Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Saltó trabajosamente de su asiento y se puso a rebuscar en un montón de objetos heterogéneos que tenía al lado de su escritorio, hasta que consiguió encontrar un objeto gris neblina semi-translúcido y vagamente cilíndrico.
—Esto que aquí ven es un objeto calistano que puede ser tal vez una reliquia de seres racionales no humanos —les dijo—. Aún no está decidido. No se han descubierto más de una docena, y éste es el ejemplar más perfecto que se conoce.
Lo tiró con gesto negligente a un lado y Talliaferro dio un respingo. El individuo regordete le miró y dijo:
—Es irrompible.
Volvió a sentarse, cruzó sus romos dedos sobre el abdomen y dejó que subiesen y bajasen suavemente, al compás de su respiración.
—¿Y ahora, en que puedo servirles?
Hubert Mandel ya había hecho las presentaciones, y Talliaferro estaba sumido en honda reflexión. Recordaba que el autor de un libro recientemente publicado, titulado Procesos evolutivos comparados en los planetas del ciclo oxígeno-agua, se llamaba también Wendell Urth, pero sin duda no podía ser aquel hombre.
Aunque, tal vez…
Entonces le preguntó:
—¿Es usted el autor de los Procesos evolutivos comparados, doctor Urth?
Una sonrisa beatífica apareció en la cara de Urth.
—¿Lo ha leído usted? —preguntó.
—Pues verá, no, no lo he leído, pero…
Instantáneamente, la mirada de los ojos de Urth se tornó reprobatoria.
—Pues tiene usted que leerlo —ordenó—. Ahora mismo. Tome, le regalo un ejemplar…
Salto de su silla de nuevo, pero Mandel exclamó:
—Espere, Urth, lo primero es lo primero. Este asunto es grave.
Obligó a Urth a sentarse de nuevo y empezó a hablar rápidamente, como si quisiera evitar nuevas desviaciones del tema principal. Hizo un resumen del caso con un admirable laconismo.
Urth fue enrojeciendo paulatinamente mientras escuchaba. Empujó las gafas hacia arriba, pues estaban a punto de caerle de la nariz.
—¡Transferencia de masa! —exclamó.
—Lo vi con mis propios ojos —observó Mandel.
—¿Y no fuiste capaz de decírmelo?
—Juré que guardaría el secreto. Villiers era un hombre bastante… peculiar. Creo haberlo dicho.
Urth dio un puñetazo sobre la mesa.
—¿Cómo pudiste permitir que semejante descubrimiento quedase en poder de un excéntrico, Mandel? Si hubiese sido necesario, se debería haber apelado a la Prueba Psíquica para arrancarle esos conocimientos.
—Hubiera sido matarlo —protestó Mandel.
Pero Urth se balanceaba en su asiento oprimiéndose fuertemente las mejillas con las manos.
—Transferencia de masas… El único medio de viajar que debería utilizar un hombre decente y civilizado. El único sistema posible, la única manera concebible. De haberlo sabido… Si hubiese podido estar allí… Pero el hotel se encuentra por lo menos a cincuenta kilómetros de distancia.
Ryger, que escuchaba con una expresión de fastidio pintada en el rostro, intervino para decir:
—Según tengo entendido, existe una línea directa de cópteros hasta la sede del congreso. Invierten menos de diez minutos en el recorrido.
Urth, muy envarado, dirigió una extraña mirada a Ryger, hinchando las mejillas. Luego se puso en pie de un salto y salió corriendo de la habitación.
—¿Qué demonios le ocurre? —preguntó sorprendido Ryger.
Mandel murmuró:
—Condenado Urth. Debería haberles advertido.
—¿Sobre qué?
—El doctor Urth no utiliza ningún medio de transporte. Es una de sus fobias. Sólo se desplaza a pie.
Kaunas parpadeó en la semipenumbra.
—Pero tengo entendido que es extraterrólogo, ¿no es verdad? Un experto en las formas vivas de otros planetas.
Talliaferro se había levantado y contemplaba en aquellos momentos una lente galáctica montada sobre un pedestal. Observó el brillo interno de los sistemas estelares. Nunca había visto una lente de aquel tamaño y tan complicada.
—Sí, es extraterrólogo —dijo Mandel—, pero no ha visitado ni uno solo de los planetas cuya vida conoce como pocos, ni jamás los visitará. No creo que en los últimos treinta años se haya alejado a más de un kilómetro y medio de esta habitación.
Ryger no pudo contener la risa.
Mandel enrojeció de cólera.
—Tal vez les haga gracia, pero les agradecería que, cuando el doctor Urth regrese, midiesen sus palabras.
El sabio volvió a ocupar su asiento momentos después.
—Les ruego que me disculpen, caballeros —dijo con un hilo de voz—. Y ahora vamos a estudiar este problema. ¿Desea confesar alguno de ustedes?
Talliaferro contrajo los labios en una involuntaria mueca de desdén. Aquel extraterrólogo gordinflón, recluido por propia voluntad, inspiraba más risa que respeto. ¿Cómo podía arrancar una confesión al culpable? Afortunadamente, ya no harían falta sus dotes detectivescas, si es que las poseía. Dijo entonces:
—¿Está usted en contacto con la policía, doctor Urth?
