Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Hasta que un día la pantalla les mostró a uno de aquellos seres, que avanzaba solo por el terreno desigual, con un largo bastón en una mano y una mochila a la espalda.
La nave descendió silenciosamente, a velocidad supersónica. El propio Devi-en, con el pelo erizado, empuñaba los mandos.
Pudieron oír que aquel ser decía dos cosas antes que lo capturasen, y estas frases fueron los primeros comentarios registrados para analizarlos más tarde con la computadora mentálica.
La primera frase, pronunciada por el gran primate cuando éste advirtió la nave casi encima de su cabeza, fue captada por el telemicrófono direccional, y fue la siguiente:
—¡Dios mío! ¡Un platillo volante!
Devi-en comprendió la segunda parte de la frase. Era así como los grandes primates denominaban a las naves hurrianas; aquel término se había puesto en boga durante aquellos años de observación descuidada.
Aquella salvaje criatura pronunció su segunda frase cuando la subieron a la nave, debatiéndose como una fiera pero sin poder librarse del férreo abrazo de los imperturbables mauvs.
Devi-en, jadeante, con su carnosa nariz temblando ligeramente, se adelantó a recibirle, y aquel ser (cuya cara desagradable y lampiña estaba recubierta de una secreción aceitosa) vociferó:
—¡Lo que faltaba! ¡Un mono!
Devi-en comprendió también la segunda parte de la frase. Con aquella palabra se designaba a una especie de pequeños primates en uno de los principales idiomas del planeta.
El cautivo, de un salvajismo extraordinario, era casi imposible de manejar. Hizo falta infinita paciencia antes de poder dirigirle la palabra de una manera razonable. Al principio sufría crisis tras crisis. El primate se dio cuenta casi inmediatamente que se lo llevaban de la Tierra, y lo que Devi-en creía que supondría una emocionante experiencia para él, resultó ser todo lo contrario. Se pasaba el tiempo hablando de sus crías y de una hembra.
«Tienen mujeres e hijos —pensó Devi-en, lleno de compasión—, y a su manera los quieren, pues son primates superiores.»
Luego hubo que hacerle comprender que los mauvs que lo custodiaban y lo sujetaban cuando sus accesos de violencia lo hacían necesario no le harían daño, y que nadie pensaba maltratarlo.
(Devi-en sentía náuseas ante la idea que un ser racional pudiese causar daño a otro. Le resultaba difícil, dificilísimo, hablar de aquel tema, aunque sólo fuese para admitir la posibilidad un momento y negarla en seguida. El ser arrebatado a aquel planeta consideraba con gran suspicacia aquellas vacilaciones. Aquellos grandes primates eran así.)
Durante el quinto día, cuando tal vez a causa de su agotamiento aquel ser permaneció mucho rato tranquilo, Devi-en pudo hablar con él en su propio camarote, y de pronto el primero se encolerizó cuando el hurriano se puso a explicarle, sin dar mayor importancia a la cosa, que ellos esperaban a que estallase una guerra nuclear.
—¿Conque ustedes están esperando eso, eh? —gritó aquel ser—. ¿Y qué les hace estar tan seguros que habrá una guerra?
Devi-en no estaba seguro de ello, por supuesto, pero repuso:
—Siempre termina por producirse una guerra nuclear. Nosotros nos proponemos venir en su ayuda después de ella.
—Después de ella, ¿eh?
Empezó a proferir palabras incoherentes. Movió con violencia los brazos, y los mauvs apostados junto a él tuvieron que sujetarlo con suavidad y llevárselo.
Devi-en suspiró. Ya tenía una buena colección de frases pronunciadas por el primate… Tal vez la computadora consiguiera desentrañar algo gracias a ellas. En cuanto a él, le resultaban completamente disparatadas.
Además, aquel ser no medraba. Su cuerpo estaba casi totalmente desprovisto de vello, hecho que la observación a larga distancia no había revelado, debido a las pieles artificiales con que se cubrían, ya fuese para procurarse calor o a causa de la repulsión instintiva que incluso aquellos grandes primates experimentaban por la epidermis desprovista de pelo.
Hecho sorprendente: en la cara de aquel ser había empezado a brotar un vello parecido al que cubría la cara del hurriano, aunque más abundante y más oscuro.
Pero lo principal era que no medraba. Había adelgazado mucho, pues apenas probaba bocado, y si aquello duraba mucho, su salud se resentiría. Devi-en no quería, de ningún modo, asumir aquella responsabilidad.
Al día siguiente, el gran primate se mostraba muy calmado. Casi hablaba con animación, volviendo al tema de la guerra nuclear, que era lo que más parecía interesarle. (¡Qué atracción tan terrible ejercía aquel tema sobre la mente de los grandes primates!, se dijo Devi-en.)
—¿Dices que siempre acaba produciéndose la guerra nuclear? —dijo el primate—. ¿Significa eso que existen otros seres además de nosotros, ustedes y… ellos?
E indicó a los mauvs, apostados junto a él.
—Existen millares de especies inteligentes, que habitan en miles de mundos. Muchos miles —respondió Devi-en.
