Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Experimentó una caótica sensación en su piel cuando el viento la acarició, al igual que al pisar la hierba con sus zapatos protegidos por chanclos.
—Eh, mire eso. —Richard se comportaba ahora de modo diferente: se reía y no mantenía reservas.
El doctor Sloane apenas tuvo tiempo de captar un retazo de azul a través de las copas de los árboles. Las ramas se agitaron y lo perdió.
—¿Qué era?
—Un pájaro azul —dijo Richard.
El doctor Sloane miró a su alrededor impresionado. La residencia de los Hanshaw se erguía sobre un promontorio rodeado de zona boscosa, y entre viveros de árboles la hierba brillaba bajo los rayos del sol.
Los colores dominantes variaban del verde oscuro al ojo y al amarillo de las flores. En el curso de su vida, a través de libros y películas antiguas, tuvo ocasión de conocer las flores lo suficiente para que ahora le resultaran un tanto familiares.
Pero la hierba estaba perfectamente cuidada y las flores ordenadas. Se percató de que había esperado algo más salvaje, menos cultivado.
—¿Quién cuida de todo esto?
—Yo no —dijo Richard suspirando—. Quizá los mecanos.
—¿Los mecanos?.
—Hay montones de ellos por aquí. A menudo se les ve con una especie de cuchillo atómico que mantienen cerca de tierra. Cortan la hierba. Y también se les ve junto a las flores. Ahora hay uno allí.
A media milla de distancia era un objeto más bien pequeño. Su metálica piel relampagueaba mientras se movía lentamente por el prado, ocupado en una actividad que el doctor Sloane no fue capaz de identificar.
El doctor Sloane estaba impresionado. Había allí un algo de perversidad estética, una especie de consunción conspicua…
—¿Qué es aquello? —preguntó repentinamente.
Richard miró.
—Es una casa. Pertenece a los Froehlichs. Coordenadas A-3, 23, 461. Lo que se destaca como prolongación es la Puerta pública.
El doctor Sloane estaba contemplando la casa. ¿Era aquello lo que parecía desde fuera? Sin saber por qué la había imaginado más cúbica, más alta.
—Sigamos —dijo Richard poniéndose a caminar.
El doctor Sloane lo siguió pausadamente.
—¿Conoces todas las casas de los alrededores?
—Más o menos casi todas.
—¿Dónde está A-23, 26, 475? —Se trataba, obviamente, de su propia casa.
—A ver… —Richard oteó los alrededores—. Oh, claro que sé dónde está… ¿Ve aquel agua de allí?
—¿Agua? —El doctor Sloane alcanzó a ver una línea de plata que corría en forma de arco a través del verde.
—Por supuesto. Agua auténtica. Agua que corre por entre las rocas. Que corre todo el tiempo. Uno puede pasar a través de ella si se apoya sobre las piedras. Se le llama río.
Más bien un arroyo, pensó el doctor Sloane. Evidentemente había estudiado geografía, pero los principales terrenos de esta ciencia se habían sintetizado en geografía económica y geografía cultural. La geografía física era una rama a medio extinguir salvo entre los especialistas. Aun así, sabía lo que era un río y un arroyo, aunque sólo de forma teórica.
—Pues bien: pasando el río —estaba diciendo Richard—, se sube hasta aquella colina llena de árboles en la cima y luego se desciende un poco por la otra parte: de esa manera se llega hasta A-23, 26, 475. Es una bonita casa verde con techo blanco.
—¿De veras? —El doctor Sloane estaba realmente asombrado. No sabía que su casa fuera verde. Algún pequeño animal removía la hierba en su ansiedad por evitar ser aplastado. Richard lo miró y exclamó:
—Déjeme a mí, usted no podrá atraparlo.
Una mariposa se agitaba despidiendo ondulaciones amarillas. Los ojos del doctor Sloane la siguieron.
Un ligero murmullo se apreciaba sobre los campos, dispersándose e interrumpiéndose a veces con dureza, volviendo a surgir, creciendo, difundiéndose por doquiera, creciendo cada vez más hasta luego cesar. Mientras su oído se adaptaba a sus modulaciones para escuchar, llegó a percibir mil entonaciones diversas, ninguna de las cuales estaba producida por los hombres.
Una sombra hizo aparición, avanzó hacia él y lo cubrió. Sintió un súbito fresco y alzó la vista.
—Es sólo una nube —dijo Richard—. Se marchará en un minuto… Mire esas flores. Todas huelen de distinta manera.
Se encontraban ya a varios centenares de yardas de la residencia de los Hanshaw. La nube pasó y el sol volvió a brillar de nuevo. El doctor Sloane se volvió y calculó el trecho que habían recorrido. Si caminaran de suerte que la mansión se perdiera de vista y si Richard echara correr, ¿sería capaz él de encontrar el camino de regreso?
Desechó el pensamiento con impaciencia y escrutó la línea de agua (más cerca ahora), sobrepasándola con la mirada hacia donde su casa debía estar. Pensó maravillado: ¿Verde?
—Debes ser un buen explorador —dijo.
—Cada vez que voy y vengo de la escuela —dijo Richard con orgullo— tomo una ruta distinta y veo cosas nuevas.
