Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Además —dijo Novee—, los colonos no murieron a causa de un envenenamiento de metales pesados. Los síntomas no son ésos.
Todos conocían los síntomas bastante bien. Algunos en lenguaje profano y otros en términos científicos. Una respiración difícil y jadeante que cada vez se hacía más dolorosa y angustiada. Estos eran los síntomas principales.
Fawkes dejó su tenedor sobre la mesa.
—Pero supongamos que estas plantas contuviesen un alcaloide que paralizase los nervios que gobiernan la respiración pulmonar.
—Las ratas tienen músculos respiratorios —observó Vernadsky—. Y no las mató. —Tal vez sean una serie de causas acumuladas.
—Muy bien, muy bien. Cada vez que les cueste respirar, vuelvan a comer raciones de a bordo a ver si mejoran. Pero no le echen la culpa a los factores psicosomáticos. Sheffield gruño:
—Eso no es lo mío. No se preocupen por ello.
Fawkes hizo una profunda inspiración y luego otra con semblante hosco, y se llevó otro pedazo de carne a la boca.
En un rincón de la mesa, Mark Annuncio, que comía más despacio que sus compañeros, pensaba en la monografía de Norris Vinograd sobre El gusto y el olfato. Vinograd estableció una clasificación de sabores y olores basada en la inhibición enzimática en el interior de las papilas del gusto. Annuncio no comprendía su significado exacto, pero recordaba los símbolos, sus valores y las definiciones descriptivas.
Mientras situaba el sabor del guiso en tres subclasificaciones, terminó de comer. Le dolían un poco las mandíbulas a causa de tanto masticar.
La noche se aproximaba y LaGrange I estaba muy bajo en el cielo. El día había sido radiante, bastante caluroso, y Boris Vernadsky se sentía contento. El trabajo era interesante, y su suéter de brillantes colores había mostrado fascinantes cambios a medida que los dos soles iban mudando de posición.
En aquel instante su sombra era alargada y roja, con el tercio inferior gris, allí donde coincidía con la sombra de LaGrange II. Extendió un brazo y observó las dos sombras. Una de ellas, de color anaranjado oscuro, alcanzaba hasta casi cinco metros y la otra, de denso color azul, se extendía en la misma dirección, pero sólo a metro y medio de distancia. Si tuviese tiempo, prepararía una preciosa colección de sombras chinescas.
Esta idea le complació tanto, que no le molestó ver que Mark Annuncio le seguía a respetuosa distancia.
Dejando el nucleómetro, le hizo un gesto con la mano. —¡Ven aquí!
El joven se acercó con desconfianza. —Hola.
—¿Quieres algo?
—Sólo estaba… observando.
—¿Sí? Observa, pues. ¿Sabes qué estoy haciendo? Mark hizo un ademán negativo.
—Esto es un nucleómetro —dijo Vernadsky—. Hay que clavarlo en el suelo, así. En la parte superior tiene un generador de campo de fuerzas que le permite penetrar en cualquier roca. —Al tiempo que hablaba se apoyó en el nucleómetro y éste se hundió medio metro en la roca—. ¿Ves?
Los ojos de Mark se iluminaron y Vernadsky se sintió contento.
—En el pie del instrumento hay unos hornos atómicos microscópicos, cada uno de los cuales vaporiza un millón de moléculas de la roca, descomponiéndola en átomos. Estos átomos son clasificados entonces teniendo en cuenta su masa nuclear y su carga, y los resultados pueden leerse directamente en los indicadores que hay en la parte superior. ¿Entiendes?
—No muy bien. Pero me gusta saberlo. Sonriendo, Vernadsky añadió:
—Así obtendremos cifras que nos dicen cuáles son los diferentes elementos de la corteza. En casi todos los planetas del tipo oxígeno-agua, estos elementos son idénticos.
—El planeta con más silicio que yo conozco es Lepta, con un 32,765 por 100 —dijo Mark, muy serio—. El tanto por ciento de la Tierra es sólo de 24,862. Esto es debido a su peso.
La sonrisa de Vernadsky se desvaneció y dijo secamente: —¿Posees la cifra de todos los planetas, amigo?
—Oh, no. No podría. No creo que hayan sido explorados todos. El Manual de Cortezas Planetarias, de Bischoon y Spenglow, sólo da las cifras de 21.854 planetas. Todas esas sí las conozco, desde luego.
Vernadsky, claramente alicaído, dijo:
—Pero Júnior posee una distribución más uniforme de los elementos de la que se suele hallar. El contenido de oxígeno es bajo. Hasta ahora, mi porcentaje sólo arroja un 42,113. Otro tanto puede decirse del silicio, con 22,722. Los metales pesados son entre diez y cien veces más concentrados que en la Tierra.
Esto no es atribuible a un fenómeno local, pues la densidad de Júnior es un cinco por ciento más elevada que la de la Tierra. Vernadsky no sabía por qué le soltaba aquel latazo al muchacho. En parte lo hacía porque siempre le gustaba que le escuchasen. No hay nada que produzca más sensación de soledad y desamparo que no tener a nadie con quien hablar de las cosas que nos interesan.
