Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
No me agradó el comentario, pues Mary Ann es una chica muy fina y recatada y no da «espectáculos». De todos modos, tenía ya demasiados problemas como para pelearme con Cliff.
—No tengo mucho que ofrecer, Mary Ann —me dirigí a Mary Ann—, sólo el sueldo de profesor. Ahora que hemos desmantelado a Júnior, ni siquiera hay posibilidades de…
—No me importa, Bill —me interrumpió ella—. Estaba a punto de abandonar, mi amor, zopenco. Lo he intentado todo…
—¿Cómo darme patadas en los tobillos y pisarme los pies?
—Se me habían agotado los recursos. Estaba desesperada.
La lógica del razonamiento no era muy clara, pero no repliqué porque me acordé del teatro. Miré la hora y dije:
—Oye, Mary Ann, sí nos apresuramos llegaremos al segundo acto.
—¿Quién quiere ver esa obra de teatro?
La besé de nuevo, y nunca fuimos a ver esa obra.
Ahora sólo me preocupa una cosa. Mary Ann y yo estamos casados y somos muy felices. Acaban de ascenderme; ahora soy profesor adjunto. Cliff sigue trabajando en planes para construir un Júnior controlable y está progresando.
Pero aquí no terminó todo.
Verán ustedes: hablé con Cliff la noche siguiente para anunciarle que Mary Ann y yo íbamos a casarnos y para agradecerle que me hubiera dado la idea y, después de mirarme un momento, juró que él no había dicho nada, que no me había gritado que le propusiera el matrimonio.
Y, claro, en el laboratorio había algo más que tenía la voz de Cliff.
Me sigue preocupando que Mary Ann lo descubra. Es la chica más dulce que conozco, pero, a fin de cuentas, es pelirroja y creo que ya he dicho que se empeña en hacer honor a la fama de las pelirrojas.
De cualquier modo, ¿qué diría si alguna vez descubre que no tuve el sentido común de declararme hasta que una máquina me lo aconsejó?
“It’s Such a Beautiful Day”
El 12 de abril del año 2117, la válvula-freno del modulador de campo de la Puerta de las pertenencias de la señora de Richard Hanshaw, se despolarizó por razones desconocidas. Consecuencia de ello, la jornada de la señora Hanshaw quedó trastornada y su hijo, Richard, Jr., comenzó a desarrollar su extraña neurosis.
No era el tipo de afección que uno calificaría de neurótica a tenor de los dogmáticos libros al respecto, y de hecho el joven Richard se comportó, en muchos aspectos, como debía normalmente comportarse un joven brillante doce años.
Pero a partir del 12 de abril, sólo con pesar podía Richard Hanshaw, Jr., persuadirse a sí mismo de cruzar una puerta.
La señora Hanshaw, en cambio, no tuvo la menor premonición de tales circunstancias en las horas que acompañaron aquella fecha. La mañana del 12 de abril se despertó como en cualquier otra mañana. El mecano penetró la habitación con una taza de café sobre una pequeña bandeja. Tenía pensado ir a Nueva York aquella tarde, aunque había que hacer una o dos cosas antes que no podían ser confiadas al mecano; de modo que, tras unos cuantos sorbos al café, decidió salir de la cama.
El mecano retrocedió, moviéndose silenciosamente a lo largo del campo diamagnético que mantenía su oblongo cuerpo a media pulgada del suelo, y se dirigió a la cocina, donde, funcionando según un sencillo computador, podía dedicarse a la tarea de preparar un apropiado desayuno.
La señora Hanshaw, tras dirigir la acostumbrada mirada sentimental a la cubografía que le mostraba la imagen de su difunto esposo, se preparó para las diversas etapas rituales de la mañana con un cierto alborozo. Alcanzó a oír a su hijo ocupado con sus primeras diligencias en el vestíbulo. Sabía que no tenía por qué interferir en asuntos tan delicados. El mecano estaba adiestrado para ello y no había por qué suplir sus funciones específicas, como ayudar a cambiarse de ropa o disponer un nutritivo desayuno. La tergo-ducha que había instalado el año anterior hacía que la mañana se convirtiera en algo tan limpio y complaciente y de forma tan perfecta que consideró que Dickie podía lavarse siempre en lo sucesivo sin supervisión.
Aquella mañana tan poco fuera de lo corriente y con tantas cosas que hacer, lo único que los acercaría sería el rápido beso que ella deslizaría en la mejilla de su hijo poco antes de irse. Escuchó la blanda voz del mecano anunciando que se aproximaba la hora de ir a clase y bajó al piso inferior mediante los flotadores (aunque su diseño para el peinado de aquel día no estaba todavía acabado), a fin de cumplir con aquel inexcusable deber de madre.
Encontró a Richard ante la puerta. De su hombro, colgando sobre el costado, pendía la cinta que sujetaba sus textos y el proyector de bolsillo, pero en su rostro se dibujaba un frunce.
—Oye, mamá —dijo alzando la mirada hacia ella—. He marcado las coordenadas escolares pero nada ocurre.
