Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Talliaferro tendió con cuidado su corpachón sobre el diván, sintiendo perfectamente su peso desacostumbrado. Sonrió levemente, mientras sus carnosos labios se contraían bajo la espesa pelambrera que rodeaba su boca y se extendía por el mentón y las mejillas.
Aquel mismo día ya se habían visto todos en circunstancias más oficiales. Pero entonces se encontraban solos por primera vez, y Talliaferro les dijo:
—Esto hay que celebrarlo. Nos encontramos reunidos por primera vez desde hace diez años. A decir verdad, por primera vez desde que nos doctoramos.
Ryger arrugó la nariz. Se la habían roto poco antes de doctorarse, y recibió el título de doctor en astronomía con la cara desfigurada por un vendaje. Con voz malhumorada, dijo:
—¿Nadie ha encargado champaña ni nada?
Talliaferro continuó:
—¡Vamos! El primer Congreso astronómico interplanetario de proporciones cósmicas, el primero que ve la historia, no es lugar adecuado para el enfado. ¡Y entre amigos menos!
Kaunas dijo de pronto:
—Es la Tierra. La noto extraña. No puedo acabar de acostumbrarme.
Meneó la cabeza, pero no le abandonó su expresión deprimida.
Talliaferro observó:
—Lo sé. Yo me encuentro pesadísimo. Esta gravedad me deja sin energías. En este aspecto, tú estás mejor que yo, Kaunas. La gravedad de Mercurio es cero coma cuatro. En la Luna, sólo es cero coma dieciséis… —Al ver que Ryger iba a hablar, le interrumpió diciendo—: Y en Ceres ustedes emplean campos seudo-gravitatorios ajustados a cero coma ocho. En realidad, tú no tienes problema, Ryger.
El astrónomo de Ceres hizo un gesto de enfado.
—Es el aire libre. Eso de salir al exterior sin traje me revienta.
—De acuerdo —asintió Kaunas—. Lo mismo que recibir directamente los rayos del sol.
Talliaferro fue derivando insensiblemente hacia el pasado. Ni él ni sus compañeros habían cambiado mucho. Todos tenían diez años más, desde luego; Ryger había aumentado un poco de peso, y el enjuto semblante de Kaunas se había vuelto un poco más apergaminado, pero los hubiera reconocido perfectamente si se los hubiese encontrado de improviso.
Entonces dijo:
—No creo que sea culpa de la Tierra. Tengamos el valor de mirar las cosas cara a cara.
Kaunas levantó la mirada rápidamente. Era un hombrecito cuyas manos se movían de un modo brusco y nervioso. Solía llevar ropas que le iban un poco grandes.
Observó con voz ronca:
—¡Es Villiers, ya lo sé! A veces pienso en él.
Y añadió, con aire de desesperación:
—Recibí una carta suya.
Ryger se enderezó, mientras su tez olivácea se oscurecía aún más. Con rara energía, preguntó:
—¿Una carta suya? ¿Cuándo?
—Hace un mes.
Ryger se volvió hacia Talliaferro.
—¿Y tú también?
El interpelado parpadeó con placidez e hizo un gesto de asentimiento.
—Se ha vuelto loco —dijo Ryger—. Pretende haber descubierto un método práctico de transferencia de masas a través del espacio… ¿También les dijo eso a ustedes?… Entonces no hay duda. Siempre estuvo algo chiflado. Ahora está como una cabra.
Se frotó ferozmente la nariz, y Talliaferro pensó en el día en que Villiers se la había aplastado.
Durante diez años, Villiers les había perseguido como la sombra indecisa de una culpa que no era realmente suya. Habían estudiado la carrera juntos, como cuatro camaradas consagrados en cuerpo y alma a una profesión que había alcanzado nuevas alturas en aquella época de viajes interplanetarios.
En los otros mundos se abrían los observatorios, rodeados por el vacío, sin que los telescopios tuviesen que atravesar una turbulenta atmósfera.
