Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Captó un movimiento con el rabillo del ojo. Tan rápidamente como se lo permitió el pesado traje, dio media vuelta y lanzó un grito. El kloro que él consideraba muerto se ponía de pie.
Estaba ciego. La destrucción del cuello lo había privado de su equipo sensorial, y la asfixia parcial lo había desquiciado. Pero el cerebro permanecía sano y entero en el abdomen. Aún vivía.
Mullen reculó. Dio vueltas, procurando torpe e infructuosamente caminar de puntillas, aunque sabía que su enemigo estaba sordo. El kloro tropezó, chocó con una pared, la palpó y empezó a deslizarse a lo largo.
Mullen buscó desesperadamente un arma y no la encontró. El kloro tenía una en la funda, pero Mullen no se atrevía a acercarse. ¿Por qué no se la había arrebatado antes? ¡Tonto!
La puerta de la sala de control se abrió, casi sin ruido. Mullen se volvió temblando.
Entró el otro kloro, intacto, entero. Se quedó en la puerta un instante, con los zarcillos del pecho rígidos e inmóviles y el delgado cuello tendido hacia delante; sus horribles ojos miraron a Mullen y al camarada moribundo.
Se echó la mano al costado.
Mullen, sin pensarlo, se movió por puro reflejo. Estiró la manguera del cilindro de oxígeno libre, que llevaba en el traje cuando entró en la sala, y abrió la válvula. No se molestó en reducir la presión. Soltó un chorro que casi lo tumbó a él en la dirección contraria.
Pudo ver la corriente de oxígeno, una bocanada clara que ondulaba en medio del verdor del cloro. Sorprendió al alienígena con una mano sobre la funda del arma.
El kloro alzó las manos, abrió alarmado, pero sin emitir sonido alguno, el pequeño pico del nódulo que tenía por cabeza, se tambaleó, cayó al suelo, se contorsionó un instante y se quedó tieso. Mullen se aproximó y roció el cuerpo con oxígeno, como si extinguiera un incendio. Luego, levantó el pesado pie y le aplastó el cuello contra el suelo.
Se volvió hacia el primero. Estaba despatarrado, yerto.
La sala tenía un tono claro gracias al oxígeno expandido, suficiente para matar legiones enteras de kloros. El cilindro se encontraba vacío.
Mullen pasó por encima del kloro muerto, salió de la sala de control y se dirigió por el corredor principal hacia la habitación de los prisioneros.
Y al fin tuvo una reacción: se puso a gemir, presa de un miedo ciego e incoherente.
Stuart estaba cansado. Aun con manos postizas se encontraba de nuevo controlando los mandos de una nave. Dos cruceros livianos de la Tierra iban en camino. Durante más de veinticuatro horas se había hecho cargo de la nave casi a solas. Desechó el equipo de cloración, reinstaló los generadores de atmósfera, localizó la posición de la nave en el espacio, trazó un rumbo y envió señales codificadas, que obtuvieron respuesta.
Así que se sintió un poco molesto cuando se abrió la puerta de la sala de control. Estaba demasiado cansado para charlar. Se volvió y vio que era Mullen.
—¡Por amor de Dios, vuelva a la cama, Mullen!
—Estoy harto de dormir, aunque no hace mucho nunca hubiera creído que llegaría a estarlo.
—¿Cómo se siente?
—Tengo todo el cuerpo anquilosado. Especialmente el costado.
Con una mueca de dolor, miró involuntariamente en torno.
—No busque a los kloros —dijo Stuart—. Nos deshicimos de esos pobres diablos. —Sacudió la cabeza—. Me dio pena. Como es lógico, ellos creen que son los seres humanos y que somos nosotros los alienígenas. Aunque, por supuesto, eso no quiere decir que yo hubiera preferido que le mataran a usted, ya me entiende.
—Lo entiendo.
Stuart miró de soslayo al hombrecillo, que contemplaba el mapa de la Tierra.
