Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Espere un momento…, un momento, por favor. ¿Acaso es usted la policía?
Mandel le miró fijamente:
—¿Quiere que la llame? ¿Quiere un escándalo y una acusación de asesinato? ¿Desea que se hunda el congreso y que la prensa de todo el Sistema ponga en la picota a la astronomía y a los astrónomos? La muerte de Villiers muy bien pudiera haber sido accidental. No olvidemos que estaba enfermo del corazón. Aquel de ustedes que se encontrase allí pudo haber obrado a impulsos de un sentimiento momentáneo. Tal vez no se trató de un crimen deliberado; es decir, que no hubo premeditación ni alevosía en el supuesto asesinato. Si el que cometió esta desdichada acción quiere devolver el negativo, podemos evitarnos muchas complicaciones y disgustos.
—¿También el criminal los evitará? —preguntó Talliaferro.
Mandel se encogió de hombros.
—Tal vez sufra molestias. Yo no le prometo la inmunidad. Pero sea como fuere, se librará de la vergüenza pública y de ir a la cárcel para toda su vida, como podría suceder si llamásemos a la policía.
Silencio.
Mandel dijo:
—Es uno de ustedes tres.
Silencio.
Mandel prosiguió:
—Me parece ver el razonamiento que está haciendo el culpable. La comunicación ha sido destruida. Sólo nosotros cuatro estamos enterados de la transferencia de masas, y solamente yo he presenciado una demostración. Además, ustedes sólo lo saben por habérselos dicho Villiers, al que consideraban loco. Una vez muerto Villiers a consecuencia de un colapso cardíaco, una vez destruida la comunicación, resultará fácil creer la teoría del doctor Ryger, según la cual no existe la transferencia de masas ni ha sido posible jamás. Transcurrirían un año o dos, y nuestro criminal, en posesión de todos los datos acerca de la transferencia de masas, podría ir revelándola poco a poco, realizando algún experimento, publicando prudentes comunicaciones, para terminar como el descubridor indiscutido de la teoría, con todo cuanto eso llevaría aparejado en dinero y honores. Ni siquiera sus propios compañeros de universidad llegarían a sospechar. En el peor de los casos, imaginarían que la dramática entrevista que tuvieron con Villiers le estimuló para iniciar investigaciones por su cuenta en este terreno. No creo que llegasen más allá.
Mandel paseó su mirada sobre los reunidos.
—Pero nada de eso será posible a partir de ahora. Aquel de ustedes tres que se presente como el descubridor de la transferencia de masas se denunciará a sí mismo como el criminal. Yo presencié la demostración; sé que es legítima; sé también que uno de ustedes posee la copia de la comunicación. A partir de este momento, este importante trabajo científico ya no es de ninguna utilidad para el que lo haya robado. Es preferible, pues, que quien lo tenga lo entregue.
Silencio.
Mandel se dirigió a la puerta y regresó de nuevo junto a ellos.
—Les agradeceré que no se muevan de aquí hasta que yo vuelva. No tardaré mucho. Espero que el culpable emplee este intervalo para reflexionar. Si teme que una confesión le cueste el cargo, me permito recordarle que una sesión con la policía puede costarle la libertad y pasar por la Prueba Psíquica. —Sopesó los tres registradores, con semblante ceñudo y aspecto fatigado por la falta de sueño—. Voy a revelarlos.
Kaunas trató de sonreír.
—¿Y si tratamos de ir a buscarlo mientras usted está fuera?
—Sólo uno de ustedes tiene motivo para intentarlo —repuso Mandel—. Creo que puedo confiar en los dos inocentes para vigilar al tercero, aunque sólo sea por instinto de conservación.
Dichas estas palabras, salió.
Eran las cinco de la madrugada. Ryger consultó su reloj con indignación.
—Valiente broma. Me caigo de sueño.
—Podemos descabezar un sueñecito aquí —dijo Talliaferro filosóficamente—. ¿Ninguno de ustedes dos se propone cantar de plano?
Kaunas apartó la mirada y Ryger frunció los labios.
—Por lo visto, no quieren confesar. —Talliaferro cerró los ojos, apoyó su enorme cabeza en el respaldo del sillón y dijo con voz cansada—: En la Luna estamos ahora en la estación de la calma. Tenemos una noche de quince días, y entonces trabajamos de firme. Luego vienen dos semanas de sol y nos pasamos el tiempo haciendo cálculos, estableciendo correlaciones e intercambiando datos. Es aburridísimo. A mí me disgusta. Si hubiese además mujeres, si pudiese conseguir algo permanente…
En un susurro, Kaunas se puso a hablar del hecho que aún fuese imposible tener a todo el Sol sobre el horizonte y a la vista del telescopio en Mercurio. Pero con otros tres kilómetros de sendero que pronto se abrirían para el Observatorio…, se podría trasladar todo, lo cual supondría un gigantesco esfuerzo; sin embargo, se utilizaría directamente la energía solar… Podía hacerse. Se haría.