—¿Y todos ellos tienen guerras nucleares?
—Todos cuantos han alcanzado determinado nivel técnico. Todos menos nosotros. Nosotros somos distintos. Nos falta el espíritu de lucha. En cambio, poseemos el instinto de la cooperación.
—¿Quieres decir que ustedes saben que ocurrirán guerras nucleares y no hacen nada por evitarlas?
—Sí, hacemos lo que podemos —repuso Devi-en dolido—. Nos esforzamos por prestarles ayuda. En los antiguos tiempos de mi pueblo, cuando descubrimos los viajes interplanetarios, no comprendíamos a los grandes primates, los cuales rechazaban sistemáticamente nuestros ofrecimientos de amistad, hasta que renunciamos a seguir ofreciéndosela. Fue entonces cuando descubrimos mundos cubiertos de ruinas radiactivas. Hasta que por último llegamos a un mundo enzarzado en una terrible guerra nuclear. Quedamos horrorizados, pero nada pudimos hacer. Poco a poco fuimos descubriendo la verdad. Actualmente, nos hallamos ya en disposición de intervenir en cualquier mundo que haya alcanzado la era nuclear. Después de la guerra que lo destruye, intervenimos con nuestros equipos de descontaminación y nuestros analizadores eugenésicos.
—¿Qué son los analizadores eugenésicos?
Devi-en había creado aquella expresión por analogía con lo que conocía del idioma de aquellos primates. Ahora, midiendo cuidadosamente sus palabras, contestó:
—Regulamos las uniones y las esterilizaciones para extirpar en lo posible el instinto belicoso en los supervivientes.
Por unos momentos creyó que el primate iba a montar nuevamente en cólera.
Pero en lugar de ello, su salvaje interlocutor dijo con voz monótona:
—Los convierten en dóciles criaturas como ésos, ¿verdad?
E indicó de nuevo a los mauvs.
—No, no. Ésos son distintos. Sencillamente, conseguimos que los supervivientes se contenten con vivir en el seno de una sociedad pacífica, sin ambiciones de conquista ni agresión, sometida a nuestra égida. Sin esta premisa, se destruirían mutuamente, como se destruyeron, antes de nuestra llegada.
—¿Y ustedes qué obtendrán a cambio de eso?
Devi-en miró con expresión de duda al salvaje. ¿Era verdaderamente necesario explicarle cuál era el placer fundamental de la vida? Sin embargo, le preguntó:
—¿No te satisface ayudar al prójimo?
—Prosigue. Dejando eso aparte, ¿qué sacan a cambio?
—Naturalmente, Hurria recibe ciertos tributos.
—Ya.
—Considero que lo menos que puede hacer una especie que nos debe su salvación es pagárnoslo de alguna manera —protestó Devi-en—. Además, hay que amortizar los gastos de la operación. No les pedimos mucho, y siempre cosas que se adapten a la propia naturaleza de su mundo. Por ejemplo, puede ser un envío anual de madera, si se trata de un mundo selvático; sales de manganeso, en un mundo que las tenga… Como el mundo de donde proceden los mauvs es muy pobre en recursos naturales, se han ofrecido a facilitarnos cierto número de ellos para que los empleemos como ayudantes personales. Poseen una fuerza tremenda, notable incluso entre los grandes primates, y los sometemos a la acción de drogas indoloras anticerebrales.
—¡Hacen de ellos una especie de zombies, vaya!
Devi-en conjeturó el significado de aquella palabra, y repuso con indignación:
—¡Nada de eso! Lo hacemos únicamente para que se hallen contentos con su papel de servidores y se olviden de sus hogares. No queremos de ningún modo que se sientan desdichados. ¡Ten en cuenta que son seres inteligentes!
—¿Y qué harían con la Tierra si nosotros librásemos una guerra nuclear?
—Hemos tenido quince años para decidirlo —repuso Devi-en—. Vuestro mundo es muy rico en hierro y ha creado una magnífica industria siderúrgica. Me parece que les pediríamos acero. —Suspiró—. Pero en este caso vuestra contribución no compensaría los gastos. Llevamos por lo menos diez años de más en nuestra espera.
—¿A cuántas razas imponen esta clase de contribuciones? —le preguntó el gran primate.
—Desconozco su número exacto. Desde luego, a más de mil.
—Entonces, ustedes son los pequeños reyes de la galaxia, ¿no te parece? Mil mundos se aniquilan para contribuir a vuestro bienestar. Pero además son otra cosa.
El salvaje empezaba a alzar la voz, la cual adquiría un tono agudo.
—Son unos buitres —declaró.
—¿Buitres? —dijo Devi-en, tratando de recordar aquella palabra.
—Devoradores de carroña. Unos pajarracos que esperan hasta que muera de sed algún pobre animal en el desierto, y entonces descienden para comerse su cadáver.
Devi-en notó que se mareaba al evocar en su mente aquella horrible imagen. Se sintió desfallecer. Con voz débil, dijo:
—No, no… Nosotros ayudamos a las especies.
