Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
¿Sin estrellas? Vaya, había una casi a sus pies. Tendió la mano hacia ella y comprendió que era sólo un reflejo reluciente en el bruñido metal.
Se desplazaban a miles de kilómetros por hora. Las estrellas. Y la nave. Y él. Pero eso no significaba nada. Sus sentidos sólo captaban silencio, oscuridad y el lento movimiento giratorio de los astros. Sus ojos seguían el movimiento…
Y su casco chocó contra la superficie de la nave con una vibración semejante a un tañido.
Presa del pánico, tanteó en derredor con sus gruesos e insensibles guantes de silicato. Conservaba los pies adheridos con firmeza al casco de la nave, pero el resto del cuerpo se le arqueaba en ángulo recto hacia atrás, a la altura de las rodillas. No existía gravedad fuera de la nave. Si se doblaba hacia atrás, nada presionaba la parte superior del cuerpo hacia abajo, indicando a las articulaciones que se estaban combando. El cuerpo permanecía de cualquier modo en que lo pusiera. Ejerció presión en el casco y el torso salió despedido hacia arriba, se negó a detenerse, cuando estuvo en vertical, y cayó hacia delante. Lo intentó con menor crispación. Se equilibró con ambas manos contra el casco, hasta quedar en cuclillas. Luego, se levantó, despacio, hasta ponerse recto, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio.
Ya estaba erguido, y consciente de su náusea y de su vértigo. Miró en torno. Por Dios, ¿dónde estaban los tubos de vapor? No los veía. Negro sobre negro; nada sobre nada.
Encendió las luces de las bocamangas. En el espacio no se reflejaban en haces, sólo en manchas elípticas y nítidas de parpadeante acero azul. Cuando iluminaban un remache, arrojaban una sombra afilada como un cuchillo y negra como el propio espacio, y la zona en cuestión se alumbraba repentina y difusamente.
Movió los brazos e inclinó el cuerpo en la dirección opuesta: acción y reacción. Entrevió un tubo de vapor con sus lisos bordes cilíndricos. Intentó ir hacia allí. El pie permaneció adherido al casco. Tiró de él y consiguió arrastrarlo, luchando contra una especie de arena movediza que cedió de pronto. Ocho centímetros arriba y casi se liberó; quince centímetros, y casi echó a volar.
Lo adelantó un poco y le hizo descender; sintió cómo se hundía en la arena movediza. Cuando la suela estuvo a cinco centímetros del casco, cayó de golpe, sin control, y se estrelló contra la superficie. El traje espacial transmitió las vibraciones, amplificándolas en sus oídos.
Se detuvo aterrado. Los deshidratantes que secaban la atmósfera interior del traje no pudieron con la avalancha de sudor que le empapó la frente y los sobacos.
Esperó un poco y levantó el pie de nuevo, apenas tres centímetros, lo dejó a esa altura y lo desplazó horizontalmente. El movimiento horizontal no implicaba esfuerzo alguno, pues se trataba de un movimiento perpendicular a las líneas de fuerza magnética. Pero tenía que evitar que el pie descendiera bruscamente, debía bajarlo despacio.
Resopló. Cada paso era una agonía. Le crujían los tendones de las rodillas y sentía punzadas en el costado.
Se detuvo para dejar secar la transpiración. No quería enturbiar la parte interior del visor. Dirigió las luces de la muñeca y descubrió el cilindro de vapor justo delante de él.
La nave tenía cuatro de esos tubos, a intervalos de noventa grados y saliendo en ángulo desde el eje central. Constituían el «ajuste fino» del curso de la nave. El ajuste corriente residía en los potentes propulsores de popa y de proa, que fijaban la velocidad final con su fuerza de aceleración y desaceleración, y en el motor hiper-atómico que se encargaba de los saltos espaciales.
Pero en ocasiones había que ajustar ligeramente la dirección del vuelo y eso se encomendaba a los cilindros de vapor. A solas, podían impulsar la nave arriba, abajo, a derecha y a izquierda. De dos en dos, si se graduaba atinadamente el impulso, podían hacer que virase en la dirección deseada.
El dispositivo no había sufrido mejoras con los siglos, pues era demasiado simple. La pila atómica calentaba el agua de un contenedor cerrado, transformándola en vapor y elevándola en menos de un segundo a temperaturas a las que se podía descomponer en una mezcla de hidrógeno y oxígeno, y luego en una mezcla de electrones y de iones. Tal vez se descompusiese de verdad. Nadie se molestaba en verificarlo; funcionaba, así que no era necesario.
En el punto crítico, una válvula pequeña cedía y el vapor salía disparado en un chorro corto, pero demoledor. Y la nave se desplazaba majestuosamente en dirección opuesta, virando sobre su propio centro de gravedad. Cuando los grados del viraje eran suficientes, un chorro igual y en sentido contrario cancelaba el movimiento. La nave se desplazaba a la velocidad original, pero en una nueva dirección.
Mullen se había arrastrado hasta el borde del cilindro de vapor. Se imaginó a sí mismo como una mancha vacilando en el extremo de una estructura que salía de un ovoide que surcaba el espacio a quince mil kilómetros por hora.