Incluso Ryger consintió en hablar de Ceres después de escuchar los murmullos de sus compañeros. Allí se enfrentaban con el problema del período de rotación de dos horas, lo cual significaba que las estrellas cruzaban el cielo a una velocidad angular doce veces mayor que en el firmamento de la Tierra. Una red de tres pares termoeléctricos, tres radiotelescopios, etc., permitía pasar el campo de estudios de uno a otro observatorio mientras las estrellas pasaban fugazmente.
—¿Por qué utilizan uno de los polos? —preguntó Kaunas.
—Aquello no es lo mismo que Mercurio y el Sol —dijo Ryger con impaciencia—. Incluso en los polos, el cielo seguiría girando, y tendríamos la mitad oculta para siempre. Ahora bien…, si Ceres sólo presentase una de sus caras al Sol, como ocurre con Mercurio, tendríamos un cielo nocturno permanente, en el cual las estrellas efectuarían un giro lentísimo en tres años.
El cielo se tiñó con los primeros resplandores del alba.
Talliaferro estaba medio dormido, pero se esforzaba por no sumirse del todo en la inconsciencia. No quería quedarse dormido mientras sus dos compañeros estuviesen despiertos. Pensó que cada uno de los tres debía estarse preguntando: «¿Quién será? ¿Quién será?»… Excepto el culpable, desde luego.
Talliaferro abrió los ojos cuando Mandel entró de nuevo. El cielo que se mostraba por la ventana se había vuelto azul. A Talliaferro le alegraba que la ventana estuviese cerrada. El hotel tenía aire acondicionado, por supuesto, pero durante la estación benigna del año, aquellos terrestres que deseasen respirar aire fresco podían abrir las ventanas. Talliaferro, acostumbrado al vacío lunar, se estremeció ante esta idea, con verdadero disgusto.
Mandel les preguntó:
—¿Tiene algo que decir alguno de ustedes?
Los tres se miraron fijamente. Ryger movió negativamente la cabeza.
Mandel añadió:
—Señores, he revelado las películas de sus registradores, para examinar lo que contenían. —Arrojó los registradores y las películas reveladas sobre la cama—. ¡Nada!… Perdonen el trabajo que les doy para clasificar las películas. Pero sigue en pie la cuestión de la película que falta.
—Si es que falta —dijo Ryger, y bostezó prodigiosamente.
Mandel les dijo:
—Les agradecería que me acompañasen a la habitación de Villiers, señores.
Kaunas pareció sorprendido.
—¿Por qué?
—¿Como recurso psicológico? —observó Talliaferro—. ¿Conduciendo al criminal al lugar del crimen, los remordimientos le obligarán a confesar?
Mandel repuso:
—Una razón menos melodramática es que me gustaría contar con la ayuda de aquellos dos de ustedes que son inocentes para encontrar la película desaparecida que contiene la comunicación de Villiers.
—¿Cree usted que está allí? —preguntó Ryger en son de reto.
—Es posible. Todo consiste en comenzar. Después podemos registrar las habitaciones de ustedes. La sesión dedicada a la astronáutica no empieza hasta mañana por la mañana a las diez. Hasta entonces tenemos tiempo.
—¿Y después?
—Tal vez tendremos que llamar a la policía.
Entraron con cierta aprensión en el cuarto de Villiers. Ryger estaba congestionado. Kaunas pálido. Talliaferro trataba de conservar la calma.
La noche anterior habían visto aquella habitación bajo la luz artificial mientras Villiers, barbotando palabrotas, despeinado, abrazaba la almohada, fulminándolos con la mirada y mandándolos a paseo. A la sazón flotaba en la estancia el indefinible aroma de la muerte.
Mandel accionó el polarizador de la ventana para dejar entrar más la luz, pero lo abrió en exceso, con el resultado que el sol naciente entró a raudales.
Kaunas, tapándose los ojos con el brazo, gritó:
—¡El sol!
Los demás le miraron estupefactos.
En el semblante de Kaunas se pintaba un terror extraordinario, como si aquel sol que bañaba la estancia fuese el de Mercurio.
Talliaferro pensó en cuál sería su propia reacción ante la posibilidad que se abriese la ventana al aire libre, y sus dientes castañetearon. Todos estaban deformados por sus diez años de ausencia de la Tierra.
Kaunas corrió hacia la ventana, buscando el polarizador con mano temblorosa, y entonces lanzó una exclamación.
Mandel corrió a su lado.
—¿Qué ocurre?
Los otros dos se les unieron.
A sus pies se extendía la ciudad hasta el horizonte…, docenas y docenas de casas de piedra y ladrillo, bañadas por el sol naciente, con las porciones sombreadas vueltas hacia ellos. Talliaferro le dirigió una mirada furtiva e inquieta.
Kaunas, con el pecho hundido como si no quedase en él ni un hálito de aire para gritar, contemplaba fijamente algo que estaba mucho más cerca. Sobre el alféizar exterior de la ventana, con un extremo metido en una pequeña grieta, en una ranura del cemento, se hallaba una tira de película neblinosa de poco más de dos centímetros de largo, bañada por los rayos del sol naciente.