—Le debo una disculpa personal, Mullen. Yo no le tenía en gran estima.
—Estaba usted en su derecho —le contestó Mullen en su tono desabrido, despojado de toda emoción.
—No, no lo estaba. Nadie tiene el derecho de despreciar a otros. Es un derecho que se gana laboriosamente al cabo de una larga experiencia.
—¿Ha estado pensando en ello?
—Sí, todo el día. Tal vez no sepa explicarlo. Es por culpa de mis manos. —Las extendió delante de sí—. Me exasperaba que los demás tuvieran manos propias. Los odiaba por eso. Siempre tenía que esforzarme por investigar y desdeñar sus motivaciones, señalar sus defectos, exponer sus flaquezas. Hacía cualquier cosa para demostrarme que no merecían mi envidia.
Mullen se sintió incómodo.
—Esta explicación no es necesaria.
—Lo es. ¡Claro que lo es! —Stuart examinó sus pensamientos, esforzándose por expresarlos con palabras—. Durante años he abandonado toda esperanza de hallar decencia en los seres humanos. Pero usted se metió en el conducto C.
—Tenga en cuenta que yo estaba motivado por consideraciones prácticas y egoístas. No voy a permitir que me describa como a un héroe.
—No era ésa mi intención. Sé que usted no haría nada sin un motivo. Pero su acto influyó en los demás. Transformó a un puñado de impostores y de necios en personas decentes. Y no por arte de magia. Eran decentes, pero necesitaban un ejemplo y usted se lo brindó. Y yo soy uno de ellos. Tendré que seguir su ejemplo yo también. Probablemente durante el resto de mi vida.
Mullen se volvió de espaldas, un tanto molesto. Se alisó las mangas, que no estaban arrugadas, y apoyó un dedo en el mapa.
—Nací en Richmond, Virginia —dijo—. Aquí está. Es el primer sitio adonde iré. ¿Dónde nació usted?
—En Toronto.
—Eso está aquí. No muy lejos en el mapa, ¿verdad?
—¿Me diría una cosa?
—Sí puedo, sí.
—¿Por qué lo hizo?
Mullen frunció la boca.
—¿Y mi motivo prosaico no estropeará el efecto ejemplar? —observó en un tono seco.
—Llámelo curiosidad intelectual. Cada uno de nosotros tenía motivos obvios. Porter estaba espantado de que lo encerraran, Leblanc quería regresar con su novia, Polyorketes quería matar kloros y Windham se veía como un patriota. En cuanto a mí, me consideraba un noble idealista, me temo. Pero en ninguno de nosotros la motivación fue tan fuerte como para inducirnos a ponernos el traje y entrar en el conducto C. ¿Qué fue, entonces, lo que le indujo a usted a hacerlo; a usted, precisamente?
—¿Por qué ese énfasis en que a mí «precisamente»?
—No se ofenda, pero parece una persona desprovista de toda emoción.
—¿De veras? —La voz de Mullen no se alteró, se mantuvo en el mismo tono bajo y preciso, pero algo tensa—. Eso es sólo entrenamiento y autodisciplina, Stuart, no es natural. Un hombre menudo no puede tener emociones respetables. ¿Hay algo más ridículo que un hombrecillo como yo embargado por la furia? Mido un poco más de uno cincuenta y peso cincuenta y cinco kilos.
»¿Puedo ser engreído? ¿Soberbio? ¿Erguirme cuan alto soy sin provocar hilaridad? ¿Dónde hallar una mujer que no me desdeñe al instante con una risita? Naturalmente, tuve que aprender a despojarme de toda manifestación externa de emoción.
»Habla usted de deformidades. Nadie repararía en sus manos ni sabría que son diferentes si usted no se empeñara en hablar de ellas en cuanto conoce a la gente. ¿Cree que los veinte centímetros de altura que me faltan se pueden ocultar? ¿No es lo primero y en la mayoría de los casos lo único de mí que notará una persona?
