Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Gulliman aporreó furioso su mesa.
—Pero, ¿por qué, pregunto yo? ¿Por qué hace eso? ¿Qué le ocurre? ¿No podemos repararla?
—No lo creo —repuso Othman, dominado por una callada desesperación—. Nunca había tenido en cuenta tal posibilidad. Sin embargo, ahora, al pensarlo, estoy convencido que hemos llegado al fin, precisamente porque Multivac es demasiado buena. Multivac se ha hecho tan complicada que sus reacciones ya no son las propias de una máquina, sino las de un ser viviente.
Gulliman le miró antes de decirle:
—Está usted loco. Pero…, ¿y qué si fuese así?
—Durante más de medio siglo Multivac ha tenido que cargar con todas las preocupaciones de la Humanidad. Le hemos pedido que velase por todos nosotros, por todos y cada uno de nosotros. Le hemos confiado todos nuestros secretos; le hemos hecho absorber nuestra maldad y defendernos de ella. Cada uno de nosotros acudimos a ella con nuestras aflicciones, aumentando su enorme fárrago. Y ahora nos proponemos hacer cargar también a Multivac, a esta criatura viva, con el fardo de la enfermedad humana. —Othman se interrumpió un momento, antes de proseguir con excitación—:Señor Gulliman, Multivac está harta de cargar con todos los males del mundo.
—Esto es una locura. Una completa locura —masculló Gulliman.
—En ese caso, permítame que le demuestre algo muy importante. Vamos a hacer una prueba.¿Me permite usted que utilice la línea de Multivac que tiene en su despacho?
—¿Para qué?
—Para hacer una pregunta a Multivac que nadie le ha hecho jamás.
—Supongo que no le será perjudicial —preguntó Gulliman, alarmado.
—No. Pero nos dirá lo que deseamos saber.
El presidente vaciló un momento. Luego dijo:
—Adelante.
Othman se dirigió a la terminal que Gulliman tenía sobre la mesa. Sus dedos teclearon diestramente, formando la pregunta: «Multivac, ¿qué es lo que deseas?»
El momento que transcurrió entre pregunta y respuesta les pareció interminable, pero Othman y Gulliman no se atrevían ni a respirar.
Se oyó un clic y surgió una tarjeta. Muy pequeña. Sobre ella, con letras muy claras, se hallaba la respuesta:
«Deseo morir.»
“S as in Zebatinsky (Spell My Name with an S)”
Marshall Zebatinsky se daba cuenta que estaba haciendo el ridículo. Le parecía que le miraban desde el otro lado del tétrico cristal del escaparate a través del deteriorado tabique de madera; le parecía notar unos ojos posados en él. Ni el traje viejo que había desenterrado, ni el ala doblada de un sombrero, que por lo demás nunca llevaba, ni las gafas que había dejado en su estuche le inspiraban la menor confianza.
Sentía que hacía el ridículo, y eso profundizaba aún más las arrugas de su frente y volvía más pálida su cara de joven prematuramente envejecido.
Nunca podría explicar a nadie por qué un físico nuclear como él se había decidido a visitar a un numerólogo. (No, nunca podría explicárselo a nadie, se dijo.) No podía explicárselo ni siquiera a sí mismo. La única explicación era que se había dejado convencer por su mujer.
El numerólogo estaba sentado ante una vieja mesa que ya debía de ser de segunda mano cuando la compró. Ninguna mesa podría llegar a estar tan deteriorada en manos de un solo dueño. Casi lo mismo podía decirse de sus ropas. Era un hombrecillo moreno que miraba a Zebatinsky con sus ojillos negros, perspicaces y vivarachos.
—Es la primera vez que un físico viene a visitarme, doctor Zebatinsky —le dijo.
Zebatinsky enrojeció.
—Supongo que esto es confidencial —dijo.
El numerólogo sonrió, con lo que se le formaron arrugas junto a las comisuras de la boca y la piel de su barbilla se distendió.
—Todo lo que aquí se dice queda entre estas cuatro paredes.
—Me creo en el deber de decirle una cosa —prosiguió Zebatinsky—. Yo no creo en la numerología y dudo que empiece a hacerlo ahora. Si eso supone un impedimento, le ruego que me lo diga.
—¿Entonces, por qué ha venido?
—Mi esposa cree hasta cierto punto en usted. Me hizo prometerle que le visitaría, y aquí me tiene.
Se encogió de hombros, sintiéndose cada vez más ridículo.
—¿Y qué es lo que usted desea? ¿Dinero? ¿Seguridad? ¿Larga vida? ¿Qué?
Zebatinsky permaneció inmóvil durante largo rato, mientras el numerólogo se dedicaba a observarlo en silencio, sin hacer nada por instarlo a hablar.
Entre tanto, Zebatinsky pensaba: «¿Y yo qué le digo? ¿Que tengo treinta y cuatro años y no vislumbro ningún porvenir?»
En voz alta, dijo:
—Deseo el éxito. Que se me reconozca.
—¿Un empleo mejor?