—Pero no siempre saldrás, digo yo. A veces utilizarás también la Puerta, ¿no?
—Sí, claro.
—¿Por qué, Richard? —De algún modo sintió el doctor Sloane que allí estaba la clave del enigma.
Pero Richard invalidó su hipótesis. Con las cejas alzadas y aspecto asombrado, dijo:
—Bueno, mire, algunas mañanas llueve y tengo que usar la Puerta. Odio que eso ocurra, pero, ¿qué otra cosa puedo hacer? Hace unas semanas me pescó la lluvia y… —Lo miró automáticamente y su voz se convirtió en un susurro—… tuve frío; aunque a mamá no le ocurrió nada.
El doctor Sloane suspiró.
—¿Regresamos?
Hubo un relámpago de desagrado en el rostro de Richard.
—¿Para qué?
—Recuerda que tu madre debe estar esperándonos.
—Imagino que sí. —El muchacho se dio la vuelta con resistencia.
Caminaron lentamente.
—Una vez, en el colegio —decía Richard—, escribí una composición sobre lo que haría si tuviera que ir en un viejo vehículo. (su pronunciación exageró el acento de la i). Yo iría en un globo aerostático y miraría las estrellas y las nubes y todas las cosas. Vaya, sin duda estaba chiflado entonces.
—¿Irías ahora en algo más?
—Claro. Iría en automóvil. Entonces vería todo cuanto hay.
La señora Hanshaw parecía agitada, desconcertada.
—¿No cree, entonces, que es algo anormal, doctor?
—Desacostumbrado, quizá, pero no anormal. Le gusta el exterior.
—Pero, ¿cómo puede gustarle? Es tan desagradable y sucio…
—Eso es cuestión de gusto individual. Hace cien años, nuestros antepasados se pasaban fuera la mayor parte el tiempo. Incluso hoy día, me atrevo a decir que hay un millón de africanos que jamás han visto una Puerta.
—Pero Richard se ha comportado siempre como un decente miembro del Distrito A-3, digno de su clase —exclamó con brío la señora Hanshaw—, y no como un africano o… o como un antepasado.
—Eso forma parte del problema, señora Hanshaw. Él siente la necesidad de salir y cree que está cometiendo una falta. Se niega a hablar de ello con usted o con su profesora. Se ve forzado al silencio, cosa que podría ser peligrosa.
—Entonces, ¿cómo podemos persuadirle para que cese de hacerlo?
—Ni lo intente. Estimúlelo más bien. El día en que su Puerta se estropeó, no tuvo más remedio que salir, encontrando que le gustaba el exterior. El viaje de ida vuelta al colegio no es sino una excusa para repetir emocionante primera experiencia. Supongamos ahora que usted le permite salir de casa un par de horas los sábados y domingos. Supongamos que el chico se da cuenta de que no tiene que justificar sus salidas para permanecer en el exterior. ¿No cree usted que llegará a usar la Puerta para ir y venir del colegio? ¿Y no cree que cesarán sus problemas con su profesora e incluso con sus propios compañeros de estudios?
—Entonces, ¿todo quedará así? ¿Nunca volverá a ser normal otra vez?
—Señora Hanshaw —dijo el doctor Sloane mientras se ponía en pie—, él es normal en la medida en que necesita serlo. Ahora bien, lo que está haciendo es probar lo prohibido. Si usted coopera con él, si no desaprueba su conducta, lo que hasta entonces fuera prohibido perderá su atractivo. Luego, a medida que crezca, se inclinará cada vez más hacia los intereses de la sociedad en que vive. A fin de cuentas, en todos nosotros hay un poco de rebeldía que acaba por morir a medida que nos hacemos viejos y nos sentimos más cansados. Por lo tanto, no lo fuerce ni se apresure en su trato. Todo es cuestión de tiempo y Richard se pondrá bien.
Caminó hacia la Puerta.
—Doctor, ¿no cree usted que la prueba pueda ser necesaria?
Se volvió y exclamó vehementemente:
—¡No, no, y no! ¡Definitivamente, no! Nada hay en el chico que la haga necesaria. ¿Entendido? Eso es todo.
Sus dedos vacilaron ligeramente al marcar la combinación para la transmutación de materia y su expresión se tornó sombría.
—¿Qué le ocurre, doctor Sloane? —preguntó la señora Hanshaw.
Pero el doctor Sloane no la escuchaba. Estaba pensando en la Puerta, en la prueba psíquica y en toda la chatarra mecánica que rodeaba la vida humana. En todos nosotros hay un poco de rebeldía, pensó.
Su voz se hizo amable, su mano no acabó de marcar la combinación y comenzó a alejarse de la Puerta.
—¿Sabe usted, señora? Hace un día tan hermoso que creo que volveré andando a mi casa.
“Male Strikebreaker (Strikebreaker)”
Elvis Blei se restregó sus regordetas manos y dijo:
—Autonomía es la palabra.
Sonrió intranquilo mientras le daba fuego al terrícola Steven Lamorak. Había turbación en todo ese rostro liso y de ojos pequeños y separados.
