Cuentos completos (37 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Era la primera imagen familiar que veía George desde hacía cerca de año y medio; aunque le parecía que en realidad había transcurrido una década y media. Casi le sorprendió comprobar que Trevelyan no había envejecido, y era el mismo Trev que había visto por última vez.

George se adelantó hacia él:

—¡Trev! —gritó con voz ahogada.

El interpelado se volvió, estupefacto. Miró a George de arriba abajo y luego le tendió la mano.

—¡George Platen! ¿Qué diablos…?

Pero casi inmediatamente desapareció de su semblante la expresión de contento. Dejó caer la mano antes que George hubiese podido estrecharla.

—¿Estabas ahí dentro?

Y con un leve movimiento de cabeza, Trev indicó el estadio.

—Sí.

—¿Para verme?

—Sí.

—No lo hice muy bien, ¿verdad?

Tiró su pitillo y lo pisoteó, mirando hacia la calle, donde la riada de gente que salía se remansaba lentamente, para distribuirse en coches y autobuses volantes, mientras se formaban nuevas colas para los siguientes Juegos.

Trevelyan dijo con voz ronca:

—¿Y qué? Es sólo la segunda vez que pierdo. Novia puede irse al cuerno después de la paliza que me han dado hoy. Hay otros planetas que se darían por muy satisfechos de contratarme… Pero, oye, no nos hemos visto desde el Día de la Educación. ¿Dónde has estado? Tus padres me dijeron que te enviaron en misión especial, pero sin darme más detalles. Además, tú nunca escribiste. Podías haberme escrito, hombre.

—Sí, desde luego —dijo George, nervioso—. Bueno, venía a decirte que siento mucho que las cosas no te hayan ido como esperabas.

—Gracias, pero no te preocupes. Te repito que Novia puede irse a freír espárragos… Debería habérmelo imaginado. Se han pasado semanas anunciando que emplearían máquinas Beeman. Invirtieron todo el dinero recaudado en máquinas Beeman. Esas malditas cintas educativas que me pasaron se referían a Henslers y…, ¿quién utiliza Henslers actualmente? Acaso los mundos del enjambre globular Goman, si es que se les puede llamar mundos… ¿Tú crees que es justo?

—¿No podrías quejarte a…?

—No seas loco. Me dirán que mi cerebro está construido para las Henslers. Trata de discutir con ellos y verás. Todo salió mal. Yo fui el único que tuvo que pedir una pieza de recambio. ¿Te diste cuenta?

—Pero supongo que dedujeron ese tiempo del cómputo total.

—Desde luego, pero perdí tiempo preguntándome si podría dar un diagnóstico correcto cuando advertí que en la pieza que me enviaron no había palanca para bajar la mordaza. Ese tiempo no lo dedujeron. Si la máquina hubiese sido una Henslers, yo habría sabido que el diagnóstico era correcto. ¿Cómo podían compensar esa inferioridad? El primero era de San Francisco, como tres de entre los cuatro siguientes clasificados. Y el quinto era de Los Ángeles. Todos ellos dispusieron de cintas educativas de las que se usan en las grandes ciudades. O sea, de las mejores, acompañadas de espectrógrafos Beeman y todo lo demás. ¿Cómo podía competir con ellos? Me tomé el trabajo de venir aquí para ver si tenía la suerte de clasificarme entre los patrocinados por Novia, pero hubiera sido mejor que me hubiese quedado en casa… De todos modos, Novia no es el único guijarro que hay en el cielo. Hay docenas de mundos…

Trev no se dirigía a George. No hablaba con nadie en particular. Daba rienda suelta a su ira y su desengaño, como pudo comprender George.

—Si sabías de antemano que se usarían máquinas Beeman —le dijo—, ¿por qué no las estudiaste antes?

—Te repito que no estaba en las cintas que me pasaron.

—Podrías haber leído… libros.

Esta última palabra se arrastró bajo la súbita mirada suspicaz de Trevelyan, el cual replicó:

—¿Encima tratas de tomarme el pelo? ¿Crees que tiene gracia lo sucedido? ¿Cómo quieres que lea libros y trate de aprender de memoria lo suficiente para luchar con uno que lo sabe?

—Pensé…

—Tú pruébalo y verás… —De pronto le preguntó—: A propósito, ¿cuál es tu profesión?

Su voz denotaba una franca hostilidad.

—Pues, verás…

—Vamos, dímelo. Si pretendes pasarte de listo conmigo, demuestra al menos qué has hecho. Veo que sigues en la Tierra, lo cual quiere decir que no eres Programador de Computadora, y esa misión especial de la que me hablaron no puede ser gran cosa.

George dijo, nervioso:

—Perdona, Trev, pero creo que voy a llegar tarde a una cita.

Y retrocedió, tratando de sonreír.

—No, tú no te vas —dijo Trevelyan furioso, agarrando a George por la solapa—. Antes responderás a mi pregunta. ¿Por qué tienes miedo de contestarme? No permito que me vengas a dar lecciones, si antes no demuestras que tú no las necesitas. ¿Me oyes?