—No digas tonterías, Dickie —replicó casi automáticamente—. Nunca oí que ocurriera tal cosa.
—Bueno, inténtalo tú.
La señora Hanshaw lo intentó varias veces. Y era extraño, pues la puerta para la salida escolar estaba siempre dispuesta para una respuesta pronta. Intentó otras coordenadas. Si las puertas secundarias no respondían, al menos habría alguna indicación del desperfecto en la Puerta general.
Pero tampoco ocurrió nada. La Puerta permaneció como una inactiva barrera gris a pesar de todas sus manipulaciones. Era obvio que la Puerta estaba fuera de control… y sólo cinco meses después de la revisión anual de la compañía.
Comenzó a irritarse.
Tenía que ocurrir justamente en un día tan atareado. Pensó con ironía que un mes atrás había rehusado la oportunidad de instalar una Puerta subsidiaria, considerándolo un gasto inútil. ¿Cómo iba a saber que hasta las Puertas resultaban una engañifa?
—Sal al camino y usa la Puerta de los Williamson.
—Venga, mamá. Me ensuciaré si lo hago. ¿No puedo quedarme en casa hasta que la Puerta se arregle? —Había un tono de ironía tras la excusa de Dickie.
Con la misma ironía, la señora Hanshaw replicó:
—No te mancharás si te pones chanclos sobre los zapatos. Y no olvides limpiarlos antes de entrar en su casa.
—Pero, mamá…
—No me repliques, Dickie. Tienes que ir a clase. Y quiero ver que sales de aquí. Y date prisa o llegarás tarde.
El mecano, un modelo avanzado y de rápida respuesta, estaba ya frente a Richard con los chanclos.
Richard enfundó sus zapatos con aquella protección de plástico transparente y caminó hacia el panel de controles electrónicos.
—No sé cómo se hace, mamá.
—Aprieta el botón rojo. El que dice: «Úsese como emergencia.» Y no haraganees. ¿Quieres que te acompañe el mecano?
—No, caramba —dijo con suficiencia—. ¿Qué te crees que soy? ¿Una criatura en pañales? ¡Vaya por Dios! —Su murmullo fue cortado por un zumbido.
De nuevo en su habitación, la señora Hanshaw pensó en lo que iba a soltarle a la compañía, mientras marcaba un número telefónico.
Joe Bloom, un joven competente, graduado en tecnología y adentrado en el estudio de los campos mecánicos, estuvo en la residencia de los Hanshaw en menos de media hora. Quizá sea un muchacho de valía, pensó la señora Hanshaw, que observaba su juventud con profunda sospecha.
Abrió uno de los muros corredizos de la casa cuando llegó. Pudo verlo entonces, de pie ante la abertura, limpiándose vigorosamente el polvo del aire libre. Se quitó los chanclos y los dejó a su lado. Penetró y la señora Hanshaw cerró el muro, aplastando el rayo de sol que había penetrado por el resquicio. Deseó irracionalmente que el haber tenido que caminar desde la Puerta pública le hubiera agotado. O que también la Puerta pública misma estuviera estropeada y que el joven se hubiera visto obligado a arrastrar sus herramientas tontamente a lo largo de doscientas yardas. Deseaba que la Compañía, o su delegación al menos, sufriera un poco. Eso les enseñaría lo que significaba un fallo de la Puerta.
Pero el muchacho parecía alegre e imperturbable mientras decía:
—Buenos días, señora. Vengo a ver qué le pasa a su Puerta.
—Me alegro que haya venido —dijo ella—. Aunque ya me ha fastidiado casi todo el día.
—Lo siento, señora. ¿En qué falla?
—En todo. No funciona., No ocurrió nada cuando ajusté las coordenadas. Y no hay la menor señal de que algo no funcione excepto que no obedece los mandos. Tuve que enviar a mi hijo que saliera por la casa del vecino a través de esa… esa raja.
Señaló la entrada por la que había penetrado el mecánico.
Éste sonrió y, consciente de su conocimiento sobre la materia en que era especialista, explicó:
—También es una puerta, señora. No tiene por qué utilizar las mayúsculas cuando escribe acerca de ella, pero es también una puerta. Una puerta manual. En un tiempo fue la única clase de puerta que se usaba.
—Bueno, pero al menos funciona. Mi hijo tuvo que salir por ahí, en medio de la suciedad y los gérmenes.
—No es tan malo estar en el exterior, señora —dijo el otro con la pedantería del degustador a quien la profesión le forzaba saborear el aire libre diariamente—. A veces es realmente desagradable. Pero, en fin, creo que lo que usted quiere es que arregle su Puerta, de modo que vamos al grano.
Se sentó en el suelo, abrió la gran caja de herramientas que había traído consigo y en medio minuto, mediante un desmagnetizador, tenía abiertas las tripas del panel de controles.
Murmuró para sí mismo mientras aplicaba los finos electrodos del comprobador de campo sobre numerosos puntos, estudiando las conexiones con los diales de mando. La señora Hanshaw lo contemplaba con los brazos cruzados.