En el rubicundo rostro de Urth se reflejó cierta presunción.
—No tengo relaciones oficiales con la ley, doctor Talliaferro, pero le aseguro que mis relaciones extraoficiales con la justicia son buenísimas.
—En ese caso, le facilitaré cierta información que usted podrá pasar a la policía.
Urth encogió la panza y tiró de un faldón de la camisa hasta sacarlo del pantalón. Luego procedió a limpiarse lentamente las gafas con él. Una vez hubo terminado, volvió a colocarlas en precario equilibrio sobre su nariz y preguntó:
—¿Y cuál es esa información?
—Le diré quién se hallaba presente cuando Villiers murió y quién registró su comunicación.
—¿Ha resuelto usted el misterio?
—He estado dándole vueltas todo el día. Sí, creo que lo he resuelto.
Talliaferro disfrutaba con el efecto que causaban sus palabras.
—¿Y quién fue?
Talliaferro hizo una profunda inspiración. Aquello no le resultaba fácil, a pesar que lo había estado planeando durante horas.
—El culpable es evidentemente el doctor Hubert Mandel —declaró.
Mandel asestó una furiosa mirada de irreprimible indignación a Talliaferro.
—Oiga usted, doctor —empezó a decir con vehemencia—. ¿Qué le permite lanzar esa ridícula patraña?
La voz de tenor de Urth le interrumpió.
—Déjele hablar, Hubert; oigamos lo que dice. Tú has sospechado de él, y nada impide que él sospeche de ti.
Mandel guardó un enojado silencio.
Talliaferro, esforzándose por hablar con voz tranquila, prosiguió:
—Es más que una simple sospecha, doctor Urth. Las pruebas son evidentes. Nosotros cuatro estábamos enterados del descubrimiento sobre la transferencia de masas, pero sólo uno de nosotros, o sea el doctor Mandel, había presenciado una demostración. Por lo tanto, sabía que era una realidad. Sabía también que existía una comunicación sobre el tema. Nosotros tres únicamente sabíamos que Villiers estaba más o menos desequilibrado. De todos modos, no descartábamos que existiera una posibilidad. Precisamente, fuimos a visitarle a las once para comprobarlo, pero entonces él demostró hallarse más loco que nunca.
»Comprobado, pues, lo que sabía el doctor Mandel y los motivos que pudieron conducirle a cometer el crimen. Ahora, doctor Urth, imagínese usted otra cosa. Quienquiera que fuese el que se entrevistó con Villiers a medianoche, le vio sufrir el colapso cardíaco y registró su comunicación, mantengámoslo de momento en el anonimato, debió sorprenderse terriblemente al ver que Villiers, al parecer, resucitaba y se ponía a hablar por teléfono. El asesino, dominado por un pánico momentáneo, sólo pensó en una cosa, en librarse de la única prueba que podía acusarle.
»Tenía que librarse de la película impresionada y tenía que hacerlo de tal manera que nadie pudiese descubrirla, para hacerse de nuevo con ella si conseguía quedar libre de sospechas. El alféizar de la ventana le ofrecía el escondite ideal. Se apresuró a subir el cristal de la ventana, ocultó fuera la película, y puso pies en polvorosa. De este modo, aunque Villiers consiguiese sobrevivir o su llamada telefónica produjese algún resultado, la única prueba en contra que tendría sería la palabra de Villiers, y costaría muy poco demostrar que éste no se hallaba en plena posesión de sus facultades mentales.
Talliaferro hizo una pausa y les miró con aire de triunfo. Consideraba que su argumentación era solidísima.
Wendell Urth parpadeó e hizo girar los pulgares de sus manos unidas, haciéndolos chocar contra la amplia pechera de su camisa. Entonces preguntó:
—¿Quiere explicarme el significado de todo esto?
—El significado es el siguiente: quien realizó las acciones descritas tuvo que abrir la ventana para ocultar la película al aire libre. Tenga usted en cuenta que Ryger ha vivido diez años en Ceres, Kaunas otros diez en Mercurio, y yo el mismo espacio de tiempo en la Luna…, exceptuando breves permisos, que más bien han sido escasos. Hemos comentado muchas veces, en nuestras conversaciones y, sin ir más lejos, ayer mismo, lo difícil que resulta aclimatarse de nuevo a la Tierra.
»Los mundos en que trabajamos están desprovistos de atmósfera. Nunca salimos al exterior sin escafandra. No se nos ocurre ni por asomo la idea de exponernos sin protección al espacio inhóspito. Por lo tanto, la acción de abrir la ventana hubiera provocado antes una terrible lucha interior en todos nosotros. En cambio, el doctor Mandel ha vivido siempre en la Tierra. Para él, abrir una ventana no representa más que un pequeño ejercicio muscular, algo muy sencillo. Para nosotros no. Por lo tanto, fue él quien lo hizo.
Talliaferro se recostó en su asiento con una leve sonrisa.
—¡Espacio, diste en el clavo! —exclamó Ryger con entusiasmo.