Así es que continuó, empezando a encontrarle gusto a la conferencia:
—Por otro lado, los elementos más ligeros también están mejor distribuidos. Las sales que se hallan en disolución en los océanos son principalmente el cloruro de sodio, como en la Tierra. Los mares de Júnior contienen una respetable proporción de sales de magnesio. Tomemos luego los llamados «metales ligeros raros», los elementos litio, berilio y boro. Son más ligeros que el carbono todos ellos, pero en la Tierra son rarísimos, como lo son también, en realidad, en todos los planetas. Excepto en Júnior, donde son abundantísimos. Los tres totalizan casi las cuatro décimas partes de la corteza. En cambio, en la Tierra constituyen las cuatro milésimas partes.
Mark tiró de la manga de Vernadsky:
—¿Tiene usted una lista de las cifras de todos esos elementos? ¿Me permite verla? —Sí, hombre.
El científico sacó un pedazo de papel doblado del bolsillo trasero del pantalón.
Tendió la hoja a Mark con una sonrisa y le dijo: —No publiques esas cifras antes que
yo.
Mark les echó una ojeada y le devolvió el papel.
—¿Ya has terminado? —preguntó Vernadsky, sorprendido. —Oh, sí —dijo Mark, pensativo—. Ya lo sé todo.
Giró sobre sus talones y se alejó sin despedirse.
Los últimos resplandores de LaGrange I se ocultaron tras el horizonte.
Vernadsky siguió a Mark con la mirada y se encogió de hombros. Arrancó el nucleómetro del suelo y se fue hacia las tiendas.
Sheffield estaba bastante satisfecho. Mark se había portado mejor de lo que esperaba. A decir verdad, casi no hablaba, pero esto no era grave. En cambio, mostraba interés por todo y no parecía deprimido ni tenía berrinches.
Además, Vernadsky le había dicho que la noche anterior Mark había hablado con él normalmente, sin que ninguno alzara la voz, acerca del análisis de la corteza planetaria. Vernadsky se lo tomó a broma, diciendo que Mark conocía la composición de la corteza de más de veinte mil planetas, y que algún día le pediría al muchacho que le repitiese las cifras de todos, para saber cuántos realmente recordaba.
Mark, por su parte, no mencionó para nada el asunto. En realidad, se pasó la mañana encerrado en su tienda. Sheffield se asomó al interior, le vio sentado en su lecho de campaña, mirándose los pies, y le dejó en paz.
Lo que él necesitaba de verdad en aquellos momentos, se dijo Sheffield, era una idea luminosa. Una idea verdaderamente luminosa.
Hasta entonces, nada se había sacado en claro. Todos sus esfuerzos habían sido baldíos durante un mes. Rodríguez seguía oponiéndose terminantemente a la idea de la infección. Vernadsky eliminó por completo la posibilidad de intoxicación a causa de la ingestión de sustancias nocivas. Novee negaba con vehemencia que se hubiesen producido alteraciones en el metabolismo. «¿Dónde están las pruebas?», repetía continuamente.
En resumen, los expertos eliminaron todas las causas físicas posibles de muerte. Pero habían muerto hombres, mujeres y niños. Tenía que haber una razón para ello. ¿Y si fuese psicológica?
Para sus propios fines, Sheffield había ridiculizado esta posibilidad ante Cimon, pero ya iba siendo hora de que éste la tomase en serio. ¿Y si los colonos se hubiesen visto impulsados a suicidarse colectivamente? Pero… ¿por qué?
La Humanidad había colonizado millares de planetas sin que su estabilidad mental se viese gravemente afectada. En realidad, la proporción de suicidios, así como los casos de psicosis, eran más elevados en la Tierra que en cualquier otro lugar de la Galaxia.
Además, la colonia había pedido frenéticamente ayuda médica. Eso significaba que no querían morir de ninguna manera. ¿Podía haber sido un desorden de la personalidad? ¿Algo propio y peculiar de aquel grupo, capaz de producir la muerte de un millar de personas? Era muy improbable. Además, ¿cómo podría encontrar pruebas? El emplazamiento de la colonia ya había sido registrado minuciosamente en busca de películas o diarios, incluso de carácter más frívolo. No se encontró nada. Los documentos humanos no sobrevivían a un siglo de humedad.
Por lo tanto, él se movía a ciegas. Se sentía totalmente desvalido. Sus colegas al menos poseían datos; algo sobre lo que trabajar. Él no tenía nada.
Regresó a la tienda de Mark y miró en su interior maquinalmente. Estaba vacía. Levantando la mirada, vio que Mark salía del campamento y se metía en el bosque.
Sheffield le llamó: —¡Mark! ¡Espérame!
Mark se detuvo, hizo como si fuese a continuar, lo pensó mejor y esperó a que Sheffield se acercase a él en dos zancadas.
—¿Adónde vas? —le preguntó Sheffield. Incluso después de correr, no era necesario jadear en la rica atmósfera de Júnior. La mirada de Mark era apagada.
—A la navecilla de exploración. —¿Eh?
—Todavía no he podido verla.