Pero no existía el riesgo de que una corriente de aire lo arrancara del casco, y las suelas magnéticas lo adherían con más fuerza de lo que deseaba.
Con las luces encendidas se agachó para escrutar el tubo, y la nave se transformó en un precipicio para él al cambiar de orientación. Extendió los brazos para afirmarse, pero no se caía; en el espacio no había arriba ni abajo, excepto cuando su mente confundida optaba por uno o por otro.
El cilindro era de un tamaño suficiente para un hombre, de modo que los técnicos pudieran entrar allí para repararlo. La luz alumbró los peldaños que tenía enfrente. Soltó un suspiro de alivio con el aliento que le quedaba: algunas naves carecían de peldaños.
Avanzó hacia ellos, y la nave pareció deslizarse y retorcerse mientras él se movía. Alzó un brazo sobre el borde del tubo, buscando el peldaño a tientas, dejó sueltos los pies y se deslizó adentro.
El nudo que tenía en el estómago desde el principio se convirtió en un revoltijo convulso. Si decidían maniobrar con la nave, si lanzaban un chorro de vapor…
Ni siquiera se daría cuenta. En una mínima fracción de segundo pasaría de estar aferrado a un peldaño, buscando el siguiente a tientas, a encontrarse solo en el espacio; y la nave sería una mancha oscura perdida para siempre entre los astros. Tal vez hubiera un breve esplendor de cristales de hierro arremolinados girando con él, reluciendo con las luces de la bocamanga, aproximándose y rotando a su alrededor atraídos por su masa como planetas infinitesimales en torno de un sol absurdamente diminuto.
Estaba sudando de nuevo y empezó a sentir sed. Ni pensarlo. No podría beber hasta que saliera del traje… si es que llegaba a salir.
Un peldaño, otro, y otro. ¿Cuántos habría? Su mano resbaló, y Mullen miró incrédulo el destello que se veía bajo la luz.
¿Hielo?
¿Por qué no? El vapor salía caliente en extremo y chocaba contra un metal que estaba cerca del cero absoluto. En fracciones de segundo no había tiempo para que el metal se calentara por encima del punto de congelamiento del agua, de modo que se formaba una lámina de hielo que se condensaba lentamente en el vacío. La celeridad del proceso impedía la fusión de los tubos con el contenedor del agua.
Su mano palpó el final. Volvió a conectar las luces. Miró con escalofríos la boquilla del vapor, de poco más de un centímetro de diámetro. Parecía condenadamente inofensiva. Pero siempre podía, hasta el microsegundo anterior…
Alrededor estaba la tapa externa. Giraba en torno de un eje central que tenía resortes en la parte que daba al espacio y una rosca en la parte que daba a la nave. Los resortes le permitían ceder bajo el impulso brutal de la presión del vapor, antes de superar la poderosa inercia de la nave. El vapor se derramaba en la cámara interior, rompiendo la fuerza del impulso y dejando inalterada la energía total, pero desperdigándola en el tiempo para que el casco mismo corriera menos peligro de hundirse.
Mullen se apoyó en un peldaño y presionó la tapa externa hasta que cedió un poco. Estaba rígida, pero no era preciso que cediera demasiado, lo suficiente para que encajara en la rosca. Notó que encajaba.
Apretó y la hizo girar, sintiendo que su cuerpo giraba en dirección contraria. La rosca aguantó la presión cuando él ajustó el pequeño control que permitía la caída libre de los resortes. ¡Qué bien recordaba los libros que había leído!
Se encontraba en la cámara de presión, que tenía tamaño suficiente para albergar un hombre, también por si se necesitaba un técnico en reparaciones. Ya no podía ser despedido de la nave. Si en ese momento lanzaran un chorro de vapor, lo impulsarían contra la tapa interior, reduciéndolo a pulpa. Una muerte rápida, de la que al menos no se enteraría.
Lentamente, desenganchó el otro cilindro de oxígeno. Sólo una compuerta interna lo separaba de la sala de control. La compuerta se abría al exterior, hacia el espacio, de modo que el chorro de vapor sólo podía cerrarla con más fuerza, nunca abrirla. Y era hermética. No había manera de abrirla desde fuera.
Se elevó por encima de la compuerta y apretó la espalda arqueada contra la superficie interna de la cámara. Le costaba respirar. El otro tubo de oxígeno colgaba oblicuamente. Tomó la manguera de malla metálica, la enderezó y golpeó la compuerta interior para hacerla vibrar. Una vez…, y otra…
Eso llamaría la atención de los kloros. Tendrían que investigar.
No había modo de saber cuándo lo harían. Por lo general, primero dejarían entrar aire en la cámara para que se cerrase la compuerta externa; pero la compuerta se encontraba en la rosca central, lejos del borde, por lo que el aire seguiría de largo, evaporándose en el espacio.
Mullen siguió golpeando. ¿Los kloros mirarían el indicador de aire, notando así que estaba apenas por encima de cero, o darían por sentado que funcionaba correctamente?