—Aquí parece haber algo —dijo luego, y de un tirón desconectó la válvula de freno. Le dio unos golpecitos con la uña y dijo—: Esta válvula de freno está despolarizada, señora. Ése es todo su terrible problema. —Recorrió con el dedo un compartimiento de su caja de herramientas y extrajo un duplicado del objeto que había quitado del mecanismo de la puerta—. Estas cosas fallan cuando uno menos se lo espera.
Volvió a montar lo desmontado y se puso en pie.
—Ahora funcionará, señora.
Marcó una combinación de referencia, pulsó y volvió a pulsar otra vez. Cuantas veces lo hizo, el gris apagado de la Puerta se convertía en un oscuro violeta.
—¿Quiere firmar aquí, señora? Por favor, ponga también su número de cargo. Gracias, señora.
Marcó una nueva combinación, la de su taller, y con resuelto gesto caminó a través de la Puerta. Mientras su cuerpo penetraba en las tinieblas, todavía se recortaba. Luego, poco a poco, fue haciéndose cada vez menos visible hasta que, por último, sólo pudo distinguirse el reflejo de su caja de herramientas. Un segundo después de haberla atravesado por completo, la Puerta volvió a convertirse en una mancha cenicienta.
Media hora después, cuando la señora Hanshaw había terminado con sus preparativos interrumpidos y estaba intentando reparar los infortunios de aquella mañana, eh teléfono sonó anunciándole que sus verdaderos, problemas estaban por comenzar.
Miss Elizabeth Robbins estaba afligida. El pequeño Dick Hanshaw había sido siempre un buen alumno. Odiaba por ello mismo llamarle la atención. Pero, se decía a sí misma, su comportamiento estaba siendo verdaderamente curioso. De modo que decidió llamar a su madre y contárselo.
Dejó un estudiante a cargo de la clase durante la hora de estudio que tenían por la mañana y se dirigió al teléfono. Estableció el contacto y contempló la hermosa y de algún modo formidable cabeza de la señora Hanshaw dibujada en la pantalla.
Miss Robbins vaciló, pero ya era demasiado tarde para retroceder.
—Señora Hanshaw, soy la señorita Robbins. —Terminó la frase con una nota cantarina.
La señora Hanshaw pareció no entender. Luego dijo:
—¿La profesora de Richard? —Como réplica, también finalizó con una nota elevada.
—Exacto. La llamo, señora Hanshaw —prosiguió enderezando la trascendencia de sus palabras—, para decirle que Dick ha llegado bastante tarde esta mañana.
—¿Que llegó tarde? Pero eso es imposible. Yo misma lo vi salir.
La señorita Robbins pareció desconcertada.
—¿Quiere decir que usted lo vio usar la Puerta?
—Bueno, no exactamente. Nuestra Puerta se estropeó de madrugada, de modo que lo envié a que se sirviera de la Puerta de un vecino.
—¿Está usted segura?
—Claro que sí. ¿Para qué iba a mentir?
—No, no, señora Hanshaw, no quiero decir eso: Me refiero a que si usted está segura de que se dirigió a casa de su vecino. Porque pudo haberse perdido y no encontrar el camino correcto.
—Ridículo. Disponemos de mapas y estoy completamente segura de que Richard conoce el emplazamiento de cada casa en el Distrito A-3. —Luego, con el sereno orgullo de quien conoce sus privilegios, añadió—: Por supuesto que no necesita conocerlo. Las coordenadas están siempre dispuestas.
Miss Robbins, que procedía de una familia que había siempre economizado al máximo el uso de sus Puertas (el precio de la energía gastada era la causa) y que hacía sus trayectos generalmente a píe a una avanzada edad, se resintió en su amor propio.
—Pues me temo, señora Hanshaw, que Dick no usó la Puerta de los vecinos. Llegó retrasado en una hora y las condiciones de sus chanclos indicaban que había caminado campo a través. Estaban llenos de barro.
—¿Barro? —La señora Hanshaw repitió con grandilocuencia la palabra—. ¿Qué dijo él? ¿Qué excusa puso?
Miss Robbins lamentó no poder suministrarle la consoladora información que pedía, pero se regocijó en su interior por la alteración que había sufrido la otra mujer.
—No dijo nada al respecto. Francamente, señora Hanshaw, parecía estar enfermo. Por eso la he llamado. Tal vez desee usted que lo atienda un médico.
—¿Tiene fiebre? —La voz de la madre pareció surgir de una seca garganta.
—Oh, no. No me he referido a una enfermedad física. Se trata de su conducta y de la forma que tiene de mirar. —Se detuvo dudando, y luego añadió con delicadeza—: Pienso que un chequeo de rutina dentro de la competencia psíquica…
No pudo continuar. La señora Hanshaw, con el tono más elevado que el aparato intercomunicador le permitía, chilló:
—¿Está sugiriendo que Richard está neurótico?
—Claro que no, señora Hanshaw, sino…
—¡Pues parecía insinuarlo así! ¡Qué ocurrencia! Richard ha sido siempre un muchacho perfectamente sano. Ya me cuidaré de él cuando regrese a casa. Estoy segura de que debe haber una explicación normal que no dudará en darme a mí.