Mandel, lanzando un grito de cólera incoherente, levantó la ventana de guillotina y se apoderó de la película, protegiéndola inmediatamente en el cuenco de la mano. Luego la miró con ojos desorbitados y enrojecidos, mientras gritaba:
—¡Esperen aquí!
Sobraba todo comentario. Cuando Mandel se fue, ellos se sentaron para contemplarse estúpidamente, en silencio.
Mandel regresó a los veinte minutos. Les dijo suavemente, con una voz que producía la impresión que era tranquila porque quien la emitía ya estaba más allá de la desesperación:
—El extremo de la película que estaba introducido en la grieta no estaba velado. Pude leer algunas palabras. Las suficientes para constatar que era la comunicación de Villiers. El resto está echado a perder; completamente velado. La comunicación se ha perdido para siempre.
—¿Y ahora qué? —preguntó Talliaferro.
Mandel se encogió cansadamente de hombros.
—Ahora, ya no me importa nada. La transferencia de masas se ha perdido por el momento. Habrá que esperar a que alguien tan inteligente como Villiers, con su mismo genio, vuelva a descubrirlo. Yo trabajaré en ello, pero no me hago ilusiones acerca de mi capacidad. Después de perder este precioso documento, supongo que ya no vale la pena saber quién es el culpable. ¿De qué nos serviría?
Tenía los hombros hundidos y parecía abrumado por la desesperación.
Pero Talliaferro habló con una voz que de pronto se había hecho dura:
—No, señor, no estoy de acuerdo. A los ojos de usted, el culpable puede ser cualquiera de nosotros tres. Yo, por ejemplo. Usted es una gran figura en el terreno de la astronomía y después de esto jamás querrá hacer nada en mi favor. Siempre me mirará con prevención, considerándome incompetente o, ante la duda, algo peor. No estoy dispuesto a arruinar mi carrera por la sombra de una duda de culpabilidad. Por lo tanto, debemos aclarar inmediatamente este asunto.
—Yo no soy un detective —dijo Mandel cansadamente.
—Entonces llame usted a la policía, qué diablos.
Ryger intervino:
—Espera un momento. No pretenderás insinuar que yo soy el culpable…
—Lo único que digo es que yo soy inocente. Defiendo mi inocencia.
Kaunas levantó la voz, en la que se percibía una nota de terror:
—Esto significa que nos someterán a la Prueba Psíquica. ¿Y el daño mental que eso nos ocasionará?…
Mandel levantó ambos brazos en el aire.
—¡Señores, señores, por favor! Podemos hacer otra cosa, si no queremos acudir a la policía. Sí, tiene usted razón, doctor Talliaferro; sería injusto hacia los inocentes dejar las cosas como están.
Todos se volvieron hacia él, dando diversas muestras de hostilidad. Ryger le preguntó:
—¿Qué nos propone usted ahora?
—Tengo un amigo llamado Wendell Urth. Tal vez hayan oído hablar de él, o tal vez no. De todos modos, me las arreglaré para que nos reciba esta misma noche.
—¿Y qué resolveremos con eso? —preguntó Talliaferro—. ¿Nos proporcionará alguna luz sobre el asunto?
—Es un hombre singular —dijo Mandel, con cierta vacilación—, singularísimo. Y a su manera, extraordinariamente inteligente. Ha colaborado varias veces con la policía, y tal vez ahora quiera ayudarnos.
Edward Talliaferro no pudo evitar contemplar la habitación y a su ocupante con el mayor asombro. Tanto aquélla como éste parecían existir aisladamente, sin formar parte de ningún mundo identificable. No llegaba ningún sonido de la Tierra al interior de aquel nido perfectamente acolchado y desprovisto de ventanas. La luz y el aire de la Tierra hallaban cerrado el paso al interior de aquella estancia, provista de luz artificial y aire acondicionado.
Era una habitación enorme, penumbrosa y atestada. Avanzaron sorteando toda clase de obstáculos esparcidos por el suelo, hasta un diván del que se habían hecho caer bruscamente montones de microfilmes, que aparecían formando una enmarañada masa en el suelo.
El dueño de aquella curiosa habitación exhibía una enorme cara redonda, que les miraba desde lo alto de un cuerpo rechoncho, casi esférico. Se movía rápidamente de un lado a otro sobre sus cortas piernas, zarandeando la cabeza al hablar y haciendo saltar sus gruesas gafas sobre la roma protuberancia que hacía las veces de nariz. Sus ojos saltones y provistos de gruesos párpados les miraban con un brillo irónico y miope, mientras él tomaba asiento en su combinación de sillón y mesa escritorio, sobre la que caía directamente la única luz potente que brillaba en la habitación.
—Son muy amables al haber venido a verme caballeros. Disculpen el estado de la habitación. —Abarcó la pieza con un amplio gesto de sus manos gordezuelas—. Me han encontrado ustedes dedicado a la tarea de catalogar los numerosos objetos de origen extraterrestre que he ido acumulando en el curso de los años. Es una tarea ímproba. Por ejemplo…