Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Su actitud es cínica e inconveniente, Stuart. Es obvio que si los demás se oponen su plan fracasará.
—A menos que lo ejecute yo mismo, ¿no?
—No hará tal cosa, ¿me oye? —se apresuró Porter.
—Por supuesto que no —convino Stuart—. No presumo de héroe. Soy sólo un patriota convencional, perfectamente dispuesto a ir a cualquier planeta al que me lleven y esperar allí el fin de la guerra.
—Claro que existe un modo de sorprender a los kloros —comentó Mullen pensativamente.
Nadie le habría prestado atención si Polyorketes no hubiera reaccionado. Lo señaló con su índice rechoncho, cuya uña estaba ennegrecida, y se rió roncamente.
—¡El señor contable! Un contable que pronuncia grandes discursos, como ese maldito espía de los verdes. Adelante, señor contable. Adelante con su perorata. Que las palabras rueden como un tonel vacío. —Se volvió hacia Stuart y repitió en un tono lleno de rencor—: ¡Un tonel vacío! Un tonel vacío y con manos inservibles. Sólo sirve para hablar.
Mullen no se hizo oír hasta que Polyorketes hubo terminado, pero luego dijo, dirigiéndose a Stuart:
—Podríamos atacarlos desde el exterior. Esta sala tiene un conducto C. Estoy seguro.
—¿Qué es un conducto C? —preguntó Leblanc.
—Bien… —comenzó Mullen, y se calló, desorientado.
—Es un eufemismo, muchacho —contestó Stuart con tono burlón—. El nombre completo es «conducto para cadáveres». Nadie los menciona, pero hay un conducto C en la sala principal de toda nave. Se trata de una pequeña cámara de presión por donde se expulsan los cadáveres. Sepultura en el espacio. Mucho gesto emocionado y mucho inclinar de cabeza mientras el capitán pronuncia uno de esos discursos que irritarían a Polyorketes.
Leblanc hizo una mueca de disgusto.
—¿Usar eso para salir de la nave?
—¿Por qué no? ¿Es usted supersticioso? Continúe, Mullen.
El hombrecillo había aguardado con paciencia.
—Una vez en el exterior, se puede volver a entrar en la nave por los tubos de vapor. Se puede hacer… con suerte. Y luego habría un visitante inesperado en la sala de control.
Stuart lo miró con curiosidad.
—¿Cómo se le ocurrió? ¿Qué sabe usted de tubos de vapor?
Mullen carraspeó.
—¿Se refiere a que estoy en el negocio de las cajas de papel? Bien… —Se ruborizó, aguardó un momento y comenzó de nuevo con voz neutra—. Mi compañía, que manufactura cajas de papel de fantasía y contenedores originales, tenía hace algunos años una línea de cajas de golosinas con forma de nave espacial para los niños. Estaban diseñadas de tal modo que al tirar de un cordel se perforaban unos contenedores de presión y salían chorros de aire comprimido por los tubos de vapor, haciendo estallar la caja y desparramando los dulces. La teoría comercial era que los niños disfrutarían jugando con la nave y recogiendo las golosinas.
»En realidad fue un fracaso total. La nave rompía platos y a veces golpeaba a otro niño en el ojo. Peor aún, los niños no sólo recogían las golosinas, sino que reñían por ellas. Fue nuestro peor fracaso. Perdimos montones de dinero.
»De todos modos, mientras se diseñaban las cajas, toda la oficina se interesó por el asunto. Era como un juego, muy perjudicial para la eficacia y para la moral laboral. Durante un tiempo todos fuimos expertos en tubos de vapor. Leí varios libros sobre construcción de naves. Pero en mi tiempo libre, no en horas de trabajo.
Stuart estaba fascinado.
—Parece una idea para un vídeo de aventuras —dijo—, pero podría funcionar si tuviéramos un héroe dispuesto. ¿Lo tenemos?
