Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Novee se dio unas palmadas en su redonda panza y dijo con obstinación: —Los síntomas eran los de una infección respiratoria; disnea…
—Conozco el informe, pero estoy convencido de que lo que ellos contrajeron no fue una enfermedad producida por un germen. No podía serlo. —¿Qué fue, pues?
—Esto cae fuera de mi competencia profesional. A primera vista yo diría que no fue una infección, ni siquiera la infección de los mutantes. No podía serlo. Es matemáticamente imposible. Subrayó marcadamente el adverbio.
Hubo una conmoción entre sus oyentes cuando Mark Annuncio introdujo su endeble cuerpo en el espacio que había inmediatamente delante del doctor Rodríguez.
Por primera vez tomó la palabra en una de aquellas reuniones.
—¿Matemáticamente? —preguntó con ansiedad.
Sheffield se abrió paso en su seguimiento, utilizando codos y rodillas para avanzar y murmurando disculpas media docena de veces.
Rodríguez, que ya se hallaba en un estado avanzado de exasperación, adelantó su mentón:
—¿Qué quiere ahora?
Mark se intimidó. Con menos vehemencia, dijo:
—Ha dicho que era matemáticamente imposible que fuese una infección. Me pregunto cómo… Las matemáticas… Y se calló.
—He expuesto mi opinión profesional —afirmó Rodríguez. Lo dijo con gran seriedad y marcando las palabras; luego le volvió la espalda. Nadie podía poner en duda la opinión de un profesional si no pertenecía a su misma especialidad. De lo contrario había que entender, de una manera bastante clara, que la experiencia y los conocimientos del especialista dejaban mucho que desear, hasta tal punto que incluso un extraño podía atreverse a ponerlo en tela de juicio.
Mark sabía esto, pero él pertenecía al Servicio Mnemotécnico. Dio un golpecito en el hombro de Rodríguez mientras los presentes contemplaban la escena sorprendidos y fascinados, y dijo:
—Ya sé que es su opinión profesional, pero de todos modos me gustaría que me lo explicase.
No quería dar a sus palabras un tono perentorio. Se limitaba a dejar sentado un hecho. Rodríguez se volvió como una furia.
—¿Le gustaría que se lo explicase? ¡Por el Universo! ¿Quién es usted para hacerme preguntas?
Mark se sorprendió ante la vehemencia del biólogo, pero Sheffield se encontraba ya a su lado, y esto le infundió valor. Y, además, una buena dosis de cólera. Sin hacer caso del apremiante susurro de Sheffield, dijo con voz aguda:
—Soy Mark Annuncio, del Servicio Mnemotécnico, y le he hecho una pregunta. Quiero que me explique lo que ha afirmado gratuitamente.
—No se lo explicaré. Sheffield, llévese este joven chiflado de aquí y acuéstelo, por favor. Y procure después que no vuelva a acercárseme. ¡Habrase visto mayor imbécil!
Esta última frase, a pesar de que la pronunció entre dientes, fue claramente oída por todos.
Sheffield sujetó por la muñeca a Mark, pero éste se desasió con un movimiento brusco y cayó al suelo, desde donde gritó: —¡Y usted es un lego estúpido! Un pedazo de asno, una mula de dos patas. Cabeza hueca. Suélteme, doctor Sheffield… Se cree usted un experto, pero no lo es… no se acuerda de nada de lo que estudió… sin contar que ha estudiado muy poco. No es usted un especialista; ni usted ni ninguno de sus colegas…
—¡Por el espacio! —gritó Cimon—. ¡Llévese de aquí a este joven idiota, Sheffield!
Sheffield, con sus flacas mejillas arreboladas, se inclinó para levantar a Mark del suelo. Le agarró por las muñecas y lo arrastró fuera de la sala.
Las lágrimas brotaban de los ojos de Mark; cuando estuvo un poco calmado, pudo articular: suélteme… Quiero escuchar…, escuchar lo que dicen.
—Por favor, Mark, no vuelvas —le suplicó Sheffield. —No volveré. No se preocupe. Puedo…
No terminó la frase.
En la cámara de observación, Cimon tenía un aspecto macilento.
—De acuerdo —dijo—. Vayamos al grano. Acepto la opinión de Rodríguez. Para mí es válida y supongo que nadie pondrá en duda su capacidad profesional.
«Más vale que así sea», murmuró Rodríguez para sí, con ojos llameantes de furia reprimida.
Cimon prosiguió:
—Y como no hay nada que temer por lo que se refiere a la infección, voy a decir al capitán Follenbee que los tripulantes pueden gozar de permiso en la superficie sin adoptar precauciones especiales ante la atmósfera. Por lo visto, la falta de estos permisos es mala para la moral. ¿Alguna objeción? No hubo ninguna.