—Esperan a que estalle la guerra, como una bandada de buitres.
Transcurrieron varios días antes que Devi-en se sintiese capaz de entrevistarse de nuevo con el salvaje. Estuvo a punto de faltarle al respeto al Archiadministrador, cuando éste insistió una y otra vez en que le faltaban datos suficientes para realizar un análisis completo de la estructura mental de aquellos salvajes.
Audazmente, Devi-en afirmó:
—Seguramente, hay datos más que suficientes para dar alguna solución a nuestro problema.
La nariz del Archiadministrador tembló, y su lengua rosada pasó sobre ella reflexivamente.
—Tal vez exista una solución, pero no confío en ella. Nos enfrentamos con una especie que se aparta por completo de lo corriente. Eso ya lo sabíamos. No podemos cometer la más leve equivocación… Una cosa, antes de terminar. Hemos capturado un ejemplar extremadamente inteligente. A menos que… A menos que represente el tipo moral de su raza.
Esta idea pareció soliviantar al Archiadministrador.
Devi-en dijo:
—Ese salvaje evocó la horrible imagen de aquel…, de aquel pájaro…, de aquel llamado…
—Buitre —completó el Archiadministrador.
—Esa imagen da a toda nuestra empresa una luz completamente diferente. Desde entonces he sido incapaz de comer como es debido, ni de dormir. A decir verdad, mucho me temo que tendré que pedir el relevo…
—Pero no antes de terminar lo que nos ha traído aquí —dijo el Archiadministrador con firmeza—. ¿Crees que me gusta sentirme un… devorador de carroña?… Debes reunir más datos.
Finalmente, Devi-en asintió. Naturalmente, lo había entendido. El Archiadministrador no deseaba más que cualquier otro hurriano originar una guerra atómica. Daba largas al asunto todo cuanto le estaba permitido.
Devi-en se dispuso a celebrar una nueva entrevista con el salvaje. Resultó algo completamente insoportable, y la última que celebró.
El salvaje mostraba una contusión en la mejilla, como si se hubiese resistido de nuevo a los mauvs. En realidad, les había ofrecido resistencia. Les había enfrentado tantas veces que los mauvs, a pesar de todos sus esfuerzos por no hacerle daño, no habían podido evitar lastimarle en una ocasión. Era de suponer que el salvaje se daría cuenta de hasta qué punto ellos trataban de no hacerle daño, y que eso hubiera debido aplacarlo. En cambio, era como si el convencimiento de la seguridad en que se hallaba lo estimulase a ofrecer más resistencia.
(Aquellas especies de primates superiores eran malignas, malignas y resabiadas, se dijo Devi-en con tristeza.)
Durante más de una hora la conversación giró en torno a cuestiones sin importancia, hasta que el salvaje preguntó envalentonándose de pronto:
—¿Cuánto tiempo dices que han estado observándonos, mamarrachos?
—Quince de vuestros años —repuso Devi-en.
—Eso concuerda. Los primeros platillos volantes fueron vistos poco después de la segunda guerra mundial. ¿Cuánto tiempo faltaba entonces para la guerra nuclear?
Con automática sinceridad, Devi-en contestó:
—Ojalá lo supiese.
Y se interrumpió de pronto.
El salvaje prosiguió:
—Yo creía que la guerra nuclear era inevitable… La última vez que nos vimos dijiste que habían permanecido aquí diez años de más. Estuvieron esperando a que estallase la guerra durante diez años, ¿no es verdad?
—Prefiero no discutir ese tema.
—¿No? —vociferó el salvaje—. ¿Y qué piensan hacer, dime? ¿Cuánto tiempo piensan esperar? ¿Por qué no nos dan un empujón? No se limiten a esperar, buitres, empiecen una.
Devi-en se puso en pie de un salto.
—¿Qué estás diciendo?
—¿Qué están esperando, asquerosos…? —Pronunció un epíteto completamente incomprensible y luego prosiguió, casi sin aliento—: ¿No es eso lo que hacen los buitres cuando algún pobre animal flaco y macilento, o tal vez un hombre, tarda demasiado en morir? No pueden esperar. Bajan en tropel y le sacan los ojos a picotazos. Entonces esperan a que esté completamente indefenso, para precipitar su muerte.
Devi-en se apresuró a ordenar que se lo llevasen y luego se retiró a su cabina, donde permaneció encerrado varias horas, sintiéndose verdaderamente mal. Aquella noche no logró conciliar el sueño. La palabra «buitre» resonaba en sus oídos, y aquella horrible imagen final bailaba ante sus ojos.
Devi-en dijo con firmeza y decisión:
—Alteza, no puedo seguir hablando con el salvaje. Aunque usted necesite más datos, lo siento mucho, pero no puedo ayudarle.
El Archiadministrador se veía ojeroso y fatigado.
—Lo comprendo. Eso de compararnos con buitres…, claro, no lo puedes soportar. Sin embargo, habrás advertido que esa idea no hace mella en él. Los grandes primates son inmunes a estas cosas; son seres duros y despiadados. Su mentalidad es así. Espantoso.