Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Así lo hicieron, recorrieron, como fantasmas, los edificios iluminados y desiertos, cogidos de la mano. Siempre cogidos de la mano. La mano de Grant era firme. Pero, después de cada recorrido, Ralson seguía negando con la cabeza. Una media docena de veces se ponía a escribir; hacía unos garabatos y terminaba dando una patada al almohadón. Hasta que, por fin, se puso a escribir de nuevo y llenó rápidamente media página. Grant, maquinalmente, se acercó. Ralson levantó la cabeza y cubrió la hoja con mano temblorosa. Ordenó:
—Llame a Blaustein.
—¿Cómo?
—He dicho que llame a Blaustein. Tráigale aquí. ¡Ahora!
Grant se precipitó al teléfono. Ralson escribía ahora rápidamente, deteniéndose sólo para secarse la frente con la mano. La apartaba mojada. Levantó la vista y preguntó con voz cascada:
—¿Viene ya?
Grant pareció preocupado al responderle:
—No está en su despacho.
—Búsquele en su casa. Tráigale de donde esté. Utilice este teléfono. No juegue con él.
Grant lo utilizó; y Ralson cogió otra página. Cinco minutos después, dijo Grant:
—Ya viene. ¿Qué le pasa? Parece enfermo.
Ralson hablaba con suma dificultad.
—Falta tiempo…, no puedo hablar…
Estaba escribiendo, marcando, garabateando, trazando diagramas temblorosos. Era como si empujara sus manos, como si luchara con ellas.
—¡Dícteme! —insistió Grant—. Yo escribiré.
Ralson le apartó. Sus palabras eran ininteligibles. Se sujetaba la muñeca con la otra mano, empujándola como si fuera una pieza de madera, al fin se derrumbó sobre sus papeles. Grant se los sacó de debajo y tendió a Ralson en el sofá. Le contemplaba inquieto, desesperado, hasta que llegó Blaustein. Éste le echó una mirada:
—¿Qué ha ocurrido?
—Creo que está vivo —dijo Grant, pero para entonces Blaustein ya lo había comprobado por su cuenta; y Grant le explicó lo ocurrido. Blaustein le puso una inyección y esperaron. Cuando Ralson abrió los ojos parecía ausente. Gimió.
—¡Ralson! —llamó Blaustein inclinándose sobre él. Las manos del enfermo se tendieron a ciegas y agarraron al psiquiatra:
—¡Doctor, lléveme!
—Lo haré. Ahora mismo. Quiere decir que ha solucionado lo del campo de energía, ¿verdad?
—Está en los papeles. Grant lo tiene en los papeles.
Grant los sostenía y los hojeaba dubitativo. Ralson insistió con voz débil:
—No está todo. Es todo lo que puedo escribir. Tendrá que conformarse con eso. Sáqueme de aquí, doctor.
—Espere —intervino Grant, y murmuró impaciente al oído de Blaustein—: ¿No puede dejarle aquí hasta que probemos esto? No puedo descifrar gran cosa. La escritura es ilegible. Pregúntele qué le hace creer que esto funcionará.
—¿Preguntarle? —murmuró Blaustein—. ¿No es él quien siempre lo resuelve todo?
—Venga, pregúntemelo —dijo Ralson, que lo había oído desde donde estaba echado. De pronto sus ojos se abrieron completamente y lanzaban chispas. Los dos hombres se volvieron. Les dijo:
—Ellos no quieren un campo de energía. ¡Ellos! ¡Los investigadores! Mientras no lo comprendí bien, las cosas se mantuvieron tranquilas. Pero yo no había seguido la idea, esa idea que está ahí, en los papeles… No bien empecé a seguirla, por unos segundos sentí…, sentí…, doctor…
—¿Qué es? —preguntó Blaustein. Ralson ahora hablaba en un murmullo:
—Estoy metido en la penicilina. Sentí que me iba hundiendo en ella a medida que iba escribiendo. Nunca llegué tan al fondo. Por eso supe que había acertado. Lléveme.
