Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Te lo dije desde el principio —murmuró Altmayer.
—No bastaba con decirlo. Tú querías obligar a todos los Gobiernos humanos a unirse contra ellos, y esa idea era quimérica y carecía de realismo político. Ni siquiera era deseable. Los humanos no son diáboli. Entre éstos la conciencia individual es baja, casi inexistente; la nuestra es abrumadora. Ellos no tienen actividad política; nosotros no tenemos otra cosa. A ellos no les permiten disentir, no pueden tener más que un Gobierno; nosotros no podemos ponernos de acuerdo y, si sólo tuviéramos una isla donde vivir, la dividiríamos en tres.
»¡Pero nuestras desavenencias son nuestra fuerza! Tu Partido Federalista hablaba muchísimo de la antigua Grecia. ¿Recuerdas? Pero tu gente no lo entendía bien. Por supuesto, Grecia no fue capaz de unirse y finalmente fue conquistada. Pero aun en su estado de desunión derrotó al gigantesco imperio persa. ¿Por qué?
»Me gustaría señalar que las ciudades-estado griegas combatieron entre sí durante siglos. Eso las forzó a especializarse en asuntos militares mucho más que los persas. Los persas lo comprendieron y, en el último siglo de su existencia imperial, los mercenarios griegos constituyeron las partes más valiosas de sus ejércitos.
»Lo mismo podría decirse de las pequeñas naciones-estado de la Europa preatómica, que a lo largo de siglos de lucha refinaron sus artes militares hasta el extremo de que superaron y contuvieron durante doscientos años a los imperios relativamente gigantescos de Asia.
»Así ocurre con nosotros. Los diáboli, con vastas extensiones de espacio galáctico, nunca han librado una guerra. Su maquinaria militar es enorme, pero jamás se ha puesto a prueba. En cincuenta años, sus únicos progresos han sido los que copiaron de las diversas flotas humanas. La humanidad, por el contrario, ha competido ferozmente en diversas guerras. Cada Gobierno ha procurado mantenerse a la cabeza de sus vecinos en cuanto a las ciencias militares. ¡Tenían que hacerlo! Nuestra desunión volvía necesaria la terrible carrera por la supervivencia, de modo que al final cualquiera de nosotros era capaz de enfrentarse a todos los diáboli, siempre que ninguno luchara al lado de ellos en el transcurso de una guerra generalizada.
»Toda la diplomacia terrícola iba dirigida a impedir esta posibilidad. Mientras no existiera la certeza de que el resto de la humanidad permanecería neutral en un conflicto bélico entre la Tierra y los diáboli, no podía haber guerra; y tampoco se podía permitir una unión de Gobiernos humanos, pues la carrera por la perfección militar debía continuar. Una vez que estuvimos seguros de esa neutralidad, mediante la estratagema que disolvió la conferencia hace dos años, provocamos la guerra, y ya la tenemos.
Altmayer parecía petrificado. Tardó largo rato en hablar.
—¿Y si los diáboli vencen a pesar de todo? —musitó.
—No vencerán. Hace dos semanas, las flotas principales unieron sus esfuerzos y la de ellos fue aniquilada con pérdidas mínimas para las nuestras, pese a que nos superaban en número. Era como luchar contra naves desarmadas. Poseíamos armamento más potente y de mayor alcance y precisión, y teníamos el triple de su velocidad efectiva, pues contábamos con dispositivos de anti-aceleración, de lo que ellos carecían. Desde esa batalla, varios Gobiernos humanos decidieron unirse al bando vencedor y declararon la guerra a los alienígenas. Ayer los diáboli solicitaron la iniciación de negociaciones para un armisticio. La guerra está prácticamente terminada y, a partir de ahora, quedarán confinados a sus planetas originales y nosotros controlaremos sus expansiones futuras.
Altmayer murmuró algo ininteligible.
—Y ahora es necesaria la unión —prosiguió Stock—. Después de que las ciudades-estado griegas derrotaran a Persia, se hundieron por sus continuas guerras entre sí, con el resultado de que primero las conquistó Macedonia y, posteriormente, Roma. Igualmente, después de que Europa colonizara América, dividiera África y conquistara Asia, una serie de continuas guerras europeas la llevó a la ruina.
»¡Desunión hasta la conquista, unión a partir de entonces! Y ahora la unión resulta fácil. Dejemos que una subdivisión triunfe por sí misma y el resto reclamará formar parte de ese éxito. El antiguo historiador Toynbee fue el primero en señalar la diferencia entre lo que él denominaba una "minoría dominante" y una "minoría creativa".
»Ahora somos la minoría creativa. En un gesto casi espontáneo, varios Gobiernos humanos han sugerido el establecimiento de una organización de Mundos Unidos. Otros setenta más están dispuestos a asistir a las primeras sesiones para redactar una Carta de la Federación. Los otros se unirán después, sin duda. Me agradaría que fueras uno de los delegados de la Tierra, Dick.
Altmayer tenía los ojos empañados por las lágrimas.
—No…, no entiendo tu propósito. ¿Todo esto es verdad?