Stuart se sentía avergonzado. Había invadido una intimidad en la que no le correspondía inmiscuirse.
—Lo lamento.
—¿Por qué?
—No debí obligarle a hablar de esto. Debí haber visto por mí mismo que usted…, que usted…
—¿Que yo qué? ¿Que trataba de demostrar algo? ¿Que trataba de demostrar que mi cuerpo menudo escondía un corazón de gigante?
—Yo no lo habría expresado con tono burlón.
—¿Por qué no? Es una idea necia y no fue el motivo por el que hice lo que hice. ¿Qué hubiera logrado con eso? ¿Acaso ahora me llevarán a la Tierra, me plantarán ante las cámaras de televisión (bajándolas, por supuesto, para enfocarme el rostro, o poniéndome de pie en una silla) y me prenderán medallas en el pecho?
—Es muy probable que lo hagan.
—¿Y de qué me servirá? Dirán: «Vaya, y eso que es una birria de tío.» Y después ¿qué? ¿Le diré a cada persona que conozca que soy ese fulano al que condecoraron el mes pasado por su increíble valor? ¿Cuántas medallas cree usted que se necesitan, señor Stuart, para sumarme veinte centímetros, y por lo menos, veinticinco kilos más? —Dicho así, comprendo a qué se refiere.
Mullen estaba hablando ya más deprisa, con un acaloramiento controlado que saturaba sus palabras, llevándolas a la temperatura ambiente.
—Había días en que pensaba que ya les demostraría algo a ellos, a ese misterioso «ellos» que incluye a todo el mundo. Abandonaría la Tierra y conquistaría otros mundos. Sería un nuevo y más bajito aún Napoleón. Así que dejé la Tierra y me fui a Arcturus. ¿Y qué podía hacer en Arcturus que no hubiera hecho en la Tierra? Nada. Llevo libros contables. De modo que he superado esa vanidad, señor Stuart, de tratar de erguirme de puntillas.
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
—Dejé la Tierra a los veintiocho años y llegué al sistema arcturiano. He vivido allí desde entonces. Este viaje era mi primer período de vacaciones, mi primera visita a la Tierra después de tanto tiempo. Iba a quedarme en la Tierra seis meses. En cambio, los kloros nos capturaron y nos habrían encerrado por tiempo indefinido. Y no podía consentir que me dejaran sin viajar a la Tierra. Fuera cual fuese el riesgo, tenía que impedir que se entrometieran. No fue amor por una mujer ni miedo ni odio ni idealismo; fue algo más fuerte que cualquiera de esas cosas.
Hizo una pausa y extendió una mano como para acariciar el mapa.
—Señor Stuart —añadió en voz baja—, ¿alguna vez echó de menos su hogar?
“In a Good Cause”
En la Gran Plaza, que ofrece un remanso de paz entre los bulliciosos setenta mil kilómetros cuadrados consagrados a los imponentes edificios donde late el pulso de los Mundos Unidos de la Galaxia, se yergue una estatua.
Ocupa un lugar desde el cual puede mirar a las estrellas por la noche. Hay otras estatuas alrededor de la plaza, pero ésta se levanta en el centro y en solitario.
No es una estatua muy buena. El rostro es demasiado noble y carece de arrugas que le den vida. La frente es demasiado alta, la nariz demasiado simétrica y el atuendo demasiado atildado. El porte rezuma santidad y no resulta creíble. Uno supone que el hombre de la vida real pondría mala cara de vez en cuando o tendría hipo en alguna ocasión, pero la estatua se empeña en proclamar que tales imperfecciones eran imposibles.
Se trata de un comprensible exceso de compensación. Al hombre no se le levantó ninguna estatua mientras vivía, y las generaciones posteriores, con la ventaja de la retrospección, se sintieron culpables.