Al decir esto, zarandeaba furiosamente a George. Ambos se hallaban enzarzados en una lucha a brazo partido, cuando la voz del destino resonó en los oídos de George bajo la forma de la autoritaria voz de un policía.

—Basta de pelea. Suéltense.

George notó que se le helaba la sangre en las venas. El policía le pediría su nombre, la tarjeta de identidad, y George no podría exhibirla. Entonces le interrogaría y su falta de profesión se haría patente al instante; y además, en presencia de Trevelyan, furioso por la derrota que había sufrido y que se apresuraría a difundir la noticia entre los suyos como una válvula de escape para su propia amargura.

Eso George no podía permitirlo. Se desasió de Trevelyan y trató de echar a correr, pero la pesada mano de la Ley se abatió sobre su hombro.

—Quieto ahí. A ver, tu tarjeta de identidad.

Trevelyan buscaba la suya con manos temblorosas mientras decía con voz ronca:

—Yo soy Armand Trevelyan, Metalúrgico No-férrico. Acabo de tomar parte en los Juegos Olímpicos. Será mejor que se ocupe de éste, señor agente.

George miraba alternativamente a los dos, con los labios secos e incapaz de pronunciar una palabra. Entonces resonó otra voz, tranquila, cortés.

—¿Agente? Un momento, por favor.

El policía dio un paso atrás.

—¿Qué desea?

—Este joven es mi invitado. ¿Qué ocurre?

George volvió la cabeza, estupefacto. Era el caballero de cabellos grises que había estado sentado a su lado. El hombre de las sienes plateadas dirigió una amable inclinación de cabeza a George.

¿Su invitado? ¿Se había vuelto loco?

El policía repuso:

—Éstos dos, que estaban alborotando.

—¿Han cometido algún delito? ¿Han causado algún daño?

—No, señor.

—Entonces, yo me hago responsable.

Con estas palabras, exhibió una tarjeta ante los ojos del policía, y éste dio inmediatamente un paso atrás. Trevelyan, indignado, barbotó:

—Oiga, espere…

Pero el policía se volvió hacia él:

—Aquí no ha pasado nada. ¿Acusas de algo a este muchacho?

—Yo sólo…

—Pues ya te estás marchando. A ver, ustedes, circulen.

Se había reunido un grupo bastante numeroso de espectadores, que empezaron a alejarse a regañadientes.

George dejó que el desconocido le condujese hasta un taxi aéreo, pero antes de subir a él se plantó, diciendo:

—Muchas gracias, pero yo no soy su invitado.

(¿Y si se trataba de una ridícula equivocación, de un caso de identidad confundida?)

Sin embargo, el hombre de los cabellos grises sonrió y le dijo:

—En efecto, no lo eras, pero sí lo eres a partir de ahora. Permite que me presente: soy Ladislas Ingenescu, Historiador Diplomado.

—Pero…

—Vamos, que nada te sucederá, te lo aseguro; únicamente he querido sacarte del apuro en que te hallabas con ese policía.

—Pero, ¿por qué?

—¿Quieres que te dé una razón? Bien, digamos que ambos somos conciudadanos honorarios, tú y yo. Ambos vitoreamos al mismo concursante, ¿recuerdas?, y los conciudadanos debemos ayudarnos, aunque el vínculo que nos una sea sólo honorario. ¿No?

Y George, que no las tenía todas consigo y estaba muy poco seguro de aquel hombre que decía llamarse Ingenescu, y que tampoco se hallaba seguro de sí mismo, terminó por subir al vehículo. Pero antes de resolverse a bajarse sin más, ya se hallaban a cierta altura sobre el suelo.

Hecho un mar de confusiones, pensó: «Este individuo debe poseer cierta categoría. El policía lo ha tratado con mucha deferencia.»

Casi había olvidado que el verdadero motivo de su estancia en San Francisco no consistía en ver a Trevelyan, sino en hallar a alguna persona influyente que obligase a examinar de nuevo su caso.

¿Y si aquel Ingenescu fuese el hombre apropiado? Y además, como quien dice, caído del cielo.

Aún era posible que todo fuese bien… Pero sería demasiada dicha. Se sentía inquieto.

Durante el breve viaje aéreo en taxi, Ingenescu no hizo más que charlar de cosas sin importancia, señalándole los monumentos de la ciudad, recordando otros Juegos Olímpicos que había presenciado. George, que apenas le prestaba atención y contestaba con monosílabos, observaba con mal disimulada ansiedad la ruta que seguían.

¿Se dirigirían hacia una de las aberturas del escudo, con objeto de abandonar la ciudad?

No, el vehículo se dirigió hacia abajo, y George suspiró aliviado. En la ciudad se sentía más seguro.

El taxi se posó en el techo de un hotel y, al bajarse, Ingenescu le dijo:

—¿Querrías cenar conmigo en mi habitación?

George repuso afirmativamente, con una sonrisa que no era fingida. En aquel momento se dio cuenta del vacío que notaba en su estómago, a consecuencia de no haber almorzado.