—Nada de eso —rugió Mandel, levantándose a medias como si fuese a abalanzarse contra Talliaferro—. Niego esta miserable calumnia. ¿Y la llamada de Villiers, grabada en mi teléfono? Pronunció la palabra «condiscípulo». Toda la grabación demuestra de manera irrefutable…
—Era un moribundo —le atajó Talliaferro—. Usted mismo reconoció que casi todo cuanto dijo era incomprensible. Le pregunto ahora, doctor Mandel, sin haber oído la grabación, si no es cierto que la voz de Villiers era completamente irreconocible.
—Hombre… —dijo Mandel, confuso.
—Estoy seguro que así es. No hay razón para suponer, pues, que usted no hubiese alterado antes la cinta, sin olvidarse de incluir en ella la palabra condenatoria de «condiscípulo».
Mandel replicó:
—Pero, hombre de Dios, ¿cómo podía saber yo que había condiscípulos de Villiers en el congreso? ¿Cómo podía saber que ellos conocían la existencia de su comunicación sobre transferencia de masas?
—Villiers podía habérselo dicho. Creo que lo hizo.
—Vamos a ver —continuó Mandel—, ustedes tres vieron a Villiers vivo a las once. El médico que certificó la defunción de Villiers poco después de las tres de la madrugada manifestó que había muerto por lo menos hacía dos horas. Desde luego, eso era verdad. Por lo tanto, el momento de la muerte puede fijarse entre las once y la una. Ya les dije que yo asistí anoche a una reunión. Puedo demostrar que estaba allí, a varios kilómetros del hotel, entre las diez de la noche y las dos de la madrugada. Puedo presentarles una docena de testigos, ninguno de los cuales puede ponerse en duda. ¿No le basta con eso?
Talliaferro hizo una momentánea pausa. Luego prosiguió, impertérrito:
—Aun así. Supongamos que usted regresó al hotel a las dos y media. Inmediatamente fue a la habitación de Villiers para hablar de su comunicación. Encontró la puerta abierta, o bien poseía una llave duplicada. Sea como fuere, lo encontró ya muerto. Entonces aprovechó la oportunidad para registrar la comunicación…
—¿Y si él ya estaba muerto, y por lo tanto no podía llamar a nadie por teléfono, qué motivo tenía para ocultar la película?
—Evitar sospechas. Puede usted tener una segunda copia oculta a buen recaudo. En realidad, contamos únicamente con su palabra para saber que la comunicación fue destruida.
—Basta, basta —exclamó Urth—. Es una hipótesis interesante, doctor Talliaferro, pero cae por su propio peso.
Talliaferro frunció el ceño.
—Eso no pasa de ser su opinión personal, señor mío…
—Es la opinión de cualquier persona sensata. ¿No ve usted que Hubert Mandel hizo demasiadas cosas para ser él el criminal?
—No —repuso Talliaferro.
Wendell Urth sonrió bondadosamente.
—En su calidad de hombre de ciencia, doctor Talliaferro, sabe usted, indudablemente, que no hay que dejarse deslumbrar por las propias teorías, hasta el punto que éstas nos cieguen sin dejarnos ver los hechos ni razonar. Tenga la bondad de aplicar el mismo método a sus actividades de detective aficionado.
»Considere usted que si el doctor Mandel hubiese provocado la muerte del pobre Villiers, arreglando una coartada, o si hubiese encontrado a Villiers muerto y hubiese tratado de aprovecharse de este hecho, en realidad apenas hubiera hecho nada. ¿Por qué registrar la comunicación o simular que otro lo había hecho? Le bastaba, sencillamente, con apoderarse del documento. ¿Quién estaba enterado de su existencia? Nadie, en realidad. No hay motivo para pensar que Villiers hubiese hablado a otro de su comunicación. Villiers era un tipo patológico, que tenía la obsesión del secreto. Por lo tanto, todo nos hace creer que no había comunicado su descubrimiento a nadie.
»El único que sabía que Villiers iba a hablar en el congreso era el doctor Mandel. Su comunicación no estaba anunciada. No se publicó un resumen de ella en el programa. El doctor Mandel podía haberse llevado el documento con toda seguridad y sin el menor recelo.
»Y aunque hubiese sabido que Villiers había hablado de sus descubrimientos con sus antiguos condiscípulos, eso no tenía la menor importancia. La única prueba de ello que tenían sus antiguos compañeros eran las palabras de un hombre al que ellos ya se sentían inclinados a considerar como un demente.
»En cambio, al anunciar que la comunicación de Villiers había sido destruida, al declarar que su muerte no era totalmente natural, al buscar una copia registrada de la película…, en una palabra, al actuar como ha actuado, el doctor Mandel ha removido el asunto, despertando unas sospechas innecesarias, pues si admitimos que él pudo ser el culpable, le bastaba con dejar las cosas como estaban para vanagloriarse de haber cometido un crimen perfecto. Si él fuese el criminal, demostraría haber sido más estúpido y más colosalmente obtuso que los mayores imbéciles que he conocido. Y el doctor Mandel dista mucho de ser un imbécil.