Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Por un lado, decía Quimby, Multivac se dedicaba principalmente a invadir la intimidad. Durante los últimos cincuenta años, la Humanidad había tenido que acostumbrarse a la idea que sus pensamientos e impulsos más íntimos ya no podían mantenerse en secreto, y que ya no existían recónditos pliegues del alma donde podían esconderse los sentimientos. A cambio de esto, había quedar algo a la Humanidad.
Naturalmente, los hombres obtuvieron paz, prosperidad y seguridad, pero eso eran abstracciones. Los hombres y mujeres concretos necesitaban algo personal como recompensa por su renuncia a la intimidad, y lo obtuvieron. Al alcance de cualquier habitante del planeta se encontraba una estación Multivac a cuyos circuitos se podían someter libremente toda clase de problemas y preguntas, con una libertad y sin prácticamente limitación alguna. A los pocos minutos, el maravilloso instrumento facilitaba las respuestas adecuadas.
En cualquier instante del día o de la noche, cinco millones de circuitos individuales entre el cuatrillón o más que poseía Multivac, podían dedicarse a atender aquel programa de preguntas y respuestas. Éstas no eran necesariamente infalibles, pero sí enormemente aproximadas casi siempre, y los que acudían a Multivac tenían una fe absoluta en sus respuestas.
Y en aquellos momentos, un joven de dieciséis años, de expresión ansiosa, avanzaba lentamente con la cola de hombres y mujeres que esperaban. Todos los semblantes de los que formaban la colase hallaban iluminados por distintos grados de esperanza, temor o ansiedad, e incluso angustia, mientras se aproximaban lentamente a Multivac. Pero era siempre la esperanza la que predominaba.
Sin levantar la mirada, Quimby tomó el formulario impreso, debidamente cumplimentado, que el recién llegado le tendía y dijo:
—Cabina 5-B.
—¿Cómo tengo que hacer la pregunta, señor?
Quimby levantó entonces la mirada, con cierta sorpresa. Por lo general, los muchachos que aún no habían alcanzado la mayoría de edad no hacían uso de aquel servicio. Amablemente le dijo:
—¿Es la primera vez que vienes a Multivac, muchacho?
—Sí, señor.
Quimby le indicó el modelo que tenía sobre su mesa.
—Tendrás que utilizar esto. Mira, funciona exactamente igual que una máquina de escribir. No escribas la pregunta mal, sobre todo; hazlo por medio de esta máquina. Ahora vete a la cabina 5-B, y si necesitas ayuda, oprime el botón rojo y se presentará un empleado. Por ese corredor, muchacho, ala derecha.
Vio como el joven se alejaba por el corredor, hasta perderse de vista, y sonrió. Multivac no rechazaba a nadie. Naturalmente, no podía descartarse un pequeño porcentaje de preguntas triviales: gente que hacía preguntas indiscretas acerca de sus vecinos o preguntas desvergonzadas sobre personalidades eminentes; estudiantes que trataban de adivinar lo que les preguntarían sus profesores, o de divertirse a costa de Multivac haciéndole preguntas paradójicas o absurdas…
Multivac podía atender todas aquellas preguntas sin necesidad de ayuda.
Además, cada pregunta y cada respuesta quedaban archivadas para constituir una pieza más en el conjunto de datos sobre la Humanidad en general y sus representantes individuales en particular. Incluso las triviales e impertinentes ayudaban a la Humanidad, pues al reflejar la personalidad del que las hacía, permitían que Multivac aumentase su conocimiento de los hombres.
Quimby volvió su atención hacia la persona siguiente en la cola, una mujer de mediana edad, desgarbada y angulosa, con la turbación reflejada en el semblante.
Ali Othman medía la oficina a grandes pasos, y sus tacones resonaban con golpes sordos y desesperados sobre la alfombra.
—Las probabilidades siguen aumentando. En este momento son del veintidós coma cuatro por ciento. ¡Maldición! Hemos detenido a Joseph Manners, y las probabilidades siguen aumentando.