—Tengo que llevármelo, Grant. No hay otra alternativa. Si puede descifrar lo que ha escrito, magnífico. Si no puede hacerlo, no puedo ayudarle. Este hombre no puede trabajar más en el campo de energía o moriría, ¿lo entiende?
—Pero —objetó Grant— está muriendo de algo imaginario.
—De acuerdo. Diga que así es, pero morirá de todos modos.
Ralson volvía a estar inconsciente y por eso no oyó nada. Grant le miró, sombrío y terminó diciendo:
—Bien, lléveselo pues.
Diez de los hombres más importantes del Instituto contemplaron malhumorados cómo se iba proyectando placa tras placa sobre la pantalla iluminada. Grant les miró con dureza, ceñudo.
—Creo que la idea es suficientemente simple —les dijo—. Son ustedes matemáticos e ingenieros. Los garabatos pueden parecer ilegibles, pero se hicieron exponiendo una idea. Esta idea está contenida en lo escrito, aunque distorsionada. La primera página es bastante clara. Debería ser un buen indicio. Cada uno de ustedes se fijará en las páginas una y otra vez. Van a escribir la posible versión de cada página como les parezca que debiera ser. Trabajarán independientemente. No quiero consultas.
Uno de ellos preguntó:
—¿Cómo sabe que tiene algún sentido, Grant?
—Porque son las notas de Ralson.
—¡Ralson! Yo creía que estaba…
—Pensó que estaba enfermo —terminó Grant. Tuvo que alzar la voz por encima del barullo de conversaciones—. Lo sé. Lo está. Ésta es la escritura de un hombre que estaba medio muerto. Es lo único que obtendremos de Ralson. Por alguna parte de estos garabatos está la respuesta al problema del campo de energía. Si no podemos descifrarlo, tardaremos lo menos diez años buscándolo por otra parte.
Se enfrascaron en su trabajo. Pasó la noche. Pasaron otras dos noches. Tres noches… Grant miró los resultados. Sacudió la cabeza:
—Aceptaré la palabra de ustedes de que todo esto tiene sentido, pero no puedo decir que lo comprenda.
Lowe, que en ausencia de Ralson hubiera sido fácilmente considerado el mejor ingeniero nuclear del Instituto, se encogió de hombros:
—Tampoco está muy claro para mí. Si funciona, no ha explicado la razón.
—No tuvo tiempo de explicar nada. ¿Puede construir el generador tal como él lo describe?
—Puedo probarlo.
—¿No quiere mirar para nada las versiones de las otras páginas?
—Las demás versiones son definitivamente inconsistentes.
—¿Volverá a comprobarlo?
—Claro.
—¿Y se puede empezar a construir?
—Pondré el taller en marcha. Pero le diré francamente que me siento pesimista.
—Lo sé. Yo también.
La cosa fue creciendo. Hal Ross, jefe de mecánicos, fue puesto al frente de la construcción, y dejó de dormir. A cualquier hora del día o de la noche se le encontraba allí, rascándose la calva. Solamente una vez se atrevió a preguntar:
—¿Qué es, doctor Lowe? Jamás vi nada parecido. ¿Qué se figura que va a ser?
—Sabe usted de sobra dónde se encuentra, Ross —dijo Lowe—. Sabe que aquí no hacemos preguntas. No vuelva a preguntar.
Ross no volvió a preguntar. Se sabía que aborrecía la estructura que se estaba construyendo. La llamaba fea y antinatural. Pero siguió con ella.
Blaustein fue de visita un día. Grant preguntó:
—¿Cómo está Ralson?
—Mal. Quiere asistir a las pruebas del proyector de campo que él diseñó.
Grant titubeó.
—Deberíamos dejarle. Al fin y al cabo es suyo.
—Tendré que ir con él.
Grant pareció apesadumbrado.
—Puede resultar peligroso, ¿sabe? Incluso en una prueba piloto, estaremos jugando con energías tremendas.
—No será más peligroso para nosotros que para usted —objetó Blaustein.
—Está bien. La lista de observadores tendrá que ser revisada por la Comisión y por el FBI, pero les incluiré.