Lamorak soltó una bocanada de humo y cruzó sus largas y delgadas piernas. Tenía el cabello entrecano y la mandíbula grande y enérgica.
—¿De cosecha propia? —preguntó, mirando críticamente el cigarrillo.
Trató de ocultar su propia inquietud ante la tensión del otro.
—En efecto —asintió Blei.
—Me asombra que en este mundo tan pequeño haya espacio para tales lujos.
(Lamorak recordó su primera vista de Elsevere desde la pantalla de su nave. Se trataba de un asteroide sin aire, de terreno escabroso y con unos cuantos cientos de kilómetros de diámetro; tan sólo una roca de un color gris sucio, tosca y que devolvía débil y opaca la luz de su sol, distante a más de trescientos millones de kilómetros. Era el único objeto de más de un kilómetro de diámetro que giraba en torno a ese sol, y algunos hombres se habían instalado en ese mundo en miniatura y habían formado una sociedad. Y él, como sociólogo, iba a estudiar ese mundo para ver cómo se adaptaba la naturaleza humana a un lugar tan extrañamente diferenciado.)
La amable sonrisa estática de Blei se ensanchó apenas.
—No es un mundo pequeño, doctor Lamorak; usted nos juzga por pautas bidimensionales. La superficie de Elsevere equivale a sólo las tres cuartas partes de la superficie del Estado de Nueva York, pero eso es irrelevante. Recuerde que si quisiéramos podríamos ocupar todo el interior de Elsevere. Una esfera de ochenta kilómetros de diámetro tiene un volumen de más de un millón de kilómetros cúbicos. Si todo Elsevere estuviera ocupado en niveles con, pongamos, quince metros de separación entre uno y otro, la superficie total en el interior del asteroide sumaría casi noventa millones de kilómetros cuadrados, y eso equivale a la superficie terrestre total exterior de la Tierra. Y ninguno de esos kilómetros cuadrados, doctor, sería improductivo.
—¡Santo Dios! —exclamó Lamorak y, por un momento, se quedó desconectado—. Sí, desde luego, tiene usted razón. Es raro que nunca lo haya pensado de ese modo. Pero Elsevere es el único asteroide completamente aprovechado en toda la galaxia. Los demás no podemos dejar de pensar en superficies bidimensionales, como usted ha señalado. Bien, me alegra sobremanera que su Consejo haya tenido la amabilidad de darme vía libre para llevar a cabo mi investigación.
Blei asintió con enérgicos movimientos de cabeza.
Lamorak frunció el ceño. Algo anda mal, pues actúa como si lamentara que yo hubiese venido, pensó.
—Como es lógico, verá usted que actualmente somos mucho más pequeños de lo que podríamos ser —dijo Blei—. Sólo hemos agujereado y ocupado pequeñas partes de Elsevere. Y tampoco es que estemos demasiado ansiosos por expandirnos, excepto con mucha lentitud. En cierta medida nos vemos limitados por la capacidad de nuestros motores de seudo-gravedad y por los conversores de energía solar.
—Entiendo. Pero dígame, consejero Blei; por razones de curiosidad personal, y no porque sea de primordial importancia para mi proyecto, ¿podría ver primero alguno de los niveles de agricultura y pastoreo? Me fascina la idea de ver trigales y ganado en el interior de un asteroide.
—El ganado le parecerá pequeño para lo que está usted acostumbrado, doctor, y no tenemos mucho trigo. Cultivamos mucha levadura. Pero también habrá algo de trigo para mostrarle. Y algodón y tabaco. Incluso árboles frutales.
—Maravilloso. Como usted dice, autonomía. Ustedes reciclan todo, me imagino.
Lamorak notó que esta observación incomodaba a Blei. El elseveriano entrecerró los ojos para ocultar su expresión.
—Debemos reciclar, sí. Aire, agua, alimentos, minerales; todo lo que se consume debe devolverse a su estado original; los productos de desecho los reconvertimos en materia prima. Sólo se necesita energía, y tenemos de sobra. No alcanzamos un ciento por ciento de eficiencia, desde luego, y se produce un cierto desperdicio. Importamos anualmente una pequeña cantidad de agua y, si crecen nuestras necesidades, quizá tengamos que importar carbón y oxígeno.
—¿Cuándo iniciaremos nuestra excursión, consejero Blei?
La sonrisa de Blei perdió parte de su escasa calidez.
—En cuanto podamos, doctor. Primero debemos arreglar ciertos asuntos de rutina.
Lamorak asintió con la cabeza, terminó el cigarrillo y lo apagó.
¿Asuntos de rutina? No hubo tanta indecisión durante la correspondencia preliminar. Elsevere más bien parecía orgulloso que su singular existencia hubiese llamado la atención de la galaxia.
—Comprendo que yo sería una influencia perturbadora en esta sociedad estrechamente entrelazada —comentó y vio con desagrado que Blei no dejaba escapar esa explicación y la hacía suya.
—Sí, nos sentimos diferentes al resto de la galaxia. Tenemos nuestras propias costumbres. Cada individuo elseveriano encaja en un lugar adecuado. La presencia de un forastero sin casta fija resulta inquietante.