El sudor corría a raudales por su cara.
Leemy dejó el teléfono en su soporte.
—Todavía no ha confesado. Le han sometido a la Prueba Psíquica, pero no han descubierto la menor huella de crimen. Es posible que diga la verdad.
—¿Entonces, es que Multivac se ha vuelto loca? —dijo Othman.
Otro teléfono se puso a sonar. Othman se apresuró a cerrar las conexiones, contento de aquella interrupción. En la pantalla apareció la cara de un oficial de Correcciones, el cual dijo:
—¿Tiene que darnos algunas nuevas instrucciones, señor, respecto a la familia de Manners?¿Debemos permitirles que vayan y vengan a su antojo, como han hecho hasta ahora?
—¿Qué quiere usted decir, con eso de «como han hecho hasta ahora»?
—Las primeras órdenes que recibimos se referían al arresto domiciliario de Joseph Manners. Nada se decía en ellas del resto de la familia, señor.
—Pues hágalas extensivas al resto de la familia, en espera de recibir nuevas órdenes.
—Pero es que ése es el problema, señor. La madre y el hijo mayor no hacen más que pedir noticias del pequeño. Éste ha desaparecido, y su madre y su hermano piensan que también le han detenido, y piden que los llevemos a la jefatura para aclarar la suerte del muchacho.
Othman frunció el ceño y preguntó casi en un susurro:
—¿El pequeño? ¿Cuántos años tiene?
—Dieciséis, señor —repuso el agente.
—Dieciséis, y se ha ido. ¿Sabe usted adónde?
—Le dejaron salir, señor. No había órdenes de retenerle.
—No se retire. Un momento. —Othman suspendió momentáneamente la comunicación, se llevó ambas manos a la cabeza, y gimió—: ¡Estúpido de mí!
Leemy le miró, sorprendido.
—¿Qué demonios te pasa?
—Este individuo tiene un hijo de dieciséis años —dijo Othman con voz ahogada—. Por lo tanto, es un menor de edad, y Multivac no lo registra por separado, sino formando parte de la ficha de su padre. —Miró furioso a Leemy—. Hasta cumplir dieciocho años, un joven no tiene ficha separada en Multivac, sino que sus datos figuran en la de su padre… Eso lo sabe cualquiera. ¿Cómo pudo habérseme olvidado? Y a ti, pedazo de alcornoque, ¿cómo pudo habérsete olvidado también?
—¿Quieres decir entonces que Multivac no se refería a Joe Manners? —preguntó Leemy.
—Multivac se refería a su hijo menor, y éste se nos ha escapado. A pesar de tener la casa rodeada de policías, él ha salido con toda tranquilidad y se ha ido a realizar ve a saber qué infernal misión.
Conectó de nuevo el circuito telefónico, al extremo del cual todavía esperaba el oficial de Correcciones. Aquella interrupción de un minuto había permitido que Othman recuperase el dominio de sí mismo, asumiendo de nuevo su expresión fría y segura. (Hubiera sido altamente perjudicial para su prestigio representar una escena ante los ojos de un policía aunque eso habría aliviado considerablemente su mal humor.)
—Oficial —dijo entonces—, trate de localizar al muchacho que ha desaparecido. Si es necesario, movilice usted a todos sus hombres. Más adelante les daré las órdenes oportunas. De momento sólo ésta: encontrar al muchacho a toda costa.
El oficial contestó:
—Sí, señor.
La conexión se interrumpió. Othman dijo:
—Dígame cómo están las probabilidades, Leemy.
Cinco minutos después, Leemy comunicó:
—Han bajado a un diecinueve coma seis por ciento. Y siguen bajando.
Othman dejó escapar un largo suspiro.
—Por fin estamos sobre la buena pista.
Ben Manners tomó asiento en la cabina 5-B y tecleó lentamente: «Me llamo Benjamín Manners, número MB-71833412. Mi padre, Joseph Manners, ha sido detenido, pero no sabemos qué crimen tramaba. ¿Podemos ayudarle de algún modo?»