Ingenescu observaba en silencio a George mientras éste comía. A la caída de la noche, las luces de las paredes se encendieron automáticamente. George se dijo: «Estoy libre desde hace casi veinticuatro horas.»

Por fin, mientras tomaba el café, Ingenescu volvió a hablar de nuevo:

—Has estado siempre a la defensiva, como si yo pudiera perjudicarte —dijo.

George enrojeció, dejó la taza y trató de negar aquella alegación, pero el hombre de cabellos grises rió, moviendo la cabeza.

—No trates de negarlo. Te he estado observando atentamente desde la primera vez que te vi, y creo conocerte ya bastante bien.

George, horrorizado, intentó levantarse.

Ingenescu le contuvo.

—Siéntate —le dijo—. Sólo deseo ayudarte.

George se sentó, pero sus pensamientos giraban en un loco torbellino. Si aquel hombre conocía su verdadera identidad, ¿por qué no le había entregado al policía? Por otra parte, ¿por qué tenía que ofrecerle su ayuda?

Ingenescu dijo:

—¿Quieres saber por qué deseo ayudarte? Oh, no te alarmes. No soy telépata. Lo que ocurre es que mi educación me permite captar las pequeñas reacciones que revelan el verdadero estado de ánimo de una persona. ¿Lo entiendes?

George movió negativamente la cabeza.

Ingenescu prosiguió:

—Piensa en nuestro primer encuentro. Estabas haciendo cola para ir a ver unos Juegos, pero tus microrreacciones no estaban de acuerdo con tus actos. La expresión de tu cara no era la adecuada, y lo mismo podría decirse de tu modo de mover las manos. Eso significaba que algo te ocurría, y lo más interesante era que, fuese lo que fuese, no era algo vulgar ni corriente. Tal vez, me dije, fuese algo de lo que ni siquiera tu mente consciente se daba cuenta.

»No pude dejar de seguirte, para sentarme a tu lado. Cuando te fuiste, también me fui en pos de ti, y cometí la indiscreción de escuchar la conversación que sostenías con tu amigo. Después de todo esto, me estabas resultando un tema de estudio demasiado interesante, y perdona que te hable con tanta frialdad, para permitir que cayeses en manos de la policía… Ahora, dime: ¿qué te sucede?

George se hallaba dominado por una gran indecisión. Si aquel individuo le tendía una trampa, ¿por qué lo hacía con tantos circunloquios? Además, él tenía que confiar en alguien. Había ido a la ciudad en busca de ayuda, y allí se la ofrecían. Tal vez ése era el peligro: la facilidad con que le ofrecían ayuda.

Ingenescu le dijo:

—Desde luego, lo que tú me digas en mi calidad de Científico Social constituirá una comunicación privilegiada. ¿Sabes lo que eso significa?

—No, señor.

—Pues significa que sería muy poco honorable que repitiese lo que tú me digas a un tercero, por el motivo que fuese. Además, nadie puede obligarme legalmente a que lo repita.

George observó, presa de una súbita sospecha:

—Creía que era usted Historiador.

—Eso es lo que soy.

—Pues ahora acaba de decir que es un Científico Social.

Ingenescu estalló en sonoras carcajadas. Cuando pudo hablar, se excusó por su risa extemporánea y dijo:

—Perdóname, amigo, ya sé que no debería reírme. Pero no me río de ti, ni mucho menos. Me río de la Tierra, y de la importancia que concede a las ciencias físicas, que divide en infinidad de segmentos prácticos. Estoy casi seguro que podrías decirme todas las subdivisiones de la técnica de la construcción o de la ingeniería mecánica, y en cambio no podrías decirme ni una palabra sobre ciencias sociales.

—Muy bien. ¿Qué son ciencias sociales?

—Las ciencias sociales se dedican al estudio de los grupos humanos. Poseen muchas ramificaciones altamente especializadas, como ocurre con la zoología, por ejemplo. Así, tenemos a los Culturólogos, los cuales estudian la mecánica de la cultura, su crecimiento, desarrollo y decadencia. Se llama cultura —añadió, anticipándose a una pregunta de George— a todos los aspectos que ofrece un modo de vida determinado. Por ejemplo, este término engloba nuestra manera de ganarnos la vida, nuestros pasatiempos y creencias, lo que consideramos bueno y malo, etcétera. ¿Me comprendes?

—Más o menos.

—Un Economista (no un Estadístico de la Economía, sino un Economista) se especializa en el estudio de las maneras por medio de las cuales una cultura satisface las necesidades materiales de sus miembros. Un Psicólogo se especializa en el estudio del individuo de una sociedad determinada, y del modo como dicha sociedad afecta a su comportamiento. Un Futurólogo se especializa en el estudio del rumbo futuro que seguirá una sociedad, y un Historiador… Aquí aparezco yo en escena.

—Sí, señor.

—Un Historiador es un hombre que se especializa en el estudio del pasado de nuestra propia sociedad y de otras sociedades poseedoras de distintas culturas.

George empezaba a sentirse interesado.

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