Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Mark levantó la vista y lo distinguió.
—Muy bien, pregúntenselo —gritó con excitación—. Vamos, pregúntenselo. Doctor Sheffield, ¿no es cierto que una vez vino una expedición a este planeta, y todos sus miembros murieron misteriosamente?
Sheffield trató de decir «¿Qué haces, Mark?», pero no pudo. Cuando abrió la boca, sólo logró emitir un gemido.
—¿Es cierto lo que dice este renacuajo, señor? —dijo el tripulante del bate de béisbol.
Sheffield se asió a la barandilla con manos sudorosas. La cara del tripulante parecía oscilar. Tenía unos gruesos labios y los ojos hundidos bajo unas cejas espesas. Se movía terriblemente.
Entonces la rampa pareció subir hacia él. Sus dedos se hundieron en la tierra y notó un dolor agudo en la mejilla. Abandonó la resistencia y de nuevo se sumió en la inconsciencia.
La segunda vez volvió en sí con menos dolor. Estaba en la cama, y dos caras nebulosas se inclinaban sobre él. Un objeto largo y delgado cruzó ante sus ojos, y una voz, que apenas atravesaba el zumbido de sus oídos, dijo:
—Ahora se recupera, Cimon.
Sheffield cerró los ojos, y comprendió que tenía el cráneo completamente vendado.
Permaneció inmóvil durante un minuto, respirando profundamente. Cuando volvió a abrir los ojos, vio claramente los rostros inclinados sobre él. Eran el de Novee, con una grave y profesional arruga entre los ojos, que desapareció cuando Sheffield le reconoció. El otro era el de Cimon, con la boca muy apretada y el ceño fruncido, pero con algo que parecía satisfacción en su mirada.
—¿Dónde estamos? —preguntó Sheffield.
—En el espacio, doctor Sheffield. Ya llevamos dos días en el espacio —respondió Cimon, fríamente.
—Dos días… —murmuró Sheffield, abriendo los ojos con sorpresa.
—Ha tenido usted una grave conmoción cerebral —intervino Novee—. Aún me sorprende que no haya habido fractura. No se excite.
—Bien, pero ¿qué pasó? ¿Dónde está Mark? ¿Dónde está Mark?
—Calma, calma —dijo Novee, poniendo ambas manos sobre los hombros de Sheffield y sujetándolo suavemente.
—Si quiere saber dónde está su pupilo —dijo Cimon—, le diré que está bajo arresto. Si quiere saber por qué, le diré que ha provocado deliberadamente un motín a bordo, poniendo en peligro la seguridad de cinco hombres. Estuvimos a punto de vernos abandonados en nuestro campamento provisional porque la tripulación quería zarpar inmediatamente. El capitán logró persuadirlos para que nos recogiesen.
Sheffield lo recordaba ahora muy confusamente. Aquel hombre con un bate… Mark… Mark diciendo: «…Mil muertos…». El psicólogo se incorporó sobre un codo, haciendo un esfuerzo tremendo.
—Oiga, Cimon, ignoro por qué Mark hizo eso, pero déjeme hablar con él. Yo lo averiguaré.
—No hace falta —dijo Cimon—. Ya saldrá todo durante el juicio.
Sheffield trató de apartar a un lado la mano de Novee, que quena retenerlo.
—¿Pero por qué dan tanta importancia al caso? ¿Por qué complicar al Departamento? ¿No podemos resolverlo nosotros solos?
—Eso es exactamente lo que pensamos hacer. El capitán tiene facultades, según las leyes del espacio, para efectuar juicios sumarísimos en el caso de que se cometan crímenes y otros delitos en el espacio.
—El capitán… ¿Un juicio a bordo? Cimon, no permita que lo haga. Será un asesinato.
—En absoluto. Será un juicio ecuánime. Estoy totalmente de acuerdo con el capitán. Este juicio es necesario para mantener la disciplina.
Novee estaba inquieto.
