Cuentos completos (86 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
4.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Y no lo traten con mucha suavidad —añadió—. Este zopenco pudo hacer que nos mataran a todos. ¿Y para qué?

Empujó el cuerpo, rígido a un lado y se sentó en el borde de la litera.

—¿Me oye, Polyorketes? —Los ojos del herido fulguraron. Intentó en vano alzar el brazo—. De acuerdo, pues. Escuche. No vuelva a intentar nada parecido. La próxima vez puede ser el fin para todos nosotros. Si usted hubiera sido un kloro y él un terrícola, ya estaríamos muertos. Así que métase una cosa en la mollera: lamentamos lo de su hermano y es una pena, pero fue únicamente culpa suya.

Polyorketes trató de moverse y Stuart lo contuvo. —No, siga escuchando. Tal vez ésta sea mi única oportunidad de hablarle y conseguir que me escuche. Su hermano no estaba autorizado para salir del recinto de pasajeros. No tenía a dónde ir. Se puso en medio de nuestra propia gente. Ni siquiera sabemos con certeza si lo mataron los kloros. Pudo ser uno de los nuestros.

—Oh, caramba, Stuart —objetó Windham.

Stuart se giró hacia él.

—¿Tiene pruebas de lo contrario? ¿Usted vio el disparo? ¿Pudo discernir, por lo que quedó del cuerpo, si era energía de los kloros o nuestra?

Polyorketes atinó a hablar, moviendo la lengua en un forzado y gangoso gruñido.

—Maldito canalla, defensor de bichos verdes.

—¿Yo? Sé qué está pensando, Polyorketes. Piensa que cuando pase la parálisis se desquitará propinándome una paliza. Pues bien, si lo hace, probablemente nos aíslen a todos con cortinas.

Se levantó y apoyó la espalda en la pared. Quedó así enfrente de todos ellos.

—Ninguno de ustedes conoce a los kloros como yo. Las diferencias físicas que ven no son importantes. Sí lo son las de temperamento. Ellos no comprenden nuestro modo de entender el sexo, por ejemplo. Para ellos es sólo un reflejo biológico, como el respirar. No le atribuyen importancia. Pero sí le dan importancia a los grupos sociales. Recuerden que sus ancestros evolutivos tenían mucho en común con nuestros insectos. Siempre dan por sentado que un grupo de terrícolas constituye una unidad social.

»Eso lo significa todo para ellos, aunque no sé exactamente cuál es el significado. Ningún terrícola puede entenderlo. Pero lo cierto es que nunca disgregan un grupo, así como nosotros no separamos a una madre de sus hijos si podemos evitarlo. Tal vez ahora nos estén tratando con dulzura porque suponen que nos sentimos deprimidos al haber muerto uno de los nuestros, y eso los hace sentirse culpables.

»Pero recuerden una cosa. Nos encarcelarán juntos y permaneceremos juntos mientras esto dure. No me agrada la idea. No los habría escogido como compañeros de cuarto y estoy seguro de que ustedes no me habrían escogido a mí. Pero así están las cosas. Los kloros no entenderían que estábamos juntos a bordo sólo por accidente.

»Eso significa que tendremos que aguantarnos unos a otros. Y no se trata de tonterías sobre avecillas que saben compartir el nido. ¿Qué creen que habría ocurrido si los kloros hubieran entrado antes y nos hubiesen sorprendido a Polyorketes y a mí tratando de matarnos? ¿No lo saben? Pues bien, ¿qué pensarían ustedes de una madre a la que sorprendieran tratando de matar a sus hijos?

»¿Comprenden? Nos habrían matado como a un grupo de pervertidos y monstruos. ¿Entendido? ¿Entendido, Polyorketes? ¿Capta la idea? Conque insultémonos si es preciso, pero dejemos las manos quietas. Y ahora, si no les importa, me daré un masaje en las manos; estas manos sintéticas que los kloros me dieron y que uno de mi propia especie intentó mutilar de nuevo.

