Cuentos completos (46 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
13.98Mb size Format: txt, pdf, ePub

Talliaferro se devanaba los sesos tratando de hallar un punto flaco en aquella argumentación, pero no supo qué decir.

Ryger preguntó:

—¿Entonces, quién lo hizo?

—Uno de ustedes tres. Eso es evidente.

—Pero, ¿quién?

—Oh, eso es también evidente. Supe quién de ustedes era el culpable en cuanto el doctor Mandel terminó su exposición de los hechos.

Talliaferro contempló al rollizo extraterrólogo con disgusto. Aquella baladronada no le asustaba, pero vio que afectaba a sus dos compañeros. Ryger adelantaba ansiosamente los labios, y a Kaunas le pendía la mandíbula inferior. Ambos parecían dos peces fuera del agua.

Preguntó entonces:

—¿A ver, quién? Díganoslo.

Urth parpadeó.

—En primer lugar, quiero dejar bien sentado que lo importante sigue siendo la transferencia de masas. Aún no podemos darla por perdida.

Mandel, que todavía no había depuesto su enojo, preguntó en son de reproche:

—¿De qué diablos estás hablando ahora, Urth?

—Quien registró la comunicación probablemente la miró mientras lo hacía. No creo que tuviese ni el tiempo ni la presencia de espíritu necesarios para leerla, y aunque lo hubiese hecho, dudo que consiguiese recordarla… de manera consciente. No obstante, tenemos la Prueba Psíquica. Aunque sólo hubiese dirigido una simple ojeada al documento, éste ha quedado grabado en su retina. La prueba podría extraerle esa información.

Todos se agitaron, inquietos.

Urth se apresuró a añadir:

—No hay por qué temer a la prueba. Ofrece grandes garantías de seguridad, particularmente si el sujeto se somete a ella de modo voluntario. El daño suele causarse cuando se produce una innecesaria resistencia… Entonces, la prueba puede lesionar la mente. Por lo tanto, si el culpable quisiese confesar voluntariamente su delito, y ponerse bajo mi completa protección…

Talliaferro lanzó una carcajada, que resonó extrañamente en la tranquila y sombría habitación. ¡Cuán transparente e ingenua era aquella treta psicológica!

Wendell Urth pareció sorprendido, casi molesto, por aquella reacción, y miró gravemente a Talliaferro por encima de sus gafas, antes de decirle:

—Tengo influencia bastante cerca de la policía para mantener la prueba en el terreno confidencial.

Ryger, furioso, exclamó:

—¡Yo no lo hice!

Kaunas se limitó a mover negativamente la cabeza.

Talliaferro no se dignó a responder.

Urth suspiró.

—Entonces, no tendré más remedio que señalar al culpable —dijo—. Así, el proceso será traumático y más difícil. —Se apretó el cinturón e hizo girar nuevamente los dedos—. El doctor Talliaferro ha señalado que la película fue ocultada en el alféizar de la ventana para que permaneciese allí a buen recaudo y en seguridad. Estoy de acuerdo con él.

—Gracias —dijo secamente Talliaferro.

—No obstante, ¿a quién se le ocurre pensar que el alféizar de una ventana constituye un escondrijo especialmente seguro? La policía no hubiera dejado de mirar allí. Aun en ausencia de la policía, la película terminó siendo descubierta. Entonces, ¿quién se sentiría inclinado a considerar que lo que está situado fuera de un edificio ofrece especiales garantías de seguridad? Evidentemente, una persona que haya vivido largo tiempo en un mundo sin aire, y para la cual constituye una segunda naturaleza no salir de un sitio cerrado sin adoptar grandes precauciones.

