
Talliaferro preguntó:
—¿Adónde quiere usted ir a parar?
—Uno de ustedes fue a verle a medianoche, insistiendo en que le dejase ver su comunicación. Ignoro los motivos que tendría. Es presumible que fuese con la intención deliberada de provocarle un colapso cardíaco. Villiers sufrió el colapso, y el criminal, si es que puedo llamarlo así, pasó a la acción. Apoderándose de la comunicación, que probablemente se hallaba oculta bajo la almohada, la registró. Luego destruyó el documento en el cenicero, pero se hallaba dominado por la prisa y no consiguió destruirlo completamente.
Ryger le interrumpió:
—¿Cómo sabe usted todo eso? ¿Acaso lo presenció?
—Casi —repuso Mandel—. Villiers no falleció inmediatamente, después de su primer colapso. Cuando el asesino salió, él consiguió llegar hasta el teléfono y llamar a mi habitación. Sólo pudo pronunciar algunas frases ahogadas, pero que fueron suficientes para reconstruir lo sucedido. Por desgracia, yo no me encontraba entonces en mi habitación, pues había tenido que asistir a una reunión que fue convocada muy tarde. No obstante, el contestador automático conservó la voz de Villiers. Siempre tengo por costumbre pasar la grabación cuando vuelvo a mi habitación o al despacho. Es una costumbre burocrática. Le llamé inmediatamente, pero ya no me respondió. Había muerto.
—Vamos a ver. ¿Y qué dijo? —preguntó Ryger—. ¿Dio el nombre del culpable?
—No. O si lo dijo, era ininteligible. Pero capté claramente una palabra. Ésta era «condiscípulo».
Talliaferro sacó su registrador, que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, y lo ofreció a Mandel, diciendo con voz tranquila:
—Si desea revelar las películas que contiene mi registrador, puede usted hacerlo; sin embargo, no encontrará en ellas la comunicación de Villiers.
Kaunas se apresuró a imitarle, seguido por Ryger, el cual hizo una mueca desdeñosa.
Mandel tomó los tres registradores, diciendo con sequedad:
—Es de suponer que aquel de ustedes tres que haya cometido el crimen ya habrá hecho desaparecer la película impresionada con la comunicación. No obstante…
Talliaferro enarcó las cejas:
—Puede usted registrarme, lo mismo que mi habitación.
Pero Ryger seguía refunfuñando: