Cuentos completos (97 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Dijo:

—Supongo que tengo su palabra al respecto.

No actuó como si pensara que yo estaba siendo sarcástico.

—La tiene.

—No —repetí.

—Si insiste usted en seguir diciendo no, lo haremos a nuestra manera. Yo mismo desconectaré los motores, sólo que desconectaré los cincuenta y uno. Todos ellos.

—No es fácil desconectar motores positrónicos, señor Gellhorn. ¿Es usted un experto en robótica? Aunque lo sea, sepa que esos motores han sido modificados por mí.

—Sé eso, Jake. Y para ser sincero, no soy un experto. Puede que estropee algunos motores intentando sacarlos. Es por eso por lo que tendré que trabajar sobre todos los cincuenta y uno si usted no coopera. Entienda, puede que me quede sólo con veinticinco una vez haya terminado. Los primeros que saque probablemente serán los que más sufran. Hasta que le coja la mano, ¿entiende? Y si tengo que hacerlo por mí mismo, creo que voy a poner a Sally como la primera de la lista.

—No puedo creer que esté hablando usted en serio, señor Gellhorn.

—Completamente en serio, Jake —dijo. Permitió que sus palabras fueran rezumando en mi interior—. Si desea ayudar, puede quedarse con Sally. De otro modo, lo más probable es que ella resulte seriamente dañada. Lo siento.

—Iré con usted —dije—, pero voy a hacerle otra advertencia. Va a verse metido en serios problemas, señor Gellhorn.

Consideró aquello como muy divertido. Estaba riendo muy suavemente mientras bajábamos juntos la escalera.

Había un automatobús aguardando fuera, en el sendero que conducía a los apartamentos del garaje. Las sombras de tres hombres se alzaban a su lado, y los haces de sus linternas se encendieron cuando nos acercamos.

—Tengo al tipo —dijo Gellhorn en voz baja——. Vamos. Subid el camión hasta arriba y empecemos.

Uno de los otros se metió en la cabina del vehículo, y tecleó las instrucciones adecuadas en el panel de control. Avanzamos sendero arriba, con el bus siguiéndonos sumisamente.

—No podrá entrar en el garaje —dije—. La puerta no lo admitirá. No tenemos buses aquí. Sólo coches particulares.

—De acuerdo —dijo Gellhorn—. Llevadlo sobre la hierba y mantenedlo fuera de la vista.

Pude oír el zumbido de los coches cuando nos hallábamos aún a diez metros del garaje.

Normalmente se tranquilizaban cuando yo entraba en el garaje. Esta vez no lo hicieron. Creo que sabían que había desconocidos conmigo, y cuando los rostros de Gellhorn y los demás se hicieron visibles su ruido aumentó. Cada motor era un suave retumbar, y todos tosían irregularmente, hasta el punto de que todo el lugar vibraba.

Las luces se encendieron automáticamente cuando entramos. Gellhorn no parecía preocupado por el ruido de los coches, pero los tres hombres que iban con él parecieron sorprendidos e incómodos. Todos ellos tenían aspecto de malhechores a sueldo, un aspecto que no era el conjunto de unos rasgos físicos sino más bien una especie de cautela en la mirada y una intimidación en su rostro. Conocía el tipo, y no me sentía preocupado.

Uno de ellos dijo:

—Maldita sea, están quemando gasolina.

—Mis coches siempre lo hacen —respondí rígidamente.

—No esta noche —dijo Gellhorn—. Apáguelos.

—Eso no es tan fácil, señor Gellhorn —dije.

—¡Hágalo! —gritó.

Me quedé plantado allí. Tenía su pistola de puño apuntada directamente hacia mí. Dije:

—Ya le he explicado, señor Gellhorn, que mis coches han sido bien tratados desde que llegaron a la Granja. Están acostumbrados a ser tratados de esa forma, y se resienten ante cualquier otra actitud.

—Tiene usted un minuto —dijo—. Guarde sus conferencias para otra ocasión.

—Estoy intentando explicarle algo. Estoy intentando explicarle que mis coches comprenden lo que yo les digo. Un motor positrónico aprende a hacerlo, con tiempo y paciencia. Mis coches han aprendido. Sally comprendió sus proposiciones hace dos días. Recordará usted que se echó a reír cuando le pedí su opinión. Sabe también lo que usted le hizo a ella y a los dos sedanes a los que apartó de aquella forma. Y los demás saben qué hacer respecto a los intrusos en general.

—Mire, viejo chiflado…

—Todo lo que yo tengo que decir es… —Alcé mi voz—: ¡Cogedlos!

Uno de los hombres se puso pálido y chilló, pero su voz se vio completamente ahogada por el sonido de cincuenta y una bocinas resonando a la vez. Mantuvieron su intensidad de sonido, y dentro de las cuatro paredes del garaje los ecos se convirtieron en una loca llamada metálica. Dos coches avanzaron, sin apresurarse, pero sin error posible respecto a su blanco. Otros dos coches se colocaron en línea con los dos primeros. Todos los coches estaban agitándose en sus compartimientos separados.

Los malhechores miraron a su alrededor, luego retrocedieron.