—Un empleo distinto. Una clase diferente de trabajo. Actualmente, formo parte de un equipo y tengo que obedecer las órdenes que me dan. ¡Equipos! Ésa es la forma de realizar investigaciones que tiene el Gobierno. Uno no es más que un violinista perdido en una orquesta sinfónica.
—¿Y usted quiere ser un solista?
—Lo que yo quiero es salir del equipo y trabajar por mi cuenta. —Zebatinsky se sintió más animado, casi embriagado al expresar en palabras aquel pensamiento ante una persona que no fuese su esposa—. Hace veinticinco años —prosiguió—, con mi educación técnica y lo que yo sé hacer, hubiera podido trabajar en las primeras centrales de energía atómica. Actualmente estaría al frente de una de ellas o dirigiría un grupo de investigación pura en una universidad. Pero empezando hoy, ¿sabe usted adónde habré llegado dentro de veinticinco años? A ninguna parte. Seguiré siendo esclavo del equipo, aportando mi granito de arena a la gran organización. Siento que me ahogo en una multitud anónima de físicos nucleares, y lo que yo quiero es espacio en una tierra firme y despejada… ¿Me comprende usted?
El numerólogo asintió lentamente.
—Tenga usted en cuenta, doctor Zebatinsky —dijo—, que yo no puedo garantizarle nada.
Zebatinsky, a pesar de su falta de fe, experimentó una amarga decepción.
—¿No? ¿Entonces qué es lo que usted garantiza?
—Un aumento en el número de las probabilidades. Mi trabajo es de naturaleza estadística. Puesto que usted trabaja con átomos, supongo que comprenderá las leyes de la estadística.
—¿Y usted, las comprende? —le preguntó el físico con ironía.
—Pues sí, las comprendo. Yo soy matemático, y mi trabajo se basa en cálculos rigurosos. No se lo digo para cobrarle más. Mi tarifa es única: cincuenta dólares por consulta. Pero como usted es un hombre de ciencia, podrá apreciar mejor la naturaleza de mi trabajo que mis demás clientes. Para mí incluso representa un placer explicarle todo esto.
—Preferiría que no lo hiciese, si no le importa. Perderá el tiempo hablándome del valor numérico de las letras, su significado místico y todas esas cosas. Esa clase de matemáticas no me interesan. Vayamos al grano…
El numerólogo replicó:
—Así, usted quiere que yo le ayude, a condición que no le venga con todas esas monsergas anticientíficas que, según usted, forman la base de mi trabajo. ¿No es eso?
—Exactamente. Eso es.
—Pero es que usted sigue creyendo que yo soy un numerólogo, y la verdad es que no lo soy. Me doy ese nombre para que la policía no me moleste, y también —añadió el hombrecillo, riendo secamente— para que los psiquiatras me dejen tranquilo. Le aseguro que soy un matemático; un matemático de verdad.
Zebatinsky sonrió.
El numerólogo dijo:
—Construyo computadoras. Estudio el futuro probable.
—¿Cómo?
—¿Acaso le parece eso peor que la numerología? ¿Por qué? Contando con datos suficientes y con una computadora capaz de realizar el número necesario de operaciones por unidad de tiempo, el futuro puede predecirse, al menos de una manera probable. Cuando ustedes calculan los movimientos de un proyectil que debe interceptar a otro, ¿no se dedican a predecir el futuro? El proyectil interceptor y el otro no chocarían si el futuro se hubiese calculado incorrectamente. Yo hago lo mismo. Pero como trabajo con un número mayor de variables, mis resultados son menos exactos.
—¿Quiere usted decir que podrá predecir mi futuro?
—De una manera muy aproximada. Una vez hecho eso, modificaré los datos cambiando su nombre; únicamente su nombre. Entonces introduciré ese factor modificado en el programa de operaciones. Luego probaré con otros nombres modificados. Lo cual me permitirá estudiar los distintos futuros que irán apareciendo, hasta encontrar uno en que usted goce de mayor reconocimiento que en el futuro que ahora se extiende frente a usted… Déjeme decirlo de otra manera: descubriré un futuro en el cual las probabilidades para que usted llegue a situarse como desea serán mayores que las probabilidades que encierra su actual futuro.
—¿Y por qué tendré que cambiar de nombre?
—Ese es el único cambio que suelo hacer, y lo hago por varios motivos. En primer lugar, es un cambio sencillo. Tenga usted en cuenta que si realizase un cambio importante o introdujese varios cambios menores, entrañan en juego tantos factores nuevos que ya no sería capaz de interpretar el resultado. Mi computadora todavía es bastante imperfecta. En segundo lugar, se trata de un cambio razonable. Yo no puedo alterar su estatura, ¿verdad?, ni el color de sus ojos, ni siquiera su temperamento. Luego tenemos que el cambio del nombre es un cambio significativo. Los nombres son muy importantes; hasta cierto punto son la persona. Y finalmente, es un cambio corriente, que todos los días se realiza.
—¿Y si no consigue descubrir un futuro mejor?
—Ese es un riesgo que hay que correr. De todos modos, su suerte no empeorará, amigo.