Se dispuso a esperar la respuesta de la máquina. A pesar que sólo tenía dieciséis años, ya sabía que aquellas palabras estaban dando vueltas en aquellos momentos por el interior del aparato más complicado creado por la mente humana; sabía también que se barajarían y se coordinarían un trillón de datos, y que a partir de ellos Multivac extraería la respuesta más adecuada.
Oyó un clic en la máquina y surgió de ella una tarjeta. Sobre la misma se veía impresa una respuesta, una larga respuesta. Decía como sigue:
«Toma el expreso a Washington, D. C., inmediatamente. Desciende en la parada de la avenida de Connecticut. Verás una salida especial sobre la que se lee «Multivac» y ante la que hay unos guardias. Di a uno de ellos que llevas un recado para el doctor Trumbull, y te dejará entrar.
«Te encontrarás entonces en un corredor. Síguelo hasta encontrar una puerta sobre la que se lee «Interior». Entra y di a los guardias de dentro lo que has dicho a los de fuera; lo mismo. Éstos te franquearán el paso. Sigue entonces…»
Las instrucciones continuaban por ese tenor. Ben no veía que aquello tuviese nada que ver con lo que había preguntado, pero su fe en Multivac era absoluta. Salió corriendo, para tomar el expreso a Washington.
Los oficiales de Correcciones consiguieron seguir la pista de Ben Manners hasta la estación de Baltimore, donde llegaron una hora después que éste la hubiera abandonado. El sorprendido Harold Quimby se sintió verdaderamente aturrullado ante el número e importancia de los hombres que fueron a verle con relación a aquel muchacho de dieciséis años que andaban buscando.
—Sí, un muchacho de esas señas —dijo—, pero ignoro adónde fue cuando salió de aquí. Yo no podía saber que lo andaban buscando. Aquí recibimos a todo el mundo. Sí, puedo conseguir una copia de la pregunta y la respuesta.
Los oficiales de Correcciones televisaron las dos fichas a Jefatura sin perder un instante.
Othman las leyó, puso los ojos en blanco y se desmayó. Consiguieron hacerlo reaccionar casi enseguida. Con voz débil, dijo a Leemy:
—Que detengan a ese chico. Y que me saquen una copia de la respuesta de Multivac. Ahora ya no hay escapatoria. Tengo que ver a Gulliman inmediatamente.
Bernard Gulliman nunca había visto a Ali Othman tan perturbado. Al observar la expresión trastornada del coordinador, sintió que un escalofrío le recorría el espinazo.
Con voz trémula y entrecortada, preguntó:
—¿Qué quiere usted decir, Othman? ¿Qué significa eso de…, de algo peor que un asesinato?
—Mucho, muchísimo peor que un asesinato.
Gulliman estaba muy pálido.
—¿Se refiere usted al asesinato de un alto funcionario del Gobierno?(Incluso cruzó por su mente la idea que pudiese ser él mismo quien…)
Othman asintió:
—No un funcionario del Gobierno. El funcionario del Gobierno por excelencia.
—¿El secretario general? —aventuró Gulliman con un murmullo ahogado.
—Más que eso; mucho más. Nos enfrentamos con un complot para asesinar a Multivac.
—¡CÓMO!
—Por primera vez en la historia de Multivac, la computadora nos ha informado que es ella misma quien está en peligro.
—¿Por qué no me informaron de ello inmediatamente?
Othman no mintió demasiado al responder:
—Como se trataba de un caso sin precedentes, señor, estudiamos la situación antes de atrevernos a redactar un informe oficial.
—Pero Multivac se ha salvado, ¿verdad? Dígame que se ha salvado.
—Las probabilidades han descendido a menos de un cuatro por ciento; prácticamente ya no hay peligro. Estoy esperando el informe definitivo de un momento a otro.