»Para un hombre acostumbrado a vivir en la Luna, por ejemplo, cualquier cosa oculta en el exterior de una cúpula lunar estaría en un lugar bastante seguro. Los hombres se aventuran raramente al exterior, y cuando lo hacen, se trata siempre de misiones concretas. Por lo tanto, sólo vencería la repugnancia instintiva a abrir una ventana y exponerse a lo que él consideraría de un modo subconsciente como el vacío si le moviera el interés por encontrar un buen escondrijo. El pensamiento reflejo de «fuera de una construcción habitada estará en seguridad» sería el motor de su acción.

Talliaferro preguntó con los dientes apretados:

—¿Por qué menciona usted la Luna, doctor Urth?

El hombrecillo repuso blandamente:

—Sólo a modo de ejemplo. Lo que he dicho hasta ahora se aplica igualmente a ustedes tres. Pero ahora llegamos al momento crucial, a la cuestión de la noche moribunda.

Talliaferro frunció el ceño, sin comprender:

—¿Con esa extraña expresión se refiere usted a la noche en que Villiers murió?

—Esa extraña expresión, como usted la llama, puede aplicarse a cualquier noche. Mire, aun concediendo que el alféizar de la ventana constituya un escondrijo excelente, ¿quién de ustedes sería lo bastante estúpido como para considerarlo un buen escondrijo para un trozo de película sin revelar? La película de los registradores no es muy sensible, desde luego, y está hecha para revelarse en cualquier clase de condiciones. La luz difusa nocturna no la afecta mayormente, pero la luz difusa diurna la echaría a perder en pocos minutos, y los rayos directos del sol la velarían inmediatamente. Eso lo sabe todo el mundo.

—Adelante, Urth —dijo Mandel—. Veamos adónde quiere ir a parar.

—No nos precipitemos —repuso Urth, torciendo el gesto—. Quiero que todos ustedes vean esto claramente. Lo que el criminal deseaba por encima de todo era salvar la película. Era la única evidencia de algo que tenía un valor inconmensurable para él y para la Humanidad. ¿Por qué la puso entonces en un lugar donde el sol de la mañana la destruiría en pocos segundos…? Sólo porque no se le ocurrió que a la mañana siguiente el sol se levantaría. Pensó instintivamente, por así decir, que la noche era eterna.

»Pero las noches no son eternas. En la Tierra, mueren y dan paso al día. Incluso la noche polar de seis meses termina por morir. Las noches de Ceres sólo duran dos horas; las noches de la Luna duran dos semanas. Pero también mueren, y tanto el doctor Talliaferro como el doctor Ryger saben que el día terminará por llegar.

Kaunas se puso en pie.

—Oiga…, espere…

Wendell Urth se volvió resueltamente hacia él:

—Ya no hace falta esperar, doctor Kaunas. Mercurio es el único cuerpo celeste de tamaño considerable de todo el Sistema Solar que presenta constantemente la misma cara al Sol. Incluso teniendo en cuenta la libración, tres octavas partes de su superficie están sumidas en una noche eterna, sin ver jamás al Sol. El observatorio polar está enclavado al borde del hemisferio oscuro. Durante diez años, usted se ha acostumbrado a la existencia de unas noches inmortales, a una superficie sumida en eternas nieblas, y por lo tanto confió una película impresionada a la noche de la Tierra, olvidando en el nerviosismo del momento que en nuestro planeta las noches mueren indefectiblemente…

Kaunas dio unos pasos vacilantes hacia él.

—Espere…

Urth prosiguió, inexorable:

—Cuando Mandel ajustó el polarizador en la habitación de Villiers y el sol penetró a raudales, usted lanzó un grito. ¿Lo motivó su arraigado temor al sol de Mercurio, o la súbita comprensión del daño irreparable que la luz solar podía causar a la película? Entonces usted se precipitó hacia la ventana. ¿Lo hizo para ajustar de nuevo el polarizador, o para contemplar la película destruida?

Kaunas cayó de rodillas.