Existía el Observatorio Lunar, desde el cual podían estudiarse la Tierra y los planetas interiores; un mundo silencioso en cuyo firmamento estaba suspendido el planeta materno.
El Observatorio de Mercurio, más próximo al Sol, e instalado en el Polo Norte de Mercurio, donde el terminador apenas se movía, y el Sol permanecía fijo en el horizonte, pudiendo ser estudiado con el detalle más minucioso.
También el Observatorio de Ceres, el más nuevo y moderno, cuyo campo de visión se extendía desde Júpiter a las galaxias más alejadas.
Había ciertas desventajas, desde luego. Con las dificultades que todavía presentaban los viajes interplanetarios, los permisos eran escasos, la vida normal virtualmente imposible, pero a pesar de ello, aquella generación podía considerarse afortunada. Los sabios que viniesen después de ellos encontrarían los campos del conocimiento bien segados, y habría que esperar a que se iniciasen los viajes interestelares para que al hombre se le abriesen nuevos horizontes.
Cada uno de aquellos cuatro jóvenes y afortunados astrónomos, Talliaferro, Ryger, Kaunas y Villiers, se encontrarían en la situación de un Galileo, quien, al poseer el primer telescopio auténtico, no podía dirigirlo a ningún punto del cielo sin hacer un descubrimiento capital.
Pero entonces Romero Villiers cayó enfermo con fiebres reumáticas. No fue culpa de nadie, pero su corazón quedó con una lesión permanente.
Era el más inteligente de los cuatro, el que hacía concebir mayores esperanzas a sus profesores, el de más vida interior… Y ni siquiera pudo terminar la carrera ni doctorarse.
Y lo que fue todavía peor: con su infarto de miocardio, la aceleración subsiguiente al despegue de una astronave le hubiera matado.
Talliaferro fue destinado a la Luna, Ryger a Ceres, Kaunas a Mercurio. Sólo Villiers tuvo que quedarse; quedó condenado a prisión perpetua en la Tierra.
Ellos trataron de manifestarle su condolencia, pero Villiers rechazó su piedad con algo muy parecido al odio. Los insultó y los colmó de improperios. Cuando Ryger terminó por perder la paciencia y levantó el puño, Villiers se abalanzó sobre él, vociferando, y le asestó un tremendo puñetazo que le partió la nariz.
Era evidente que Ryger no había olvidado aquello, por el modo en que se acariciaba suavemente la nariz con un dedo.
La frente de Kaunas estaba surcada por múltiples arrugas.
—¿Sabían que se encuentra aquí para asistir al congreso? Tiene una habitación en el hotel…, la cuatrocientos cinco.
—Yo no quiero verle —dijo Ryger.
—Pues va a venir. Dijo que quería vernos. Yo pensé… Dijo que vendría a las nueve. Puede llegar de un momento a otro.
—En ese caso —dijo Ryger—, yo me voy, si a ustedes no les importa.
Y se levantó.
—Oh, espera un minuto —le dijo Talliaferro—. ¿Qué hay de malo en verle?
—Es perder el tiempo. Está loco.
—Aunque así sea. No nos andemos con rodeos. ¿Le tienen miedo?
—¿Yo, miedo?
La expresión de Ryger era despectiva.
—Entonces, es que estás nervioso. ¿Por qué tienes que estarlo?
—Yo no estoy nervioso —rechazó Ryger.
—Claro que lo estás. Todos nos sentimos dominados por un sentimiento de culpabilidad hacia ese infeliz, sin que tengamos motivo alguno para ello. Nada de cuanto sucedió fue culpa nuestra.
A pesar de todo, él también se había puesto a la defensiva, y lo sabía perfectamente.
En aquel momento llamaron a la puerta, y los tres se sobresaltaron y se volvieron a mirar con inquietud la delgada barrera que se interponía entre ellos y Villiers.