—Es tal como digo. Eras una voz en el desierto, Dick, predicando la unión. Tus palabras tendrán mucho peso. Una vez dijiste: «En una buena causa no hay fracasos.»
—¡No! —exclamó Altmayer—. Parece que la tuya era la buena causa.
El rostro de Stock aparecía severo y carente de toda emoción.
—Nunca supiste entender la naturaleza humana, Dick. Cuando los Mundos Unidos sean una realidad y una vez que generaciones de hombres y de mujeres evoquen durante sus siglos de paz ininterrumpida estos días de conflictos bélicos, habrán olvidado el propósito de los métodos que yo he utilizado. Para ellos representarán la guerra y la muerte. Tus convocatorias a la unión, tu idealismo, serán recordados para siempre.
Dio media vuelta y Altmayer apenas oyó sus últimas palabras:
—Y cuando construyan estatuas, a mí no me levantarán ninguna.
En la Gran Plaza, que ofrece un remanso de paz entre los bulliciosos setenta mil kilómetros cuadrados consagrados a los imponentes edificios donde late el pulso de los Mundos Unidos de la Galaxia, se yergue una estatua…
“What If”
Tomar un tren es algo que puede hacerse con una demora capaz de conciliarse con su retraso, por lo que puede decirse que Norman y Livvy llegaron tarde pero a tiempo, ocupando el único compartimiento libre en todo el vagón. Se sentaron de cara a la dirección del tren, sin otra cosa delante que el asiento contrario. Mientras Norman colocaba sus bultos en el portaequipajes, Livvy se dio cuenta de que estaba un tanto irritada.
Si una pareja tomaba el asiento situado ante ellos, se verían obligados a soportar las caras ajenas todo el tiempo que tardase el tren en llegar a Nueva York; aunque, para evitar tamaño contratiempo, podrían recurrir al viejo truco de levantar sintéticas barreras de periódicos. Era una de las razones por las que odiaba tomar asiento en compartimentos de plazas enfrentadas.
Norman no parecía haberse dado cuenta, cosa que molestaba grandemente a Livvy. Por lo común, solían entenderse a la perfección aun en los peores momentos. Y en este sencillo detalle encontraba Norman su seguridad de haberse casado con la chica ideal.
—Nos ajustamos el uno al otro, Livvy —solía decir Norman—, he ahí la clave del éxito. Como cuando uno intenta componer un rompecabezas y encuentra que una pieza encaja perfectamente en la otra, ni más ni menos. No hay otra posibilidad, es la pieza ineludible, es decir, la chica insustituible.
Ella reiría y contestaría:
—Si no hubieras cogido el tranvía aquel día, posiblemente no habrías tropezado conmigo jamás. ¿Qué hubieras hecho entonces?
—Obtener una licenciatura. Claro. Además, te hubiera encontrado otro día a través de Georgette.
—No hubiera sido lo mismo.
—No dudes que sí.
—Insisto en que no. Georgette nunca me hubiera hecho aparecer. Ella estaba interesada en ti y es la clase de chica que sabe dónde puede encontrarse una rival.
—Absurdo.
Luego, Livvy echaría mano de su pregunta favorita:
—Norman, ¿y si hubieras llegado un minuto más tarde y te hubieras visto obligado a coger el tranvía siguiente? ¿Qué crees que hubiera ocurrido?
—¿Y si los peces volaran y se lanzaran en bandadas a la cúspide de las montañas? ¿Qué crees que comeríamos los viernes entonces?
El caso era que ambos habían coincidido en el mismo tranvía y que los peces no volaban, de manera que se habían casado cinco años atrás y comían pescado los viernes. Y justamente a causa de aquel matrimonio iban ahora a pasar una semana en Nueva York y celebrar su aniversario.
Recordó entonces el problema presente:
—Norman, me gustaría que tomáramos otro asiento, si te parece.
—A mí también. Pero todavía no compartimos éste con nadie, de modo que, al menos hasta Providence, estaremos más o menos solos.
Aquello no acabó de consolar a Livvy, que se sintió justificada cuando vio caminar por el pasillo central del vagón un pequeño y rollizo personaje. Bien, ¿de dónde venía aquel hombre? El tren se encontraba a mitad de camino entre Boston y Providence, y si el fulano había tenido un asiento, ¿por qué no lo había conservado? Como fuere, su vanidad tomó parte en el juego de las hipótesis: estaba segura de que si ignoraba al hombrecillo él pasaría de largo. De manera que comenzó a preocuparse de su cabello que, en virtud del traqueteo del tren, se había desarreglado un poco; y luego se concentró en sus ojos azules, y en su escasa boca de gordezuelos labios, de los que Norman solía decir que eran la imagen perfecta de un beso permanente.
No era para tanto, pensó ella.
Luego alzó la mirada y vio al hombrecillo sentado en el asiento opuesto. El fulano captó la mirada y sonrió ampliamente. Una agrupación de arrugas coronaron los bordes de la sonrisa. Se quitó precipitadamente el sombrero y lo colocó sobre la pequeña maleta negra que había traído consigo. Un mechón de blancos cabellos se desparramó en torno a la calvicie circular que asimilaba el centro de su cráneo a un desierto.