—Claro que no has podido —observó Sheffield—. Vigilabas á Fawkes como un halcón durante el viaje hasta aquí. Mark lanzó un bufido.
—Estaban todos los demás y yo quiero verla solo.
Sheffield sentía una extraña desazón. El muchacho estaba enfadado. Más valdría que le siguiese la corriente, tratando de averiguar qué le ocurría. Así es que le dijo:
—Pensándolo bien, a mí también me gustaría ver la navecilla. ¿Te importaría que te acompañase?
Mark vaciló brevemente antes de decir: —Bien… Si usted quiere…
No era exactamente lo que se dice una invitación amable. Sheffield preguntó entonces: —¿Qué llevas ahí, Mark?
—La rama de un árbol. La corté con la sierra atómica del campamento. La llevo por si alguien quiere detenerme. Blandió el garrote, haciéndolo silbar en el aire.
—¿Por qué tienen que querer detenerte, Mark? Yo de ti la tiraría. Es dura y pesada. Puedes hacer daño a alguien.
Mark siguió caminando. —No pienso tirarla. Sheffield reflexionó por un momento y luego pensó que más valía no pelearse. Sería preferible enterarse primero qué se traía entre manos el muchacho.
—Muy bien —dijo.
La navecilla estaba en un claro y su bruñida superficie metálica despedía verdes reflejos. (Lagrange II todavía no había salido.) Mark miró con atención a su alrededor. —No hay nadie a la vista Mark —dijo Sheffield.
Ambos subieron a la navecilla, que era del modelo mayor. Sólo tuvo que hacer tres viajes para transportar a siete hombres con sus equipos y vituallas.
Sheffield contempló el cuadro de mandos con una expresión muy parecida al temor.
—Imagínate a un botánico como Fawkes aprendiendo a pilotar uno de estos chismes. Una cosa que se aparta tanto de su especialidad…
—Yo sé pilotarlo —dijo Mark de pronto. Sheffield le contempló pasmado.
—¿Qué dices?
—Me dediqué a observar al doctor Fawkes cuando vinimos. Soy capaz de hacer cuanto he visto. Y además la nave tiene su libro de instrucciones, para caso de avería. Yo una vez lo hurté y me lo leí.
—Me parece magnífico. —dijo Sheffield con tono festivo—. Así tendremos un piloto de recambio en caso de apuro.
Y volvió la espalda a Mark, por lo cual no vio cómo descendía sobre su cabeza el grueso garrote. Tampoco oyó la compungida voz de Mark que decía:
—Lo siento, doctor Sheffield.
A decir verdad, ni siquiera se dio cuenta del golpe que le dejó sin sentido.
El traqueteo de la navecilla al aterrizar, pensó más tarde Sheffield, fue lo que le devolvió a la conciencia. Al principio no comprendía aquel dolor tenue y confuso.
La voz de Mark le llegó apagada, y aquélla fue su primera sensación. Luego, cuando trató de dar la vuelta para incorporarse, notó un latido en la cabeza.
Durante unos instantes la voz de Mark sólo fue una serie de sonidos desprovistos de significado. Luego empezaron a unirse en palabras. Finalmente, cuando abrió los ojos a la luz deslumbradora, que le obligó a cerrarlos de nuevo empezó a entender frases. Se quedó dónde estaba, con la cabeza inclinada y apoyado en una rodilla temblorosa.
—Mil muertos —decía Mark, sin aliento y con voz aguda—. Sólo hay tumbas. Y nadie sabe por qué.
Se oyó un susurro que Sheffield no comprendió de momento. Sí, era una voz ronca y profunda. Luego volvió a escuchar la de Mark:
—Es verdad. ¿Por qué cree que están a bordo todos los sabios?
Sheffield se puso en pie con dificultad, apoyándose en una pared. Se llevó la mano a la cabeza y la retiró manchada de sangre. Esta formaba un grumo reseco con su cabello. Gimiendo, se dirigió tambaleándose hacia la puerta de la cabina de la navecilla. Buscó el pestillo y lo descorrió.
La rampa de desembarco había sido bajada. Permaneció de pie por unos momentos, tambaleándose y sin atreverse a confiar en sus piernas.
Tuvo que mirarlo todo por todos lados. Ambos soles estaban muy altos en el cielo, y a unos trescientos metros de distancia el gigantesco cilindro de acero de la Triple G apuntaba con su proa a lo alto, dominando los árboles achaparrados que la rodeaban.
Mark se hallaba al pie de la rampa, frente a un semicírculo de tripulantes de la nave, desnudos de medio cuerpo para arriba y casi negros a causa de las radiaciones ultravioleta de LaGrange l. Afortunadamente, gracias a la espesa atmósfera y a la gruesa capa de ozono de su parte superior, los rayos ultravioleta no eran mortales.
El tripulante que estaba frente a Mark se apoyaba en un bate de béisbol. Otro tiraba una pelota al aire y volvía a recogerla. Entre los restantes, muchos llevaban guantes.
«Tiene gracia —se dijo Sheffield, aún aturdido—. Mark ha desembarcado en medio de un partido de pelota base.»