La puerta se abrió, y Romero Villiers entró en la estancia. Sus antiguos compañeros se levantaron desmañadamente para saludarle, y luego se quedaron de pie, dominados por el embarazo, sin que nadie le tendiese la mano.
Él los contempló de pies a cabeza con expresión sardónica. «Está muy cambiado», se dijo Talliaferro.
En efecto, había cambiado mucho. Se había encogido en todos los sentidos. Una incipiente joroba le hacía parecer aún más bajo. A través de sus ralos cabellos lucía su brillante calva, y el dorso de sus manos mostraba las protuberancias azuladas de numerosas venas. Tenía aspecto de enfermo. Del antiguo Villiers únicamente parecía subsistir el gesto consistente en protegerse los ojos con una mano mientras miraba a alguien de hito en hito; y al hablar, su voz monótona y contenida de barítono.
Les saludó con estas irónicas palabras:
—¡Mis queridos amigos! ¡Mis trotamundos del espacio! ¡Cuánto tiempo sin vernos!
Talliaferro le dijo:
—Hola, Villiers.
Villiers le miró.
—¿Cómo estás?
—Bien, gracias.
—¿Y ustedes dos?
Kaunas esbozó una débil sonrisa y murmuró unas palabras incoherentes.
Ryger barbotó:
—Muy bien. ¿Qué quieres?
—Ryger, siempre enfadado —observó Villiers—. ¿Cómo está Ceres?
—Cuando yo me fui, estaba muy bien. ¿Y la Tierra, como está?
—Pueden verla por ustedes mismos —repuso Villiers, pero se enderezó ligeramente al decir esto.
Luego prosiguió:
—Espero que lo que les ha traído al congreso sea el deseo de escuchar mi comunicación, cuando la lea pasado mañana.
—¿Tu comunicación? ¿Qué comunicación? —le preguntó Talliaferro.
—Recuerdo habérselos explicado en mi carta. Se refiere a mi método de transferencia de masas.
Ryger esbozó una sonrisa de conejo.
—Sí, es verdad. Sin embargo, no mencionabas esa comunicación, y no recuerdo haberte visto en la lista de los oradores. Me habría dado cuenta, si tu nombre hubiese figurado en ella.
—Es cierto. No figuro en la lista. Tampoco he preparado un resumen para su publicación.
Viendo que Villiers había enrojecido, Talliaferro trató de calmarlo con estas palabras:
—Tranquilízate, Villiers. No tienes muy buen aspecto.
Villiers se volvió como una serpiente hacia él, con los labios contraídos.
—Mi corazón aún aguanta, gracias.
Kaunas intervino:
—Escucha, Villiers; si no estás en la lista ni has publicado un extracto…
—Escuchen ustedes. He esperado diez años. Ustedes tienen unos magníficos empleos en el espacio y yo tengo que enseñar en una escuela de la Tierra, pero yo soy mejor que todos ustedes juntos.
—Concedido… —empezó a decir Talliaferro.
—Y tampoco me hace falta vuestra condescendencia. Mandel presenció el experimento. Supongo que saben quién es Mandel. Ahora es el presidente de la sección de Astronáutica del Congreso, y le hice una demostración de la transferencia de masas. El aparato era muy tosco y se quemó después de utilizarlo una vez, pero… ¿Me escuchan?
—Te escuchamos —repuso Ryger fríamente—, si eso es lo que quieres.
—Él me dejará hablar. Ya lo creo que me dejará. De repente; sin advertencia previa. Caeré como una bomba. Cuando les presente las relaciones fundamentales en que se basa mi trabajo, el congreso habrá terminado, pues todos se irán corriendo a sus respectivos laboratorios, para comprobar mis datos y construir aparatos basados en ellos. Y entonces verán que el sistema funciona. Hice desaparecer a un ratón vivo en un rincón del laboratorio para reaparecer en otro. Mandel fue testigo de ello.