Blaustein miró a su alrededor. El proyector de campo estaba asentado en el mismísimo centro del inmenso laboratorio de pruebas, pero todo lo demás había sido retirado. No había conexión visible con el montón del plutonio que servía de fuente de energía, pero por lo que el psiquiatra oía a su alrededor —sabía bien que no debía interrogar a Ralson—, la conexión se establecía por debajo. Al principio, los observadores habían rodeado la máquina, hablando en términos incomprensibles, pero ya se apartaban. La galería se estaba llenando. Había por lo menos tres hombres con uniforme de general y un verdadero «ejército» de militares de menor graduación. Blaustein eligió un sitio aún desocupado junto a la barandilla; sobre todo por Ralson.
—¿Todavía piensa que le gustaría quedarse? —le preguntó. Dentro del laboratorio hacía calor, pero Ralson llevaba el gabán con el cuello levantado. Blaustein pensaba que importaba poco. Dudaba que alguno de los antiguos conocidos de Ralson le reconocieran ahora. Ralson contestó:
—Me quedaré.
Blaustein estaba encantado. Quería ver la prueba. Se volvió al oír una voz nueva:
—Hola, doctor Blaustein.
Por unos segundos Blaustein no pudo situarlo, luego exclamó:
—Ah, inspector Darrity. ¿Qué está usted haciendo aquí?
—Exactamente lo que supone —dijo señalando a los observadores—. No hay forma de vigilarlos y poder estar seguro de no cometer errores. Una vez estuve tan cerca de Klaus Fuchs como lo estoy de usted ahora. —Lanzó el cortaplumas al aire y lo recuperó con destreza.
—Ah, claro. ¿Dónde podemos encontrar absoluta seguridad? ¿Qué hombre puede confiar incluso en su propio subconsciente? Y ahora no se moverá de mi lado, ¿verdad?
—Tal vez —sonrió Darrity—. Estaba usted muy ansioso de meterse aquí dentro, ¿no es cierto?
—No por mí, inspector. Y, por favor, guárdese el cortaplumas.
Darrity se volvió sorprendido en dirección al leve gesto de la mano de Blaustein. Silbó entre dientes.
—Hola, doctor Ralson —saludó.
—Hola —dijo Ralson con dificultad. Blaustein no pareció sorprendido por la reacción del inspector. Ralson había perdido más de diez kilos desde su regreso al sanatorio. Su rostro arrugado estaba amarillento; era la cara de un hombre que salta de pronto a los sesenta años. Blaustein preguntó:
—¿Empezará pronto la prueba?
—Parece que se disponen a empezar —contestó Darrity Volvió y se apoyó en la barandilla.
Blaustein cogió a Ralson por el codo y empezó a llevárselo, pero Darrity dijo a media voz:
—Quédese aquí, doctor. No quiero que anden por ahí.
Blaustein miró al laboratorio. Había hombres de pie con el aspecto de haberse vuelto de piedra. Pudo reconocer a Grant, alto y flaco, moviendo lentamente la mano en el gesto de encender un cigarrillo, pero cambiando de opinión se guardó el mechero y el pitillo en uno de los bolsillos. Los jóvenes apostados en el tablero de control esperaban, tensos. Entonces se oyó un leve zumbido y un vago olor a ozono llenó el aire. Ralson exclamó, ronco:
—¡Miren!
Blaustein y Darrity siguieron la dirección del dedo. El proyector pareció fluctuar. Fue como si entre ellos y el proyector surgiera aire caliente. Bajó una bola de hierro con movimiento pendular fluctuante y cruzó el área.
—Ha perdido velocidad, ¿no? —preguntó excitado Blaustein. Ralson movió la cabeza afirmativamente.
—Están midiendo la altura de elevación del otro lado para calcular la pérdida de impulso. ¡Idiotas! Les dije que funcionaría.
Hablaba con mucha dificultad.
—Limítese a observar, doctor Ralson —aconsejó Blaustein—. No debería excitarse innecesariamente.