—¡No se coloquen contra las paredes! —grité.

Aparentemente, aquel había sido su primer pensamiento instintivo. Echaron a correr alocados hacia la puerta del garaje.

En la puerta, uno de los hombres de Gellhorn se volvió y sacó una pistola de puño. El proyectil aguja dejó tras de sí un delgado resplandor azul mientras avanzaba hacia el primer coche. El coche era Giuseppe.

Una delgada línea de pintura saltó de la capota de Giuseppe, y la mitad derecha de su parabrisas se cuarteó y se cubrió de líneas blancas, pero no llegó a romperse totalmente.

Los hombres estaban al otro lado de la puerta, corriendo, y los coches se lanzaron a la noche en grupos de a dos tras ellos, haciendo chirriar sus neumáticos sobre la grava y llamando con sus bocinas a la carga.

Sujeté con mi mano el codo de Gellhorn, pero no creo que pudiera moverse de todos modos. Sus labios estaban temblando.

—Por eso no necesito verjas electrificadas ni guardias —dije—. Mi propiedad se protege a sí misma.

Los ojos de Gellhorn iban fascinados de un lado a otro, siguiendo a los coches que zumbaban en parejas.

—¡Son asesinos!

—No sea estúpido. No van a matar a sus hombres.

—¡Son asesinos!

—Simplemente van a darles una lección. Mis coches han sido entrenados especialmente en persecuciones a través del campo para una ocasión como ésta; creo que para sus hombres eso va a ser algo mucho peor que una muerte rápida. ¿Ha sido perseguido usted alguna vez por un automatóvil?

Gellhorn no respondió.

Proseguí. No deseaba que él se perdiera nada de todo aquello.

—Serán como sombras que no van a ir más rápidas que sus hombres, persiguiéndoles por aquí, bloqueando su paso por allá, cegándoles, lanzándose contra ellos, esquivándoles en el último minuto con un chirrido de los frenos y un rugido del motor. Y seguirán con eso hasta que sus hombres caigan, sin aliento y medio muertos, resignados a que las ruedas pasen por encima de ellos y aplasten todos sus huesos. Los coches no van a hacer eso. Entonces se darán la vuelta. Puede apostar, sin embargo, a que sus hombres jamás volverán aquí en toda su vida. Ni por todo el dinero que usted o diez como usted puedan ofrecerles. Escuche…

Apreté más fuerte su codo. Tendió el oído.

—¿No oye resonar las portezuelas de los coches? —pregunté.

Era un ruido débil y distante, pero inconfundible.

—Están riéndose —dije—. Están disfrutando con esto.

Su rostro se contorsionó, rabioso. Alzó su mano. Seguía sujetando su pistola de puño.

—Yo de usted no lo haría —le advertí——. Un automatocoche sigue aún con nosotros.

No creo que se hubiera dado cuenta de la presencia de Sally hasta entonces. Había acudido tan silenciosamente. Aunque su guardabarros delantero derecho casi me rozaba, apenas oía su motor. Debía de haber estado conteniendo el aliento.

Gellhorn gritó.

—No va a tocarle, mientras yo esté con usted. Pero si me mata… Ya sabe, usted no le gusta nada a Sally.

Gellhorn volvió la pistola en dirección a Sally.

—Su motor es blindado —dije—, y antes de que pueda presionar su pistola una segunda vez, ella estará sobre usted.

—De acuerdo —exclamó, y bruscamente dobló mi brazo violentamente tras mi espalda y lo retorció de tal forma que a duras penas pude resistirlo. Me sujetó manteniéndome entre Sally y él, y su presión no se aflojó—. Retroceda conmigo y no intente soltarse, viejo chiflado, o le arrancaré el brazo de su articulación.

Tuve que moverme. Sally avanzó junto a nosotros, preocupada, insegura acerca de lo que debía hacer. Intenté decirle algo y no pude. Sólo podía encajar los dientes y gemir.

El automatobús de Gellhorn estaba todavía aguardando fuera del garaje. Me obligó a entrar en él. Gellhorn saltó detrás de mí y cerró las puertas.

—Muy bien —dijo—. Ahora hablemos juiciosamente.

Yo estaba frotándome el brazo, intentando devolverlo a la vida, mientras estudiaba automáticamente y sin ningún esfuerzo consciente el tablero de control del bus.

—Es un vehículo restaurado —observé.

—¿Ah, sí? —dijo, cáustico—. Es una muestra de mi trabajo. Recogí un chasis desechado, encontré un cerebro que podía utilizar, y me monté un bus particular. ¿Qué hay con ello?

Tiré del panel de reparaciones y lo eché a un lado.

—¿Qué demonios? —exclamó—. Apártese de ahí.

El filo de su mano descendió paralizadoramente sobre mi hombro izquierdo. Me debatí.

—No deseo hacerle ningún daño a este bus. ¿Qué clase de persona cree que soy? Solamente quería echarle una mirada a algunas de las conexiones del motor.

No necesité examinarlas detenidamente. Estaba hirviendo de furia cuando me volví hacia él.

—Es usted un maldito hijoputa —dije—. No tenía derecho a instalar usted mismo este motor. ¿Por qué no se buscó a un robotista?