—Yo no quería hacerlo. Sólo quería hablar con él, hablarle únicamente, pero él se puso a gritar y sufrió un colapso. Pensé que había muerto, y que tenía la comunicación bajo la almohada… Lo demás, ya pueden suponerlo. Una cosa me condujo a la otra y, antes de darme cuenta, ya no pude volverme atrás. Pero no lo hice premeditadamente, lo juro.

Se colocaron en semicírculo a su alrededor. Wendell Urth contempló al postrado Kaunas con una mirada de piedad.

La ambulancia ya se había ido. Por último, Talliaferro consiguió hacer acopio de valor para acercarse a Mandel y decirle con voz ronca:

—Supongo, profesor, que no me guardará usted demasiado rencor por lo que he dicho.

Mandel respondió, con voz igualmente ronca:

—Creo que lo mejor que podríamos hacer todos sería olvidar en lo posible todo cuanto ha ocurrido en estas últimas veinticuatro horas.

Estaban todos de pie en el umbral a punto de irse, cuando Wendell Urth bajó la cabeza con una sonrisita y dijo, sin dirigirse a nadie en particular:

—No hemos hablado de la cuestión de mis honorarios, señores.

Mandel dio un respingo.

—No, nada de dinero —se apresuró a añadir Urth.

Todos le miraron, estupefactos.

El hombrecillo prosiguió:

—Pero cuando se establezca el primer sistema de transferencia de masas para seres humanos, quiero que me organicen un viaje.

Mandel no había perdido su expresión preocupada.

—Pero, hombre, aún falta mucho para que se puedan realizar viajes por ese sistema a través de los espacios interplanetarios… —dijo.

Urth denegó rápidamente con la cabeza.

—¿Quién habla de espacios interplanetarios? Yo soy más modesto. Sólo quiero realizar un viajecito hasta Lower Falls, en New Hampshire.

—De acuerdo. ¿Y por qué allí, precisamente?

Urth levantó la mirada. Talliaferro se llevó una sorpresa mayúscula al observar la expresión del extraterrólogo, en la cual se mezclaban la timidez y el ansia.

Como si le costase hablar, dijo:

—Una vez…, hace mucho tiempo…, tuve allí una novia. Han pasado muchos años…, pero a veces me pregunto…

Estoy en puerto Marte sin Hilda (1957)

“I'm in Marsport Without Hilda”

Todo empezó como un sueño. No tuve que preparar nada, ni disponer las cosas de antemano. Me limité a observar cómo todo salía por sí solo… Tal vez eso debería haberme puesto sobre aviso, y hacerme presentir la catástrofe.

Todo empezó con mi acostumbrado mes de descanso entre dos misiones. Un mes de trabajo y un mes de permiso constituye la norma del Servicio Galáctico. Llegué a Puerto Marte para la espera acostumbrada de tres días antes de emprender el breve viaje a la Tierra.

En circunstancias ordinarias, Hilda, que Dios la bendiga, la esposa más cariñosa que pueda tener un hombre, hubiera estado allí esperándome, y ambos hubiéramos pasado tres días muy agradables y tranquilos…, un pequeño y dichoso compás de espera para los dos. La única dificultad para que esto fuera posible consistía en que Puerto Marte era el lugar más turbulento y ruidoso de todo el Sistema, y un pequeño compás de espera no es exactamente lo que mejor encaja allí. Pero…, ¿cómo podía explicarle eso a Hilda?

Pues bien, esta vez, mi querida mamá política, que Dios la bendiga también (para variar), se puso enferma precisamente dos días antes que yo arribase a Puerto Marte, y la noche antes de desembarcar recibí un espaciograma de Hilda comunicándome que tenía que quedarse en la Tierra con mamá y que, sintiéndolo mucho, no podía acudir allí a recibirme.

Le envié otro espaciograma diciéndole que yo también lo sentía mucho y que lamentaba enormemente lo de su madre, cuyo estado me inspiraba una gran ansiedad (así se lo dije). Y cuando desembarqué…

¡Me encontré en Puerto Marte y sin Hilda!