—Tampoco veo motivo alguno que nos impida pasar a la etapa siguiente de nuestra investigación —añadió Cimon—. Propongo que establezcamos nuestro campamento en el emplazamiento de la primera colonia, para cuya expedición escojo a los siguientes colegas: Fawkes, puesto que sabe pilotar la navecilla; Novee y Rodríguez, para recopilar datos biológicos; Vernadsky y yo para ocuparnos de los aspectos químicos y físicos… El resto de ustedes, naturalmente, recibirá los oportunos datos referentes a sus respectivas especialidades y esperamos que nos ayudarán para trazar un plan de ataque. Quizá terminaremos yendo todos allí, pero de momento sólo iremos nosotros cinco. Y hasta nueva orden, las comunicaciones entre nosotros y el grupo principal que quedará a bordo de la nave se realizarán sólo por radio, puesto que si la causa de la catástrofe, sea cual fuere, resultase localizada en el antiguo emplazamiento, las pérdidas quedarán limitadas a cinco hombres.
—Los colonos vivieron varios años en Júnior antes de perecer —observó Novee—. Más de un año, seguro. Esto quiere decir que tal vez transcurrirá mucho tiempo antes de que sepamos algo con certeza.
—Nosotros no somos una colonia —repuso Cimon— sino un grupo de especialistas que trata de descubrir la causa del desastre. Si es que ésta existe, la encontraremos, y cuando la encontremos, la combatiremos. Y tardaremos mucho menos de dos años en hacerlo. ¿Alguna objeción?
No la hubo, y la reunión concluyó.
Mark Annuncio, sentado en su litera, sujetaba una rodilla con ambas manos, y la barbilla se apoyaba en el pecho. Los ojos ya se habían secado, pero su voz estaba cargada de amargura.
—No me dejan ir —dijo—. No permitirán que vaya con ellos. Sheffield ocupaba el asiento contiguo a la litera y estaba sumido en un mar de confusiones. —Tal vez te lleven más tarde —dijo.
—No —exclamó Mark con vehemencia—, me detestan. Además, yo quiero ir ahora. Nunca he visitado otro planeta. ¡Hay tantas cosas para ver y averiguar! No tienen derecho a retener me si yo quiero acompañarlos.
Sheffield denegó con la cabeza. Los mnemotécnicos se hallaban imbuidos por el convencimiento de que tenían que reunir datos y que nada ni nadie podía ni debía impedírselo. Quizá cuando regresaran, él podría recomendar cierto adiestramiento en sentido contrario, teniendo en cuenta que los mnemotécnicos tenían que vivir de vez en cuando en el mundo real. Y esto sucedería cada vez más con cada generación, a medida que su papel en la Galaxia se fuese haciendo más importante.
—Puede ser peligroso, ¿sabes?
—No me importa. Tengo que saberlo. Tengo que averiguar lo que ocurrió en este planeta. Doctor Sheffield, dígale al doctor Cimon que les acompañaré.
—Vamos, Mark, tranquilízate; sabes que no puede ser. —Si no lo hace usted, lo haré
yo.
Incorporó su endeble cuerpo en la litera, dispuesto efectivamente a irse.
—Vamos, muchacho, no te excites. Mark cerró los puños.
—Esto no es justo, doctor Sheffield. Yo descubrí este planeta. Es mi planeta.
A Sheffield le remordió la conciencia. Hasta cierto punto, lo que decía Mark era verdad. Nadie, con excepción del propio Mark, lo sabía mejor que Sheffield. Y nadie tampoco, con excepción del muchacho, conocía la historia de Júnior mejor que Sheffield.
Fue durante los últimos veinte años cuando, enfrentada con el aumento creciente de la población en los planetas más antiguos y el retroceso de la frontera galáctica a partir de aquellos mismos planetas, la Confederación de Mundos empezó a explorar sistemáticamente la Galaxia. Antes de aquellos días la expansión humana se hacía al azar. Los hombres que buscaban nuevas tierras y una vida mejor se guiaban por los rumores acerca de la existencia de planetas habitables o enviaban grupos de gentes no preparadas en busca de algo prometedor.
Ciento diez años antes, uno de estos grupos descubrió Júnior. No comunicaron su hallazgo oficialmente para evitar la afluencia de logreros, negociantes, explotadores y toda la caterva de aventureros que solía caer sobre los nuevos mundos. Durante los meses siguientes algunos de los solteros hicieron venir mujeres, y gracias a esto la colonia conoció una vida floreciente por algún tiempo.
Un año después, cuando algunos colonos habían muerto y casi todos los restantes estaban enfermos o moribundos, enviaron una llamada de ayuda a Pretoria, el planeta habitado más próximo. El gobierno pretoriano atravesaba una crisis por aquel entonces y retransmitió el mensaje a Altmark, sede del gobierno del Sector. Esto hizo que en Pretoria se desentendiesen del asunto.
El gobierno de Altmark, obrando según un reflejo maquinal, envió una nave médica a Júnior, que arrojó sueros y otras vituallas y abastecimientos. La nave no aterrizó porque el oficial médico diagnosticó la enfermedad desde lejos como gripe, minimizando el peligro. Los medicamentos enviados, escribió en su informe, serían más que suficientes. Podía suponerse que la tripulación de la nave, temiendo un contagio, hubiese impedido el desembarco, pero en el informe oficial no había nada que lo hiciese presumir.