—¿Cree que estoy loco? —preguntó.

—Aunque fuera un motor robado, no tenía usted derecho a tratarlo así. Yo jamás trataría a un hombre de la forma en que ha tratado usted a ese motor. ¡Soldadura, cinta y pinzas cocodrilo! ¡Es brutal!

—Funciona, ¿no?

—Por supuesto que funciona, pero tiene que ser un infierno para él. Usted puede vivir con dolores de cabeza crónicos y artritis aguda, pero no será algo que pueda llamarse vivir. Este vehículo está sufriendo.

—¡Cállese! —Por un momento miró a través de la ventanilla a Sally, que había avanzado hasta tan cerca del bus como había podido. Se aseguró de que portezuelas y ventanillas estaban cerradas—. Ahora vamos a salir de aquí, antes de que vuelvan los otros coches —dijo—. Y nos mantendremos alejados un cierto tiempo.

—¿Cree que eso va a servirle de mucho?

—Sus coches agotarán el combustible algún día, ¿no? Supongo que no los habrá transformado usted hasta el punto que puedan reabastecerse por sí mismos. Entonces volveremos y terminaremos el trabajo.

—Me buscarán —dije—. La señora Hester llamará a la policía.

Ya no se podía razonar con él. Se limitó a conectar el motor del bus. Se puso en marcha bruscamente. Sally lo siguió.

Gellhorn lanzó una risita.

—¿Qué puede hacer mientras esté usted aquí conmigo?

Sally también parecía ser consciente de aquello. Aceleró, nos adelantó y desapareció. Gellhorn abrió la ventanilla contigua a él y escupió por la abertura.

El bus avanzaba traqueteante por la oscura carretera, con su motor rateando irregularmente. Gellhorn redujo el alumbrado periférico hasta que solamente la banda fosforescente verde en centro de la carretera, brillante a la luz de la luna, nos mantenía alejados de los árboles. No había virtualmente ningún tráfico. Dos coches nos cruzaron yendo en la otra dirección, y no había nadie en nuestro lado de la carretera, ni delante ni detrás.

Yo fui el primero en oír el golpetear de las portezuelas. Seco y cortante en medio del silencio, primero a la derecha, luego a la izquierda. Las manos de Gellhorn se estremecieron mientras tecleaba rápidamente, ordenando mayor velocidad. Un haz de luz brotó de entre un grupo de árboles y nos cegó, otro haz nos ensartó desde atrás, al otro lado de una protección metálica en la otra parte de la carretera. En un cruce, a cuatrocientos metros al frente, hubo un fuerte chirriar cuando un coche se cruzó en nuestro camino.

—Sally fue a buscar a los demás —dije—. Creo que está usted rodeado.

—¿Y qué? ¿Qué es lo que pueden hacer?

Se inclinó sobre los controles y miró a través del parabrisas.

—Y usted no intente hacer nada, viejo chiflado —murmuró.

No podía. Me sentía agotado hasta la médula. Mi brazo izquierdo ardía. Los sonidos de motores se hicieron más fuertes y cercanos. Pude oír que los motores rateaban de una forma extrañamente curiosa; de pronto tuve la impresión de que mis coches estaban hablando entre sí.

Una cacofonía de bocinas brotó desde atrás. Me volví, y Gellhorn miró rápidamente por el retrovisor. Una docena de coches estaban siguiéndonos sobre los dos carriles.

Gellhorn lanzó una exclamación y una loca risotada.

—¡Pare! ¡Pare el vehículo! —grité.

Porque a menos de quinientos metros delante de nosotros, claramente visible a la luz de los faros de dos sedanes en la cuneta, estaba Sally, con su esbelta carrocería atravesada en medio de la carretera. Dos coches surgieron del arcén del otro lado a nuestra izquierda, manteniendo una perfecta sincronización con nuestra velocidad e impidiendo a Gellhorn salirse de su carril.

Pero él no tenía intención de salirse de su carril. Pulsó el botón de adelante a toda velocidad, y lo mantuvo fuertemente apretado.

—No va a engañarme con ese truco —dijo—. Este bus pesa cinco veces más que ella, viejo chalado, de modo que simplemente vamos a echarla fuera de la carretera como un gatito muerto.

Sabía que podía hacerlo. El bus estaba en manual, y el dedo de Gellhorn apretaba fuertemente el botón. Sabía que iba a hacerlo.

Bajé la ventanilla, y asomé la cabeza.

—¡Sally! —grité— ¡Sal del camino! ¡Sally!

Mi voz se ahogó en el agónico chirrido de unos tambores de freno espantosamente maltratados. Me sentí arrojado hacia delante, y oí a Gellhorn soltar el aliento en un jadeo.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

Era una pregunta estúpida. Nos habíamos detenido. Eso era lo que había ocurrido. Sally y el bus estaban a metro y medio de distancia el uno del otro. Con cinco veces su peso lanzado contra ella, no se había movido ni un milímetro. Vaya valor.

Gellhorn zarandeó violentamente el interruptor de manual.

—Tiene que funcionar —murmuraba una y otra vez—. Tiene que funcionar.

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