—Hace una hora y media que se fue —se impacientó Porter.
—Lo sé —dijo Stuart.
Todos estaban nerviosos, inquietos, pero la tensión entre ellos se había disipado. Era como si todas las emociones se encontraran centradas en el casco de la nave.
Porter se sentía molesto. Su filosofía de la vida siempre fue sencilla: cuida de ti mismo porque nadie cuidará de ti. Le fastidiaba verla cuestionada.
—¿Creen que lo han capturado? —preguntó.
—En tal caso ya lo sabríamos —le contestó Stuart.
Porter, con una punzada de amargura, notó que los demás tenían poco interés en hablarle. Lo entendía; no se había ganado su respeto. Un torrente de excusas le atravesaba la mente. Los demás también estaban atemorizados. Un hombre tenía derecho a sentir miedo. Nadie quiere morir. Al menos él no había huido como Arístides Polyorketes. Tampoco había llorado como Leblanc. No…
Pero allí estaba Mullen, en el casco.
—¿Por qué lo habrá hecho? —exclamó. Lo miraron con indiferencia, pero no le importaba. Le molestaba tanto que tenía que decirlo—. Me gustaría saber por qué Mullen arriesga el pellejo.
—Es un patriota… —empezó Windham.
—¡Nada de eso! —lo interrumpió Porter con un grito histérico—. Ese sujeto no tiene emociones; tan sólo razones. Y quiero saber cuáles son, porque…
No terminó la frase. ¿Podía decir acaso que si esas razones se aplicaban a un contable de edad madura debían aplicarse aún más a su propia persona?
—Es un tipo valiente —afirmó Polyorketes. Porter se puso de pie.
—Escuchen, tal vez esté atascado ahí fuera. Quizá no logre terminar él solo lo que está haciendo. Me…, me ofrezco para seguirlo.
Temblaba al hablar y aguardó con temor al sarcástico azote de la lengua de Stuart. Éste lo miraba fijamente, quizá sorprendido; pero Porter no se atrevía a mirarlo a su vez para cerciorarse.
—Démosle otra media hora —murmuró por fin Stuart. Porter levantó la vista. No había socarronería en el rostro de Stuart. Incluso parecía cordial. Todos parecían cordiales.
—Y luego… —empezó a decir.
—Y luego todos los que se ofrezcan como voluntarios lo echarán a suertes o utilizarán un recurso igualmente democrático. ¿Quién se ofrece, además de Porter?
Todos alzaron la mano, incluso Stuart.
Pero Porter estaba feliz. Se había ofrecido el primero. Ansiaba que pasara esa media hora.
A Mullen lo pilló por sorpresa. La compuerta externa se abrió y el cuello largo, delgado y serpentino de un kloro asomó con su cabeza minúscula, sin poder resistir el chorro de aire en fuga.
El cilindro de Mullen echó a volar, casi se le desprendió de las manos. Tras un instante de pánico, forcejeó para manipularlo por encima del torrente y esperó a que el furor inicial se aplacase cuando el aire de la sala de control se disipara; luego, lo bajó con fuerza.
Cayó de plano en el cuello nervudo, aplastándolo. Mullen, encorvado encima de la compuerta, casi totalmente protegido del torrente, alzó de nuevo el cilindro y lo lanzó contra la cabeza, con el resultado de que trituró los sorprendidos ojos y los redujo a un líquido viscoso. En el vacío casi total, la sangre verde manó del cuello destrozado.
Mullen no se atrevía a vomitar, pero no le faltaban ganas.
Mirando hacia otro lado, retrocedió, sujetó la compuerta externa con una mano y la empujó. Tardó varios segundos, pero al conducir el giro los resortes la cerraron automática y herméticamente. Lo que quedaba de la atmósfera se ajustó y las bombas llenaron nuevamente la sala de control.
Mullen se arrastró por encima del kloro mutilado y entró en la sala. Estaba vacía.
Apenas tuvo tiempo de notar que se encontraba de rodillas. Se levantó con esfuerzo. La transición a la gravedad lo había tomado por sorpresa. Además era gravedad kloriana, con lo cual el traje significaba un cincuenta por ciento de lastre para su menudo cuerpo. Al menos, las pesadas piezas de metal ya no se adherían irritantemente al metal del suelo. En el interior de la nave, los suelos y las paredes eran de aleación de aluminio revestida de corcho.
Se giró despacio. El kloro decapitado agonizaba y sólo se movía en estertores que evidenciaban que había sido un organismo viviente. Lo pisó con disgusto para poder cerrar la compuerta del tubo de vapor.
La sala tenía un tono bilioso y deprimente y las luces emitían un fulgor verde amarillento. Era la atmósfera del planeta de Kloro.
Mullen se sintió sorprendido y admirado a su pesar. Los kloros obviamente tenían un modo de tratar los materiales para que fueran inmunes al efecto oxidante del cloro. Incluso el mapa de la Tierra que había en la pared, impreso en papel brillante y tras una lámina de plástico, aparecía fresco e intacto. Se aproximó, atraído por el perfil familiar de los continentes…