Tres meses después llegó un informe final desde Júnior, en el que se decía que sólo quedaban diez personas con vida y aun éstas tenían las horas contadas. El mensaje terminaba con una desesperada petición de ayuda. Este dramático mensaje fue enviado a la propia Tierra, junto con el informe médico previo. No obstante, el Gobierno Central era un laberinto en el que se perdían todos los informes a menos que hubiese alguien con suficiente interés personal e influencia para seguirles la pista. Y nadie tenía mucho interés en un lejano y desconocido planeta en el que sólo había diez moribundos.
El informe fue archivado y olvidado… y durante un siglo ningún pie humano se posó en Júnior.
Hasta que, cuando nuevamente hizo furor la exploración de la Galaxia, centenares de naves empezaron a cruzar como centellas las inmensas soledades, en busca de nuevos mundos. Empezaron a llegar los informes, en un tenue hilillo que pronto se convirtió en una catarata. Entre estos informes se hallaban los de Hidosheki Makoyama, quien atravesó dos veces el enjambre globular de Hércules, para morir en un aterrizaje forzoso la segunda vez, mientras su voz tensa y desesperada llegaba por el subéter en un mensaje final: «La superficie sube con rapidez hacia nosotros; las paredes de la nave se ponen rojas con la fricción… el…» Y aquí terminaba.
El año anterior la acumulación de informes alcanzaba grados tan aterradores que sobrepasaba la capacidad de trabajo humano. Los sometieron entonces a la computadora de Washington, abrumada de trabajo, concediéndoles una prioridad tan alta, que sólo hubo que esperar cinco meses. Los operadores comprobaron los datos de habitabilidad planetaria y Júnior resultó elegido.
Sheffield recordaba el júbilo delirante que esto produjo. Aquel sistema solar fue anexionado entusiásticamente a la Galaxia; en cuanto al nombre de Júnior, fue idea de un joven avispado del Departamento de Provincias Exteriores, que sentía la necesidad de establecer vínculos de amistad personal entre el hombre y el mundo que éste ocupase. Se ensalzaron las virtudes de Júnior. Su fertilidad, su clima —una perpetua primavera de Nueva Inglaterra— y sobre todo su inmenso futuro, fueron pintados con los colores más brillantes. «Durante un millón de años —declararon los propagandistas—, Júnior se enriquecerá. Mientras otros planetas envejezcan, Júnior se hará cada vez más joven a medida que el hielo se retire y vayan apareciendo nuevas tierras. Siempre habrá una nueva frontera y recursos vírgenes» ¡Durante un millón de años!
Era la obra maestra del Departamento. Sería el magnífico y triunfal comienzo de un programa de colonización financiado por el gobierno. Tenía que ser el principio, por fin, de la explotación científica de la Galaxia en aras del bienestar humano.
Y entonces llegó Mark Annuncio, quien se había enterado de todo ello y se hallaba tan entusiasmado ante la perspectiva como cualquier hijo de vecino, pero que un día recordó algo que había visto mientras husmeaba distraídamente en los archivos de «asuntos desestimados» del Departamento de Provincias Exteriores. Había visto un informe médico acerca de una colonia situada en un planeta de un sistema cuya descripción y situación en el espacio concordaban con la del grupo binario de LaGrange.
Sheffield se acordaba muy bien del día en que Mark se le acercó con la noticia.
También se acordaba de la cara que puso el secretario del Departamento de Provincias Exteriores cuando él le transmitió la noticia. Aún veía cómo la cuadrada mandíbula del secretario pendía fláccidamente, mientras en sus ojos aparecía una mirada de infinita preocupación.
Pero el Gobierno ya se había comprometido a embarcar millones de personas a Júnior, a conceder tierras arables y a financiar los primeros envíos de semillas, de maquinaria agrícola y de utillaje industrial. Júnior se convertiría en el paraíso para numerosos votantes y la promesa de un nuevo paraíso para otros millones de electores.
Si Júnior resultaba ser un planeta mortal, por la razón que fuese, todos los miembros del Gobierno que habían aprobado el proyecto estaban condenados a la muerte política. Caerían unas cuantas cabezas importantes y entre ellas la del secretario del Departamento de Provincias Exteriores.
Tras varios días de comprobaciones e incertidumbres, el secretario dijo a Sheffield:
—No tendremos más remedio que tratar de descubrir lo que sucedió y ver si aún podemos aprovecharlo para nuestra propaganda. ¿No cree usted que así podremos neutralizarlo?
—Sí, a menos que lo que ocurrió resulte demasiado horrible para neutralizarlo. —Pero esto no puede ser, ¿verdad? ¿Qué puede haber sido, quiero decir? El político estaba abrumado. Sheffield se encogió de hombros.
—Mire, hagamos lo siguiente —añadió el secretario—. Enviaremos una nave con especialistas al planeta. Sólo admitiremos voluntarios, todos ellos, buenos y de confianza, naturalmente. Esta expedición tendrá prioridad absoluta y no olvide usted que el proyecto Júnior tiene mucho peso. Entretanto, aquí iremos dando largas al asunto, esperando a que la expedición regrese. Esto puede ser una solución, ¿no le parece?