Zebatinsky miró con inquietud a su interlocutor.
—No creo ni una palabra de todo eso —comentó—. Antes creería en la numerología.
El hombrecillo suspiró.
—Pensé que una persona como usted se sentiría más animada al conocer la verdad. Deseo sinceramente ayudarle, y usted todavía puede hacer mucho. Si me considerase un numerólogo, sencillamente no haría caso de mis instrucciones. Pensé que si le decía la verdad, dejaría que le ayudase.
Zebatinsky observó:
—Pero si usted puede ver el futuro…
—¿Por qué no soy el hombre más rico de la Tierra? ¿Es eso lo que me iba a preguntar? Lo cierto es que sí lo soy, puesto que tengo cuanto deseo. Usted quiere que se reconozca su talento y yo quiero que me dejen tranquilo; que me dejen trabajar sin molestarme, y lo he conseguido. Gracias a eso, me considero más rico que un millonario. Cuando necesito un poco de dinero de verdad para cubrir mis necesidades materiales, lo obtengo de personas como usted, que vienen a visitarme. Me gusta ayudar al prójimo; un psiquiatra tal vez diría que eso me proporciona una sensación de poder y alimenta mi egolatría. Pero, vamos a ver…, ¿desea de verdad que le ayude?
—¿A cuánto dijo usted que ascendía la consulta?
—Son cincuenta dólares. Necesitaré un gran número de datos biográficos sobre usted, pero le proporcionaré un formulario que le facilitará el trabajo. Lo siento, pero contiene muchas preguntas. Sin embargo, si puede enviármelo por correo a finales de semana, le tendré la respuesta preparada para el… —Adelantó el labio inferior y frunció el ceño, mientras efectuaba un cálculo mental—. Para el veinte del mes que viene.
—¿Cinco semanas? ¿Tanto tiempo?
—Usted no es el único, amigo mío; tengo otros clientes. Si yo fuese un farsante, se lo haría en cuatro días. ¿De acuerdo entonces?
Zebatinsky se levantó.
—Bien, de acuerdo… Le ruego la máxima reserva.
—No tema. Le devolveré toda la información que me suministre al decirle qué cambio tiene que realizar, y le doy mi palabra que no haré uso de ella.
El físico nuclear se detuvo en la puerta.
—¿No teme usted que yo revele que no es numerólogo?
El numerólogo movió negativamente la cabeza.
—¿Y quién iba a creerle, amigo? —dijo—. Eso suponiendo que usted pudiese convencer a alguien que había estado aquí.
El día 20, Marshall Zebatinsky se presentó ante la puerta despintada, mirando de soslayo al escaparate, en el que se podía leer, en una tarjeta pegada al cristal, la palabra «Numerología», en letras descoloridas y amarillentas bajo el polvo que las cubría. Atisbó hacia el interior de la tienda, casi con la esperanza que hubiese alguien que le proporcionase una excusa para volverse a casa, cancelando aquella visita.
Había tratado de olvidarse de aquello varias veces. Cada vez que se sentaba para llenar el formulario, se levantaba malhumorado al poco tiempo. Se sentía increíblemente estúpido escribiendo los nombres de sus amigos, el alquiler que pagaba, si su esposa le había sido fiel, etc. Cada vez lo abandonaba dispuesto a dejarlo definitivamente.
Pero no podía hacerlo. Todas las noches volvía a sentarse ante el condenado formulario.
Tal vez se debiese a la idea de la computadora; o al pensar en la infernal jactancia del hombrecillo al pretender que poseía una. La tentación de desenmascararlo, de ver qué ocurriría, resultaba demasiado fuerte.
Por último, envió las hojas debidamente cumplimentadas por correo ordinario, poniendo nueve centavos de sellos y sin pesar la carta. «Si me la devuelven —pensó—, no volveré a enviarla.»
No se la devolvieron.
Miró al interior de la tienda y vio que estaba vacía. Zebatinsky no tenía más remedio que entrar. Abrió la puerta y una campanilla tintineó.
El anciano numerólogo salió de detrás de una cortina que ocultaba una puerta.
—¿Quién es? Ah…, es usted, doctor Zebatinsky.
—¿Se acuerda de mí? —dijo éste, esforzándose en sonreír.
—Naturalmente.
—¿Cuál es su veredicto?
—Antes de eso, hay un pequeño asunto por resolver…
—¿Sus honorarios?
—El trabajo está hecho, doctor Zebatinsky. Por lo tanto, le agradeceré que lo pague.
Zebatinsky no hizo la menor objeción. Ya se hallaba dispuesto a pagar. Después de llegar hasta allí, sería una tontería volverse atrás sólo por el dinero.
Contó cinco billetes de diez dólares y los empujó al otro lado del mostrador.
—¿Es eso?
El numerólogo contó de nuevo los billetes, lentamente, y luego los metió en un cajón de su mesa. Después dijo:
—Su caso me resultó muy interesante. Yo le aconsejaría que se cambiase el nombre por el de Sebatinsky.
—¿Cómo dice? ¿Seba…, qué?
Zebatinsky le miró indignado.