Los fulminó sucesivamente con su colérica mirada. Entonces prosiguió:
—No me creen, ¿verdad?
Ryger objetó:
—Si no quieres publicidad, ¿por qué vienes a contárnoslo?
—Con ustedes es distinto. Ustedes son mis amigos, mis condiscípulos. Se fueron al espacio y me dejaron.
—No podíamos hacer otra cosa —observó Kaunas con voz aguda.
Villiers hizo caso omiso de esta observación. Continuó:
—Por lo tanto, quiero que lo sepan desde ahora. Si ha dado resultado con un ratón, también lo dará para un ser humano. Lo que sirve para trasladar algo a tres metros de distancia en un laboratorio, también lo trasladará a un millón de kilómetros por el espacio. Iré a la Luna, a Mercurio y a Ceres, y a donde me dé la gana. Haré lo que ustedes han hecho, y mucho más. Y eso que yo he hecho mucho más por la astronomía enseñando en una escuela y pensando, que todos ustedes juntos con sus observatorios, telescopios, cámaras y astronaves.
—Muy bien —dijo Talliaferro—, estaré muy contento que así sea. Te convertirás en un hombre poderoso. ¿Puedo ver una copia de la comunicación?
—Oh, no. —Villiers apretó los puños cerrados contra el pecho, como si sujetase unas hojas imaginarias, tratando de esconderlas—. Ustedes esperarán como los demás. Sólo tengo un ejemplar, y nadie lo verá hasta que yo lo quiera. Ni siquiera Mandel.
—¡Sólo un ejemplar! —exclamó Talliaferro—. Si lo pierdes…
—No lo perderé. Y aunque lo perdiese, lo tengo todo en la cabeza.
—Pero si tú… —Talliaferro estuvo a punto de añadir «te murieses», pero se contuvo, prosiguiendo tras una pausa imperceptible—: fueses un hombre prudente, al menos lo registrarías. Como medida de seguridad.
—No —dijo Villiers secamente—. Ya me oirán pasado mañana. Verán ampliarse de golpe el horizonte humano hasta un límite inaudito.
Volvió a mirar con intensidad los rostros de sus antiguos compañeros:
—Diez años —les dijo—. Adiós.
—Está loco —estalló Ryger, mirando la puerta como si Villiers todavía estuviese ante ella.
—¿Tú crees? —dijo Talliaferro, pensativo—. Creo que hasta cierto punto lo está. Nos detesta por motivos irracionales. Y además, ni siquiera ha registrado su comunicación como una medida de precaución…
Talliaferro jugueteó con su pequeño registrador mientras decía estas palabras. No era más que un cilindro sencillo de color neutro, algo más grueso y corto que un lápiz ordinario. En los últimos años se había convertido en la nota distintiva del científico, así como el estetoscopio lo era del médico y la microcomputadora del estadístico. El registrador se llevaba en un bolsillo de la chaqueta, sujeto a una manga, sobre la oreja, o colgado a un extremo de un cordel.
A veces, en sus momentos más filosóficos, Talliaferro se preguntaba cómo se las debían de arreglar antes los investigadores, al verse obligados a tomar laboriosas notas de la literatura o a archivar montañas de opúsculos y comunicaciones. ¡Qué pesado!
En la actualidad bastaba con registrar cualquier cosa impresa o escrita para obtener un micronegativo que podía revelarse a comodidad del interesado. Talliaferro ya había registrado todos los resúmenes incluidos en el programa del congreso. Estaba convencido que sus dos compañeros habían hecho lo propio.
Por consiguiente, observó:
—En tales circunstancias, negarse a registrar la comunicación constituye una locura.
—¡Espacio! —exclamó Ryger acaloradamente—. Lo que ocurre es que no hay comunicación ni descubrimiento que registrar. Para apuntarse un tanto ante nosotros, ese hombre sería capaz de mentirle a su madre.