Para Claude Leblanc había pasado lo peor. Se había estado sintiendo muy harto, hastiado de muchas cosas; pero hastiado sobre todo de haber tenido que abandonar la Tierra. Fue magnífico estudiar fuera de la Tierra. Resultó ser una aventura que le permitió alejarse de la madre. Se alegró de esa escapada tras el primer mes de tímida adaptación.

Y en las vacaciones estivales ya no era Claude, el timorato estudiante, sino Leblanc, viajero del espacio. Alardeaba de ello. Se sentía más hombre hablando de estrellas, de saltos en el espacio, de los hábitos y las condiciones de otros mundos; y le proporcionó coraje con Margaret. Ella lo amaba por los peligros que había afrontado…

Pero estaba enfrentándose al primer peligro real, y no lo sobrellevaba demasiado bien. Lo sabía, sentía vergüenza y lamentaba no ser como Stuart.

Aprovechó la excusa del almuerzo para abordarlo.

—Señor Stuart.

—¿Cómo se siente? —le preguntó él, lacónicamente.

Leblanc se sonrojó. Se sonrojaba fácilmente y el esfuerzo por evitarlo sólo empeoraba las cosas.

—Mucho mejor, gracias —respondió—. Es hora de comer. Le he traído su ración.

Stuart aceptó la lata que le ofrecían. Era una ración espacial corriente; sintética, concentrada, nutritiva e insatisfactoria. Se calentaba automáticamente al abrir la lata, pero se podía comer fría si era necesario. Aunque incluía un utensilio que combinaba la cuchara con el tenedor, la consistencia de la ración permitía utilizar los dedos sin ensuciarse más de la cuenta.

—¿Oyó usted mi pequeño discurso? —le preguntó Stuart.

—Sí, y quería decirle que puede contar conmigo.

—Muy bien. Ahora vaya a comer.

—¿Puedo comer aquí?

—Como guste.

Comieron un rato en silencio.

—Tiene usted mucho aplomo, señor Stuart —comentó al fin Leblanc—. Debe de ser maravilloso sentirse así.

—¿Aplomo? Gracias, pero ahí tiene usted a alguien con autentico aplomo.

Leblanc siguió sorprendido la dirección del ademán.

—¿El señor Mullen? ¿Ese hombrecillo? ¡Oh, no!

—¿No le parece seguro de sí mismo?

Leblanc negó con la cabeza. Miró fijamente a Stuart para asegurarse de que no le tomaba el pelo.

—Ese hombre es muy frío. No tiene emociones. Es como una pequeña máquina. Me resulta repulsivo. Usted es diferente, señor Stuart. Usted rebosa energía, pero se controla. Me gustaría ser así.

Como atraído por el magnetismo de una mención que no había escuchado, Mullen se reunió con ellos. Apenas había tocado su ración. La lata aún humeaba cuando se acuclilló ante ambos.

Habló con su habitual susurro furtivo:

—¿Cuánto cree que durará el viaje, señor Stuart?

—Lo ignoro, Mullen. Sin duda evitan las rutas comerciales habituales y darán más saltos que de costumbre en el hiperespacio para desorientar a los posibles perseguidores. No me sorprendería que durase una semana. ¿Por qué lo pregunta? Supongo que tendrá una razón muy lógica y muy práctica.

—Pues, sí, por cierto —asintió Mullen. Parecía impermeable a los sarcasmos—. He pensado que sería prudente racionar las raciones, por así decirlo.

—Tenemos comida y agua suficientes para un mes. Fue lo primero que investigué.

—Entiendo. En tal caso, me terminaré la lata.

Y eso hizo, manipulando delicadamente el utensilio y enjugándose los labios con el pañuelo, aunque los tenía limpios.

Polyorketes se levantó con esfuerzo un par de horas después. Se tambaleaba como víctima de una resaca alcohólica. No intentó acercarse a Stuart, pero sí habló dirigiéndose a él:

—Maldito espía de los verdes, vaya con cuidado.

—Ya oyó lo que le dije antes, Polyorketes.