—Traigo un recado para el doctor Trumbull —dijo Ben Manners al hombre instalado sobre un alto taburete, y que accionaba cuidadosamente lo que parecían los mandos de un crucero estratosférico, enormemente ampliados.
—Muy bien, Jim —dijo el hombre—. Adelante.
Ben echó una mirada a sus instrucciones y se apresuró a seguir adelante. Encontraría una diminuta palanca que tenía que bajar completamente, en el instante en que un indicador mostrase una luz roja.
Oyó una voz agitada a sus espaldas, luego otra, y de pronto dos hombres lo sujetaron por los codos. Notó como sus pies se levantaban del suelo.
Uno de sus captores dijo:
—Acompáñanos, muchacho.
La cara de Ali Othman no se iluminó de manera apreciable al recibir la noticia, aunque Gulliman dijo con gran alegría:
—Si tenemos al chico, Multivac se ha salvado.
—Por el momento.
Gulliman se llevó una mano temblorosa a la frente.
—¡Qué media hora he pasado! ¿Se imagina usted lo que significaría la destrucción de Multivac, aunque fuese por breve tiempo? Se hundiría el Gobierno; la economía se paralizaría. Sería de unos efectos más devastadores que un… —Alzó de pronto la cabeza—. ¿Qué quiere usted decir con eso de«por el momento»?
—Ese muchacho, Ben Manners, no tenía intención de hacer daño. Él y su familia deben ser puestos inmediatamente en libertad e indemnizados por las molestias que les hemos causado. Él se limitaba a seguir las instrucciones que le dio Multivac para ayudar a su padre, y lo ha conseguido. Su padre ha sido puesto en libertad.
—¿Insinúa usted que la propia Multivac ordenó al muchacho que bajase una palanca en un momento en que tal acción quemaría tal cantidad de circuitos que haría falta un mes de trabajo para repararlos? ¿Insinúa usted acaso que Multivac proponía su propia destrucción para ayudar a un solo hombre?
—Mucho peor que eso, señor. Multivac no sólo dio esas instrucciones a Ben, sino que eligió a la familia Manners porque Ben tenía un extraordinario parecido con uno de los mensajeros del doctor Trumbull, y por lo tanto podría meterse impunemente en Multivac sin que nadie le pusiese reparos.
—¿Y por qué fue elegida esa familia? ¿Y para qué?
—Verá usted, el muchacho nunca se habría visto obligado a hacer la pregunta que hizo si su padre no hubiese sido detenido. Y su padre jamás habría sido detenido si Multivac no le hubiese acusado de tramar su propia destrucción. Fue Multivac quien inició la sucesión de acontecimientos que casi condujeron a la propia destrucción de Multivac.
—Pero eso no tiene pies ni cabeza —dijo Gulliman con voz quejumbrosa.
Se sentía pequeño y desvalido, y casi se puso de rodillas para suplicar a Othman, a aquel hombre que había pasado casi toda su vida junto a Multivac, que devolviese la tranquilidad a su ánimo.
Pero Othman no lo hizo. En cambio, le dijo:
—Éste ha sido el primer intento realizado por Multivac en este sentido, que yo sepa. Hasta cierto punto, estaba muy bien planeado. Supo elegir la familia. Tuvo buen cuidado en no distinguir entre padre e hijo, a fin de despistarnos. Sin embargo, demostró que todavía no pasa de ser una aficionada. No pudo anular sus propias instrucciones, que la obligaron a comunicar la probabilidad de su propia destrucción, la cual se hacía mayor a cada paso que dábamos por la pista falsa. Tuvo que registrar forzosamente la respuesta que dio al muchacho. Cuando tenga más práctica, probablemente aprenderá las artes del engaño, a ocultar ciertos hechos, a no registrar otros. A partir de ahora, todas las instrucciones que dé contendrán tal vez las semillas de su propia destrucción. Eso nunca lo sabremos. Y por más cuidado que tengamos, un día Multivac conseguirá burlarnos. Creo, señor Gulliman, que usted será el último presidente de esta organización.