—¿Qué le parece usted mismo? —se indignó Porter—. Se está mofando de nosotros con sus sarcasmos baratos, pero no se ofrece como voluntario para nada.
—Porque no soy un héroe, Porter. Lo admito. Mi propósito es conservar el pellejo, y eso de deslizarse por tubos de vapor no me parece un modo de conservarlo. Pero ustedes son nobles patriotas. Eso dice el coronel. ¿Y si lo hiciera usted, coronel? Es nuestro héroe máximo.
—¡Rayos! —exclamó Windham—. Si yo fuera más joven, y si usted tuviera manos, me complacería propinarle una buena paliza.
—No lo dudo, pero no ha respondido a mi pregunta.
—Usted sabe muy bien que a mis años y con esta pierna —arguyó, dándose una palmada en la rodilla rígida—, no estoy en condiciones de hacer nada semejante, por mucho que lo deseara.
—Ah, claro —asintió Stuart—. Y yo tengo las manos inservibles, como me ha recordado Polyorketes. Nosotros dos nos salvamos. ¿Y qué desdichadas deformidades afligen al resto?
—Escuche —se impacientó Porter—, quiero saber de qué se trata. ¿Cómo se puede descender por los tubos de vapor? ¿Y si los kloros los utilizan mientras uno de nosotros está dentro?
—Vaya, Porter, eso forma parte de la diversión. ¿No tiene espíritu deportivo?
—Pero acabaría hervido como una langosta de mar en su concha.
—Una imagen bonita, aunque inexacta. El vapor sólo duraría un par de segundos y el aislamiento del traje resistiría. Además, el chorro de vapor sale a varios cientos de kilómetros por minuto, de modo que el hombre se encontraría fuera de la nave antes de que el vapor lo calentara siquiera. De hecho, sería despedido a varios kilómetros en el espacio, con lo cual quedaría a salvo de los kloros. Claro que no podría regresar a la nave. Porter sudaba a chorros.
—No me asusta ni por un minuto, Stuart.
—¿No? ¿Entonces se ofrece a ir? ¿Ha pensado en lo que significa quedar varado en el espacio? Se encuentra uno totalmente solo. El chorro de vapor quizá le deje girando a gran velocidad, pero no lo notará. Creerá estar inmóvil, sólo que las estrellas girarán y girarán hasta parecer estrías en el cielo. No pararán nunca. Ni siquiera servirán para detenerle. Luego, su calentador se apagará, el oxígeno se le agotará y morirá usted muy despacio. Tendrá tiempo de sobra para pensar. Si tiene usted prisa, siempre puede abrirse el traje. Eso tampoco será agradable. He visto el rostro de hombres a los que se les rasgó accidentalmente el traje, y le aseguro que es bastante horrendo. Pero sería más rápido. Después…
Porter dio media vuelta y se alejó temblando.
—Otro fracaso —bromeó Stuart—. Seguimos teniendo un acto de heroísmo aguardando al mejor postor, pero aún no aparece ninguna oferta.
Polyorketes habló entonces, masticando las palabras con voz áspera:
—Siga hablando, bocazas. Siga agitando ese tonel vacío. Pronto le haremos tragar los dientes. Creo que hay alguien que estaría dispuesto, ¿eh, señor Porter?
Porter miró a Stuart en confirmación de lo cierto del comentario de Polyorketes, pero no dijo nada.
—¿Y qué dice usted, Polyorketes? —lo provocó Stuart—. El hombre de los puños y las agallas. ¿Quiere que le ayude a ponerse el traje?
—Le pediré ayuda cuando la necesite.
—¿Y usted, Leblanc? —El joven se amilanó—. ¿Ni siquiera por volver con Margaret? —Leblanc negó con la cabeza—. ¿Mullen?
—Bien…, lo intentaré.
—¿Qué?
—Que sí, que lo intentaré. A fin de cuentas, fue idea mía
Stuart estaba anonadado.
—¿Habla en serio? ¿Por qué?