El péndulo fue detenido a mitad de camino, recogido. La fluctuación del proyector se hizo un poco más intensa y la esfera de hierro volvió a trazar su arco hacia abajo. Esto una y otra vez, hasta que la esfera fue interrumpida de una sacudida. Hacía un ruido claramente audible al topar con las vibraciones. Y, eventualmente, rebotó. Primero pesadamente y después resonando al topar como si fuera contra acero, de tal forma que el ruido lo llenaba todo. Recogieron el péndulo y ya no lo utilizaron más. El proyector apenas podía verse tras la bruma que lo envolvía. Grant dio una orden y el olor a ozono se hizo más acusado y penetrante. Los observadores reunidos gritaron al unísono, cada uno dirigiéndose a su vecino. Doce dedos señalaban. Blaustein se inclinó sobre la barandilla tan excitado como los demás. Donde había estado el proyector había ahora solamente un enorme espejo semiglobular. Estaba perfecta y maravillosamente limpio. Podía verse en él un hombrecito de pie en un pequeño balcón que se curvaba a ambos lados. Podía ver las luces fluorescentes reflejadas en puntos de iluminación resplandeciente. Era maravillosamente claro. Se encontró gritando:
—Mire, Ralson. Está reflejando energía. Refleja las ondas de luz como un espejo. Ralson… —Se volvió—. ¡Ralson! Inspector, ¿dónde está Ralson?
Darrity se giró en redondo.
—No le he visto… —Miró a su alrededor, asustado—. Bueno, no podrá huir. No hay forma de salir de aquí ahora. Vaya por el otro lado. —Cuando se tocó el pantalón, rebuscó en el bolsillo y exclamó—: ¡Mi cortaplumas ha desaparecido!
Blaustein le encontró. Estaba dentro del pequeño despacho de Hal Ross. Daba al balcón pero, claro, en aquellas circunstancias estaba vacío. El propio Ross no era siquiera uno de los observadores. Un jefe de mecánicos no tiene por qué observar. Pero su despacho serviría a las mil maravillas para el punto final de la larga lucha contra el suicidio.
Blaustein, mareado, permaneció un momento junto a la puerta, después se volvió. Miró a Darrity cuando éste salía de un despacho similar a unos metros por debajo del balcón. Le hizo una seña y Darrity llegó corriendo.
El doctor Grant temblaba de excitación. Ya había dado dos chupadas a dos cigarrillos pisándolos inmediatamente. Rebuscaba ahora para encontrar el tercero. Decía:
—Esto es más de lo que cualquiera de nosotros podría esperar. Mañana lo probaremos con fuego de cañón. Ahora estoy completamente seguro del resultado, pero estaba planeado, y lo llevaremos a cabo. Nos saltaremos las armas pequeñas y empezaremos a nivel de bazooka. O, tal vez, no. Quizá tuviéramos que construir una enorme estructura para evitar, el problema del rebote de proyectiles.
Tiró el tercer cigarrillo. Un general comentó:
—Lo que tendríamos que probar es, literalmente, un bombardeo atómico, claro. Naturalmente. Ya se han tomado medidas para levantar una seudo-ciudad en Eniwetok. Podríamos montar un generador en aquel punto y soltar la bomba. Dentro, meteríamos animales. ¿Y cree realmente que si montamos un campo de plena energía, contendría la bomba?
—No es exactamente esto, general. No se percibe ningún campo hasta que la bomba cae. La radiación del plutonio formaría la energía del campo antes de la explosión. Lo mismo que hemos hecho aquí en la última fase. Eso es la esencia de todo.
—¿Sabe? —objetó un profesor de Princeton—, yo veo inconvenientes también. Cuando el campo está en plena energía, cualquier cosa que esté protegiendo se encuentra en la más total oscuridad, por lo que se refiere al Sol. Además, se me antoja que el enemigo puede adoptar la práctica de sellar misiles radiactivos inofensivos para que se dispare el campo de vez en cuando. No tendría el menor valor y seria en cambio para nosotros un desgaste considerable.