—Oiga, Cimon —intervino—, más valdría que no insistiese. Ahora no está preparado para oír estas cosas.
—Peor para él —dijo Cimon.
—Pero, compréndanlo —exclamó Sheffield—. Yo soy el responsable de ese chico. —Lo comprendemos perfectamente —dijo Cimon—. Por eso esperábamos que recuperase el conocimiento, pues será juzgado con él. —¿Cómo?
—Le hacemos responsable, ya que se encontraba con él cuando robó la navecilla. Los tripulantes le vieron a la puerta de ella, mientras Mark los incitaba a amotinarse. —Pero él me dio un tremendo golpe para apoderarse de la
nave. ¿No comprenden ustedes que esto demuestra que el muchacho no estaba en sus cabales? No puede hacérsele responsable por ello.
—Que el capitán decida, Sheffield. Usted, Novee, quédese con él.
Dio media vuelta, dispuesto a salir. Sheffield apeló a todas sus fuerzas.
—Cimon —le gritó—, me hace esto para vengarse por la lección de psicología que le di. Es usted mezquino, ruin…
Cayó sobre la almohada, sin aliento. Cimon, desde la puerta, respondió:
—A propósito, Sheffield, el motín a bordo de una astronave está penado con la muerte…
Era una especie de juicio, se dijo Sheffield, ceñudo. Nadie seguía los procedimientos legales con exactitud, pues nadie los conocía, empezando por el capitán.
Habían habilitado como sala de juicios la gran sala de actos, donde, en los cruceros ordinarios, la tripulación se reunía para contemplar los programas del subetéreo. En esta ocasión, la tripulación había sido rigurosamente excluida, aunque todo el personal científico asistía al juicio.
El capitán Follenbee se sentaba ante una mesa, justo debajo del cubo receptor del subetéreo. Sheffield y Mark Annuncio tomaban asiento a su izquierda, ambos vueltos hacia él.
El capitán se sentía incómodo. Se dedicaba a cambiar impresiones con los diversos «testigos», menester que alternaba con repentinas explosiones de «¡Silencio!», dirigidas contra los espectadores demasiado parlanchines.
Sheffield y Mark, que se encontraban en la «sala» por primera vez desde el vuelo en la navecilla, se estrecharon las manos solemnemente a petición del primero. Mark no se había atrevido al ver la cruz de esparadrapo que aún presentaba el cráneo parcialmente afeitado de Sheffield.
—Lo siento, doctor Sheffield. Lo siento muchísimo. —No te preocupes, Mark. ¿Cómo te han tratado? —Bien.
Resonó el vozarrón del capitán: —¡Silencio entre los acusados!
—Oiga, capitán —replicó Sheffield en tono coloquial—: no tenemos abogados. No hemos tenido tiempo de preparar nuestra defensa.
—No hacen falta abogados —repuso el capitán—. Esto no es un juicio ordinario en la Tierra. Soy yo quien lo realiza. Es diferente. Sólo me interesan los hechos, no las triquiñuelas jurídicas. El sumario ya podrá revisarse luego en la Tierra.
—Y para entonces ya podemos estar muertos —dijo Sheffield, con ardor.
—¡Comienza la vista! —exclamó el capitán, golpeando la mesa con una cuña de aluminio en forma de T.
Cimon ocupaba un asiento de la primera fila. Sonreía levemente. La mirada inquieta de Sheffield apenas se apartaba de él.
Su sonrisa se mantuvo imperturbable mientras eran llamados diversos testigos, los cuales declararon que ellos sabían que debía ocultarse cuidadosamente a la tripulación la verdadera naturaleza del viaje, de acuerdo con las instrucciones que habían recibido; y que Sheffield y Mark se hallaban presentes cuando se les dieron estas órdenes. Un micólogo declaró haber sostenido una conversación con Sheffield, de la que se desprendía que éste se hallaba perfectamente al tanto de la prohibición.