Mullen frunció los labios.
—Porque nadie más lo hará.
—Pero eso no es motivo. Y menos para usted.
Mullen se encogió de hombros.
Windham dio un bastonazo en el suelo y se acercó.
—¿De veras piensa ir, Mullen?
—Sí, coronel.
—En ese caso, qué diablos, déjeme estrecharle la mano. Me cae usted simpático. Es un…, un terrícola, por todos los cielos. Hágalo y triunfe o perezca, yo seré su testigo.
Mullen se zafó torpemente del vibrante apretón del coronel.
Y Stuart se quedó como paralizado. Se hallaba en una situación inusitada. Se hallaba, de hecho, en la más rara de todas las situaciones que pudiera imaginarse.
No tenía nada que decir.
La atmósfera de tensión quedó alterada. Al abatimiento y la frustración las reemplazó el estímulo de la conspiración. Hasta Polyorketes palpaba los trajes espaciales comentando con voz ronca cuál le parecía mejor.
Mullen presentó ciertos problemas. El traje le quedaba grande aun después de haber ceñido al máximo las articulaciones ajustables. Ya sólo faltaba atornillarle el casco. Movió el cuello.
Stuart sostenía el casco con esfuerzo. Era pesado y sus manos de artiplasma no podían asirlo con vigor.
—Rásquese la nariz si le pica —dijo—. Va a ser su ultima oportunidad por un tiempo. —No añadió «quizá para siempre», aunque lo pensó.
—Tal vez sea mejor que lleve otro cilindro de oxígeno más —apuntó Mullen.
—De acuerdo.
—Con una válvula reductora.
Stuart movió la cabeza afirmativamente.
—Entiendo. Si sale despedido de la nave, podría tratar de regresar usando el cilindro como motor de reacción.
Le pusieron el casco y le sujetaron el cilindro de repuesto a la cintura. Polyorketes y Leblanc subieron a Mullen hasta la abertura del conductor C. El interior aparecía ominosamente oscuro, pues el revestimiento metálico se hallaba pintado de negro, el color del luto. Stuart creyó detectar un aroma desagradable, pero sabía que era cosa sólo de su imaginación.
Interrumpió la operación cuando Mullen estaba medio metido ya en el conducto. Golpeó el visor del hombrecillo.
—¿Me oye?
El otro asintió con la cabeza.
—¿El aire entra bien? ¿Ningún problema?
Mullen alzó el brazo en señal de aprobación.
—Recuerde, no use la radio del traje. Los kloros podrían captar las señales.
Retrocedió a regañadientes. Las manos robustas de Polyorketes bajaron a Mullen hasta que se oyó el ruido de las suelas de acero contra la válvula externa. La compuerta interna giró y se cerró con estremecedora contundencia, y el borde biselado de silicio se ajustó como con un suspiro. Echaron los cierres.
Stuart se plantó ante el interruptor que controlaba la compuerta externa. Lo movió y el medidor que indicaba la presión de aire del tubo bajó a cero. Un punto de luz roja advirtió de que la compuerta externa se hallaba abierta. Luego, la luz se apagó, la compuerta se cerró y la aguja del medidor se volvió a elevar despacio a siete kilos.
Abrieron de nuevo la compuerta interna y vieron el tubo vacío.
—¡El pequeño hijo de perra! —exclamó Polyorketes—. ¡Se fue! —Miró asombrado a los demás—. Un tío tan pequeño y con tantas agallas.
—Bien —dijo Stuart—, será mejor que nosotros nos preparemos. Existe la posibilidad de que los kloros hayan detectado la apertura y el cierre de las compuertas. En tal caso, vendrán a investigar y tendremos que encubrirlo.
—¿Cómo? —quiso saber Windham.
—No verán a Mullen. Diremos que está en el cuarto de baño. Los kloros saben que una característica de los terrícolas es que no les gustan las intrusiones en el excusado, así que no lo comprobarán. Si podemos distraerlos…
—¿Y si esperan o si revisan los trajes espaciales? —interrumpió Porter.