Livvy correspondió con apenas la insinuación de una leve sonrisa y luego desvió la mirada posándola de nuevo sobre la maleta negra. Entonces su sonrisa se apagó. Dio un codazo a Norman.
Norman alzó la mirada por encima del periódico. Encogió las cejas, casi encontrándose sobre el puente de la nariz, con aquel gesto que por lo común le otorgaba una imponente presencia. Pero tanto ellas como los oscuros ojos que brillaban debajo se dirigieron a Livvy con el usual aspecto de complacencia y diversión que solían explayar.
—¿Qué pasa? —dijo. Sin duda no se había fijado en el rollizo hombrecito situado frente a ellos.
Livvy iba a indicarle con una mirada y un gesto de la mano lo que de chocante había encontrado, cuando se dio cuenta que el hombrecillo la estaba contemplando abiertamente. Livvy se sintió confusa. Norman le dirigía apenas una vaga mirada.
Finalmente resolvió acercarse a él y susurrarle excitadísima
—¿Has visto lo que hay escrito sobre su maleta?
Mientras se lo decía miró de nuevo y comprobó que no se había equivocado. Las letras no eran muy grandes pero resaltaban por su blancura contrastando con el fondo negro. En trazos redondos podía leerse: «Alternativa.»
El hombrecillo estaba sonriendo otra vez. Asintió repetidas veces con la cabeza y señaló alternativamente las palabras escritas sobre la maleta y a sí mismo.
—Debe ser su nombre —dijo Norman en un aparte teatral.
—Vamos, hombre —replicó Livvy—, ¿cómo puede ser eso el nombre de nadie?
Norman apartó el periódico.
—Ahora lo verás —dijo, y se inclinó hacia delante—. ¿Señor Alternativa?
El hombrecillo lo miró, solícito.
—¿Tiene usted hora, señor Alternativa?
El hombrecillo sacó un gran reloj del bolsillo de su chaleco y lo puso ante Norman.
—Gracias, señor Alternativa —dijo Norman. Luego añadió en un susurro—: ¿Te das cuenta, mujer?
Sin duda habría vuelto a centrarse en su periódico si el hombrecillo, que había comenzado a abrir su maleta, no hubiera llamado la atención de los otros dos con los movimientos que imprimía a uno de sus dedos extendidos. Lo que estaba sacando era una plancha de cristal mate, de aproximadamente nueve pulgadas de ancho y alto y una pulgada de grueso. Tenía los bordes cortados en bisel, los ángulos redondeados y no mostraba el menor distintivo de nada que lo destacara. Luego sacó un pequeño alambre que adosó a la plancha de cristal, colocó el conjunto sobre sus rodillas y se quedó mirando a la pareja con orgullosa satisfacción.
—Por el cielo, Norman —dijo Livvy, repentinamente sobresaltada—, es una especie de dibujo…
Norman se acercó un poco más. Luego miró abiertamente al hombrecillo.
—¿Qué es eso? —preguntó— ¿Una nueva clase de televisión?
El hombrecillo negó con la cabeza. Livvy respondió por él.
—No, Norman, somos nosotros.
—¿Qué?
—¿Acaso no lo ves? Es el tranvía donde nos encontramos tú y yo. Mírate en el asiento de atrás, con aquel sombrero de fieltro que tiré por inservible hace tres años. Mira: ahora subimos Georgette y yo. Aquella mujer gorda en la plataforma… ¡Norman! ¿No lo estás viendo?
—Debe ser alguna clase de ilusión —murmuró Norman.
—Pero también lo estás viendo, ¿no? Por eso él lo llama «Alternativa». El cristal podría mostrarnos otra alternativa. Lo que hubiera ocurrido de no haber sufrido aquel viraje el tranvía.
Livvy estaba segura de ello. Se encontraba sumamente excitada y completamente segura de lo que pensaba. Mientras contemplaba y se sumergía en las imágenes de la plancha de cristal, el descendente sol de la tarde y el vagón de tren en que se encontraban comenzaron a desvanecerse.
Podía recordar aquel día. Norman conocía a Georgette y ya estaba a punto de cederle el asiento cuando el tranvía sufrió una sacudida que arrojó a Livvy contra rodillas del hombre. Era ridículo verse sentada en el regazo de Norman, pero así había ocurrido. Se sintió tan avergonzada que Norman tuvo que recurrir primero a su galantería y luego a su conversación. Ni siquiera fue necesaria una presentación por parte de Georgette. Cuando bajaron del tranvía, él ya sabía dónde trabajaba Livvy.
Todavía podía recordar la sonrisa forzada que Georgette le lanzó cuando ambas se separaron.
—Parece que le gustas a Norman —le había dicho su amiga.
—Oh, no seas tonta —había replicado Livvy—. Simplemente ha estado cortés. Aunque es un chico guapo, ¿verdad?
Tan sólo seis meses después contraían matrimonio.