Se citó el hecho de que Mark estuvo enfermo durante casi todo el viaje de ida, y que luego se portó de modo extraño cuando desembarcaron en Júnior.
—¿Cómo se explican ustedes esto? —preguntó el capitán. De pronto se alzó la tranquila voz de Cimon entre el público:
—Estaba asustado. Deseaba hacer algo, lo que fuese, que le permitiese huir del planeta.
Sheffield se levantó como movido por un resorte.
—Las observaciones de este hombre son irregulares. No es un testigo.
El capitán golpeó fuertemente la mesa con la cuña. —¡Siéntese! —gritó.
El juicio continuó. Fue llamado a declarar un miembro de la tripulación, el cual dijo que Mark les había informado de la primera expedición y que Sheffield estaba presente y no intervino. —¡Exijo un careo! —gritó Sheffield.
—Luego hablará usted —le dijo el capitán. Ordenaron al tripulante que se retirase. Sheffield observaba al público. Parecía evidente que sus simpatías se inclinaban enteramente del lado del capitán. No obstante, en su calidad de psicólogo, se preguntaba cuántos no se sentirían secretamente aliviados por haber tenido que partir rápidamente de Júnior, y agradecidos a Mark por haber precipitado los acontecimientos. Además, el carácter sumario e improvisado del tribunal debía de desagradar a más de uno. Vernadsky tenía un talante sombrío, mientras Novee miraba a Cimon con mal disimulado disgusto.
Era Cimon quien preocupaba a Sheffield. Debió de ser él, pensaba el psicólogo, quien debió de convencer al capitán para que representase aquella farsa y sería él quien pediría con insistencia la última pena. Sheffield lamentaba profundamente haber herido la patológica vanidad de aquel hombre, pero la cosa ya no tenía remedio.
Pero lo que mayor pasmo y sorpresa causaba a Sheffield era la actitud de Mark. No mostraba la señor señal de mareo espacial ni de intranquilidad. Lo escuchaba todo atentamente, pero nada parecía impresionarle. Actuaba como si nada terrenal pudiese afectarle en aquellos momentos; como si algo que sólo él supiese, restase importancia a todo lo demás.
El capitán golpeó con la cuña.
—Creo que esto es todo —dijo—. Los hechos están muy claros y no hace falta deliberar. Podemos dar por terminado el juicio.
Sheffield se puso nuevamente en pie de un salto. —Espere. ¿No tenemos derecho a hablar? —Cállese —le ordenó el capitán.
—¡Cállese usted! —exclamó Sheffield, volviéndose hacia el público—. Oigan, no hemos podido defendernos. Ni siquiera hemos tenido derecho a realizar un careo con los testigos. ¿Es justo esto?
Hubo un murmullo que se impuso a los golpes de la cuña. Fríamente, Cimon preguntó:
—¿Cree usted que hay algo que defender?
—Quizá no —dijo Sheffield—, en cuyo caso nada perderán con escucharnos. ¿O acaso temen ustedes nuestra defensa? Sonaron varios gritos aislados entre el público. —¡Que hable!
Cimon se encogió de hombros. —Por mí, que hable. —¿Qué se propone? —le preguntó el capitán, sombrío.
—Asumir mi propia defensa —replicó Sheffield—, y llamar a Mark Annuncio como testigo.
Mark se levantó con notable flema. Sheffield volvió su silla de cara al público, y con un gesto ordenó a Mark que se sentase. Sheffield llegó a la conclusión de que no valía la pena imitar los dramones judiciales que se daban de vez en cuando en los seriales del subetéreo. Las pomposas preguntas acerca del nombre, estado, ocupación y otros pormenores de nada servirían. Más valía ir al grano.
—Mark, ¿sabías lo que ocurriría si comunicabas a la tripulación la existencia de la expedición anterior?
—Sí, doctor Sheffield. —¿Entonces, por qué lo hiciste?