Stuart se encogió de hombros.
—Esperemos que no. Y escuche, Polyorketes, no arme un revuelo cuando entren.
—¿Estando ese hombre ahí fuera? —gruñó Polyorketes—. ¿Qué cree que soy? —Miró a Stuart sin hostilidad y se rascó vigorosamente el pelo rizado—. ¡Y yo que me reía de él! Pensaba que era un blando. Me da vergüenza.
Stuart carraspeó y dijo:
—Escuche, yo he estado diciendo cosas poco oportunas, ahora que lo pienso. Me gustaría aclarar que lo lamento.
Se giró malhumorado y caminó hacia su catre. Oyó pasos, sintió que le tocaban la manga y se dio la vuelta. Era Leblanc.
—No dejo de pensar en que el señor Mullen es un hombre mayor —murmuró el joven.
—Bien, no es un chiquillo. Creo que tiene cuarenta y cinco o cincuenta años.
—¿Cree usted, señor Stuart, que tendría que haber ido yo? —preguntó Leblanc—. Soy el más joven. No me gusta la idea de haber permitido que un hombre mayor fuera en mi lugar. Me hace sentir muy mal.
—Lo sé. Será horroroso si él muere.
—Pero se ofreció voluntario. Nadie lo obligó, ¿verdad?
—No trate de eludir la responsabilidad, Leblanc. No le hará sentirse mejor. Cualquiera de nosotros tenía motivos más fuertes que él para correr el riesgo.
Y Stuart se quedó pensando en silencio.
Mullen sintió que la obstrucción cedía bajo sus pies y las paredes se deslizaban con celeridad. El escape del aire lo succionaba, arrastrándolo. Clavó brazos y piernas en la pared para frenarse. Los cadáveres debían ser lanzados a gran distancia de la nave, pero él no era un cadáver…, por el momento.
Sus pies se balancearon. Oyó el sonido sordo de una bota magnética contra el casco cuando el resto de su cuerpo salió expulsado como un corcho bajo presión. Osciló peligrosamente en el borde del orificio de la nave (de pronto había cambiado de orientación y la miraba desde arriba) y retrocedió un paso mientras la tapa se cerraba sola, encajando perfectamente en el casco.
Lo abrumó una sensación de irrealidad. No era él quien estaba de píe en la superficie de una nave, no era Randolph F. Mullen. Muy pocos seres humanos podían alardear de ello, ni siquiera los que viajaban constantemente por el espacio.
Comprendió gradualmente que estaba dolorido. Salir de ese agujero, con un pie plantado en el casco, casi lo había partido en dos. Trató de moverse con cuidado y descubrió que sus movimientos eran erráticos y casi imposibles de controlar. Suponía que no se había roto nada, aunque sentía desgarrones en los músculos del costado izquierdo.
Recobró la compostura y notó que las luces de la bocamanga del traje estaban encendidas. Bajo esa luz escrutó la negrura del conducto C. Temió que los kloros vieran desde dentro los puntos gemelos de luz móvil fuera del casco. Movió el interruptor que tenía en la cintura del traje.
Mullen nunca hubiese imaginado que, de pie en una nave, no lograría ver el casco. Pero todo era oscuridad, tanto abajo como arriba. Se veían las estrellas, puntitos de luz firme, brillante y sin dimensión. Nada más en ninguna otra parte. Abajo, ni siquiera las estrellas… ¡y ni siquiera sus propios pies!
Miró hacia arriba. Sintió vértigo. Las estrellas se desplazaban despacio. Mejor dicho, estaban quietas y la nave rotaba, pero él no podía convencer de eso a sus ojos. ¡Se movían ellas! Bajó la vista y miró hacia popa. Más estrellas al otro lado. Un horizonte negro. La nave existía sólo como una zona sin estrellas.