De momento me quedé anonadado; luego se me ocurrió llamar a Flora (con la que había tenido ciertas aventurillas en otros tiempos), y con este fin tomé una cabina de vídeo…, sin reparar en gastos, pero es que tenía prisa.

Estaba casi seguro que la encontraría fuera, o que tendría el videófono desconectado, o incluso que habría muerto.

Pero allí estaba ella, con el videófono conectado y, por toda la Galaxia, lo estaba todo menos muerta.

Estaba mejor que nunca. El paso de los años no podía marchitarla, como dijo una vez alguien, ni la costumbre empañar su cambiante belleza.

¡No estuvo poco contenta de verme! Alborozada, gritó:

—¡Max! ¡Hacía años que no nos veíamos!

—Ya lo sé, Flora, pero ahora nos veremos, si tú estás libre. ¿Sabes qué pasa? ¡Estoy en Puerto Marte y sin Hilda!

Ella chilló de nuevo:

—¡Estupendo! Entonces ven inmediatamente.

Yo me quedé bizco. Aquello era demasiado.

—¿Quieres decir que estás libre…, libre de verdad?

El lector debe saber que a Flora había que pedirle audiencia con días de anticipación. Era algo que se salía de lo corriente. Ella me contestó:

—Oh, tenía un compromiso sin importancia, Max, pero ya lo arreglaré. Tú ven.

—Voy volando —contesté, estallando de puro gozo.

Flora era una de esas chicas… Bien, para que el lector tenga una idea, le diré que en sus habitaciones reinaba la gravedad marciana: 0,4 respecto a la normal en la Tierra. La instalación que la liberaba del campo seudo-gravitatorio a que se hallaba sometido Puerto Marte era carísima, desde luego, pero si el lector ha sostenido alguna vez entre sus brazos a una chica a 0,4 gravedades, sobran las explicaciones. Y si no lo ha hecho, las explicaciones de nada sirven. Además, le compadezco.

Es algo así como flotar en las nubes.

Corté la comunicación. Sólo la perspectiva de verla en carne y hueso podía obligarme a borrar su imagen con tal celeridad. Salí corriendo de la cabina.

En aquel momento, en aquel preciso instante, con precisión de décimas de segundo, el primer soplo de la catástrofe me rozó.

Aquel primer barrunto estuvo representado por la calva cabeza de aquel desarrapado de Rog Crinton, de las oficinas de Marte, calva que brillaba sobre unos grandes ojos azul pálido, una tez cetrina y un desvaído bigote pajizo. No me molesté en ponerme a gatas y tratar de enterrar la cabeza en el suelo, porque mis vacaciones acababan de comenzar en el mismo momento en que había descendido de la nave.

Por lo tanto, le dije con una cortesía normal:

—¿Qué deseas? Tengo prisa. Me esperan.

Él repuso:

—Quien te espera soy yo. Te he estado esperando en la rampa de descarga.

—Pues no te he visto.

—Tú nunca ves nada.

Tenía razón, porque al pensar en ello, me dije que si él estaba en la rampa de descarga, debería haberse quedado girando para siempre, porque había pasado junto a él como el cometa Halley rozando la corona solar.

—Muy bien —dije entonces—. ¿Qué deseas?

—Tengo un trabajillo para ti.

Yo me eché a reír.

—Acaba de empezar mi mes de permiso, amigo.

—Pero se trata de una alarma roja de emergencia, amigo —repuso él.

Lo cual significaba que me quedaba sin vacaciones, ni más ni menos. No podía creerlo. Así que le dije:

Other books

SEALs of Honor: Hawk by Dale Mayer
The Pumpkin Muffin Murder by Livia J. Washburn
Irresistible Passions by Diana DeRicci
Arousing Amelia by Ellie Jones
The Summer of Winters by Mark Allan Gunnells
Sorcerer of the North by John Flanagan
Trust (Blind Vows #1) by J. M. Witt
Honey on Your Mind by Maria Murnane