—Le oí. Y también oí lo que dijo de Arístides. No me molestaré con usted, porque es sólo un saco de aire ruidoso. Pero espere, y algún día soplará usted más aire de la cuenta en la cara de alguien y le harán reventar.

—Esperaré —dijo Stuart.

Windham se aproximó cojeando y apoyándose en el bastón.

—Vamos, vamos —exhortó con una jadeante jovialidad que puso de relieve su angustia en vez de ocultarla—. Somos todos terrícolas, rayos. Tenemos que recordarlo. Debe ser nuestra luz inspiradora. No perdamos el temple ante esos malditos kloros. Tenemos que olvidar las rencillas personales y recordar que somos terrícolas unidos contra monstruos alienígenas.

Stuart hizo un comentario irreproducible.

Porter se hallaba detrás de Windham. Había estado hablando en privado durante una hora con el coronel calvo, y exclamó con indignación:

—Deje de hacerse el listo, Stuart, y escuche al coronel. Hemos estado analizando la situación.

Se había lavado la grasa de la cara, tenía humedecido el cabello y se lo había echado hacia atrás. Aun así, conservaba el tic en la comisura de la boca, y sus manos verrugosas no parecían más atractivas.

—De acuerdo, coronel —accedió Stuart—. ¿Qué tiene pensado hacer?

—Preferiría que todos los hombres estuviesen juntos —declaró Windham.

—De acuerdo, llámelos.

Leblanc se acercó deprisa; Mullen, con mayor lentitud.

—¿Quiere también a ese sujeto? —preguntó Stuart, señalando a Polyorketes con la cabeza.

—Vaya, pues sí. Señor Polyorketes, ¿puede usted acercarse?

—Bah, déjeme en paz.

—Continúe —le instó Stuart—, déjelo en paz. Yo no lo quiero aquí.

—No, no —se empeñó Windham—. Esto es para todos los terrícolas. Señor Polyorketes, le necesitamos.

Polyorketes rodó hasta el borde del catre.

—Estoy a suficiente distancia para oírle.

—¿Los kloros tendrán micrófonos en esta habitación? —le preguntó Windham a Stuart.

—No. ¿Para qué?

—¿Está seguro?

—Claro que estoy seguro. No sabían que Polyorketes me hubiera atacado. Oyeron el alboroto cuando la nave se puso a traquetear.

—Tal vez querían hacernos creer que no hay micrófonos en la habitación.

—Escuche, coronel, nunca he sabido de un kloro que mintiera a propósito…

—Ese bocazas ama a los kloros —dijo Polyorketes con calma.

—No empecemos con eso —medió Windham—. Mire, Stuart. Porter y yo hemos hablado del asunto y pensamos que usted conoce a los kloros lo bastante como para pensar en un modo de regresar a la Tierra.

—Pues se equivocan. No se me ocurre ningún modo.

—Tal vez haya alguna manera de arrebatarles la nave a esos canallas verdes —sugirió Windham—. Alguna debilidad que tengan. ¡Rayos, usted sabe a qué me refiero!

—Dígame, coronel, ¿qué le preocupa? ¿Su pellejo, o el bienestar de la Tierra?

—Me ofende esa pregunta. Aunque me interesa mi propia vida, como a cualquiera, pienso ante todo en la Tierra, ¿se entera usted? Y creo que eso vale para todos nosotros.

—En efecto —declaró Porter.

Leblanc parecía angustiado; Polyorketes, amargado. Mullen no tenía ninguna expresión.

—De acuerdo —aceptó Stuart—. Desde luego, no creo que podamos tomar la nave. Ellos están armados y nosotros no. Pero hay una cosa. Usted sabe por qué los kloros se hicieron con la nave intacta: porque necesitan naves. Son mejores químicos que los terrícolas, pero los terrícolas son mejores ingenieros astronáuticos. Tenemos naves de mayor tamaño y mejores, y en mayor cantidad. En realidad, si nuestra tripulación hubiera respetado los axiomas militares, habría hecho estallar la nave en cuanto los kloros se dispusieron a abordarla.

—¿Matando a los pasajeros? —preguntó Leblanc, horrorizado.