El nombre inscrito en el pedestal es «Richard Sayama Altmayer». Debajo hay una frase breve y tres fechas dispuestas verticalmente. La frase reza: «En una buena causa no hay fracasos.» Las tres fechas son: 17 de junio de 2755, 5 de septiembre de 2788 y 21 de diciembre de 2800. Los años se cuentan al estilo habitual de la época, es decir, a partir de la fecha de la primera explosión atómica del año 1945 de la era antigua.
Ninguna de esas fechas representa su nacimiento ni su muerte. No conmemoran una boda ni una gran hazaña, ni nada que los habitantes de los Mundos Unidos puedan recordar con placer y orgullo. Constituyen, en cambio, la expresión final de un sentimiento de culpa.
Aluden, sencillamente, a las tres fechas en las cuales a Richard Sayama Altmayer lo encarcelaron por sus opiniones.
17 de junio de 2755
A sus veintidós años, Dick Altmayer era plenamente capaz de enfurecerse. Seguía teniendo el cabello de color castaño oscuro y aún no lucía el bigote que en años posteriores resultaría tan característico en él. Tenía ya, por supuesto, esa nariz fina y de puente alto, pero los contornos del rostro eran juveniles. Sólo después las mejillas, cada vez más enjutas convertirían la nariz en el hito prominente que está ahora en la mente de billones de escolares.
Geoffrey Stock estaba de pie en la puerta, mirando los resultados de la furia de su amigo. Ya tenía ese rostro redondo y frío y los ojos firmes, pero aún no se había puesto el primero de los uniformes militares que lo cubrirían durante el resto de su vida.
—¡Gran galaxia! —exclamó.
—Hola, Jeff —lo saludó Altmayer.
—¿Qué ha sucedido, Dick? Creía que tus principios te prohibían todo tipo de destrucción. Pero ese libro-pantalla parece bastante destruido.
Recogió los fragmentos.
—Tenía el aparato en la mano cuando mi receptor de ondas emitió un mensaje oficial —le explicó Altmayer—. Y tú sabes cuál es.
—Lo sé. Lo mismo me ocurrió a mí. ¿Dónde está?
—En el suelo. Lo arranqué de la bobina en cuanto escupió el mensaje. Espera, lo arrojaremos al incinerador atómico.
—Oye, oye. No puedes…
—¿Por qué no?
—Porque no lograrás nada. Tendrás que presentarte.
—¿Y por qué?…
—No seas tonto, Dick…
—¡Santo Espacio, es una cuestión de principios!
—¡Demonios! No puedes luchar contra el planeta entero.
—No me propongo luchar contra el planeta entero, sólo contra los
pocos que nos meten en guerras…
Stock se encogió de hombros.
—Eso significa el planeta entero. Tu perorata acerca de los líderes, que engatusan inocentes para mandarlos a luchar, es puro polvo estelar. ¿Crees que si se resolviera por votación la gente no votaría abrumadoradamente a favor de esta guerra?
—Eso no significa nada, Jeff. El Gobierno controla…
—Los órganos de propaganda. Sí, lo sé. Ya te lo he oído a menudo. Pero, ¿por qué no presentarse?
Altmayer le dio la espalda.
—Ante todo —agregó Stock—, no aprobarías el examen físico.
—Lo aprobaría. He estado en el espacio.
—Eso no significa nada. Que los médicos te dejen subirte a una nave de línea significa tan sólo que no tienes un soplo cardíaco ni un aneurisma. Para el servicio militar a bordo de una nave espacial necesitas mucho más. ¿Cómo sabes que te aprobarían?
—Esa cuestión es secundaria, Jeff, y además es insultante que la menciones. No es que tenga miedo de luchar.
—¿Crees que así detendrás la guerra?
—Ojalá pudiera. —Le tembló la voz al decirlo—. Pero sostengo la idea de que toda la humanidad debería constituir una sola unidad. No tendría que haber guerras ni flotas espaciales armadas únicamente con fines destructivos. La galaxia está abierta a todo esfuerzo mancomunado de la raza humana. En cambio, nos hemos dividido en facciones durante casi dos mil años y hemos desdeñado toda la galaxia.