—Porque era de la mayor importancia que nos fuésemos de Júnior sin pérdida de tiempo. La manera más rápida de conseguir que abandonásemos el planeta, consistía en decir la verdad a la tripulación.
Sheffield se dio cuenta de la mala impresión que esta respuesta causaba entre el público, pero tenía que seguir lo que le dictaba su instinto. Esto, y el convencimiento de que sólo algo muy especial podía haber obligado a Mark a actuar de aquel modo para luego mantener aquella calma frente a los acontecimientos y la adversidad. Sin duda había algo inaudito, lo cual no era raro teniendo en cuenta que ésta era precisamente su misión: saber cosas.
—¿Por qué era tan importante abandonar Júnior, Mark? El joven no pestañeó. Su mirada se posó con firmeza en los expectantes científicos.
—Porque sabía por qué fue aniquilada la primera expedición, y era sólo cuestión de tiempo antes de que nos matasen también a nosotros. En realidad, quizá ya sea tarde. Es posible que ya seamos todos unos moribundos. Es más, prácticamente, quizá somos ya hombres muertos.
Sheffield dejó que el murmullo del público se acallase. Incluso el capitán, sorprendido, se olvidó de golpear con el improvisado mazo y la sonrisa de Cimon se hizo apenas perceptible.
Por el momento, a Sheffield le preocupaba menos lo que supiese Mark, fuese lo que fuese, que el hecho de que aquel conocimiento le había servido coro pretexto para obrar por su cuenta. Y no era la primera vez que ocurría. Antes, Mark ya había escudriñado el cuaderno de bitácora de la nave para confirmar una teoría propia. Sheffield lamentó profundamente no haber sondeado más aquella tendencia cuando aún era tiempo. Así, la siguiente pregunta que hizo con voz enojada fue: —¿Por qué no me consultaste antes,
Mark?
Mark vaciló un momento.
—Usted no me hubiera creído. Por eso me vi obligado a golpearle, para que no me impidiese hacerlo. Nadie me hubiera creído. Todos me detestan.
—¿Qué te hace suponer eso?
—Acuérdese de lo que pasó con el doctor Rodríguez. —Eso ocurrió hace bastante tiempo. Nadie más discutió contigo.
—Sólo yo sé cómo me miraba el doctor Cimon. Y el doctor Fawkes quiso desintegrarme con una pistola.
—¿Cómo? —exclamó Sheffield dando media vuelta, olvidándose de guardar las apariencias judiciales. Oiga, Fawkes ¿es verdad eso?
Fawkes se levantó, muy colorado, mientras todos se volvían a mirarle.
—Yo estaba en el bosque —dijo— y él me andaba acechando. Creí que era un animal y adopté mis precauciones. Cuando vi que era él, guardé la pistola.
Sheffield se volvió a Mark. —¿Es cierto eso?
Mark estaba nuevamente ceñudo.
—Bueno…, también pedí al doctor Vernadsky que me mostrase algunos datos que había reunido, y me dijo que no los publicase antes que él lo hiciese. Trató de insinuar que soy un plagiario.
—¡Por el amor de la Tierra, sólo bromeaba! —se oyó gritar entre el público.
Sheffield dijo atropelladamente:
—Muy bien, Mark. Tú no confiabas en nosotros y creíste que debías obrar por tu cuenta y riesgo, ¿no es eso? Vamos a ver ahora, ¿qué crees qué fue lo que mató a los primeros colonos?
—Quizá también al explorador Makoyama, pues sólo sé que se dice que pereció en un aterrizaje forzoso, dos meses y tres días después de comunicar su llegada a Júnior. Pero esto no lo sabremos jamás.
—Muy bien, pero… ¿quieres decirnos que fue?
En la sala se hubiera oído el vuelo de una mosca. Mark miró a su alrededor. —El polvo —dijo.
Estalló una carcajada general entre el público. Mark se sonrojó vivamente. —¿Qué quieres decir? —le preguntó Sheffield.