—¿Por qué no? Ya han oído las palabras del coronel. Cada uno de nosotros piensa más en los intereses de la Tierra que en su mezquina vida. ¿De qué le servimos a la Tierra con vida? De nada. ¿Cuánto daño causará esta nave en manos de los kloros? Muchísimo, probablemente.

—¿Por qué se negaron nuestros hombres a hacer estallar la nave? —Quiso saber Mullen—. Debían de tener una razón.

—La tenían. Es tradición de los militares terrícolas que nunca debe haber una proporción desfavorable de bajas. Si nos hubieran hecho estallar, habrían muerto veinte combatientes y siete civiles de la Tierra, con un total de cero bajas por parte del enemigo. Entonces, ¿qué? Les dejamos que nos asalten, matamos a veintiocho, pues estoy seguro de que hemos liquidado por lo menos a esa cantidad, y permitimos que se queden con la nave.

—Bla, bla, bla —se mofó Polyorketes.

—Esto tiene una moraleja —prosiguió Stuart—. No podemos quitarles la nave a los kloros, pero podríamos distraerlos y mantenerlos ocupados el tiempo suficiente para que uno de nosotros establezca un cortocircuito en los motores.

—¿Qué? —aulló Porter, y Windham, asustado, le hizo callar.

—Un cortocircuito —repitió Stuart—. Eso destruiría la nave, que es lo que todos deseamos, ¿no es cierto?

Los labios de Leblanc estaban blancos cuando musitó:

—No creo que eso funcionara.

—No lo sabremos si no lo intentamos. ¿Y qué podemos perder en el intento?

—¡La vida, demonios! —bramó Porter—. ¡Loco chiflado, ha perdido el juicio!

—Si estoy chiflado —replicó Stuart— y además loco, es una obviedad añadir que he perdido el juicio. Pero recuerden que si perdemos la vida, lo cual es muy probable, no perdemos nada valioso para la Tierra, mientras que al destruir la nave, lo cual también es probable, beneficiamos muchísimo a nuestro planeta. ¿Qué patriota vacilaría? ¿Quién antepondría su persona a su propio mundo? —Miró en torno—. Usted no, por supuesto, coronel Windham.

Éste carraspeó.

—Amigo mío, no se trata de eso. Debe de haber un modo de rescatar la nave sin perder la vida, ¿o no?

—Bien, dígalo usted.

—Pensemos todos en ello. Sólo hay dos kloros a bordo. Si uno de nosotros pudiera atacarlos…

—¿Cómo? El resto de la nave está llena de cloro. Tendríamos que usar un traje espacial. La gravedad de su sector de la nave está sintonizada en el nivel de su planeta, así que a quien le toque la china tendría que moverse asegurando sus pasos, con pesadez y lentitud. Oh, claro que podría atacarlos, igual que una mofeta que intentara moverse furtivamente a favor del viento.

—Entonces, desistiremos —se atrevió Porter, con voz trémula—. Escuche, Windham, no vamos a destruir la nave. Mi vida significa mucho para mí y, si alguno de ustedes intenta semejante cosa, avisaré a los kloros. Hablo en serio.

—Bueno —resumió Stuart—, nuestro héroe número uno.

—Yo deseo regresar a la Tierra —manifestó Leblanc—, pero…

Mullen lo interrumpió:

—No creo que nuestras probabilidades de destruir la nave sean buenas a menos que…

—Héroes dos y tres. ¿Qué dice usted, Polyorketes? Tendría la oportunidad de matar dos kloros.

—Quiero matarlos con mis manos —gruñó el granjero, agitando los puños—. En su planeta los mataré a docenas.

—Una promesa interesante y un poco arriesgada. ¿Y usted, coronel? ¿No quiere marchar conmigo hacia la muerte y la gloria?

Other books

Ashwalk Pilgrim by AB Bradley
A Distant Tomorrow by Bertrice Small
Carousel by J. Robert Janes
Feel Again by Fallon Sousa
The Supreme Gift by Paulo Coelho