Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Muy bien. ¿Y cómo se escogería ese niño?
—Entre los hijos de las madres que murieron al dar a luz, como escogemos a la futura prometida de un Ragusnik.
—Entonces, escojan un sustituto ahora, por sorteo.
—¡No! —exclamó el jefe del Consejo—. ¡Imposible! ¿Cómo se atreve a sugerirlo? Si escogemos a un niño, el niño se adapta a esa vida sin conocer otra cosa. Para este asunto habría que elegir a un adulto y transformarlo en Ragusnik. No, doctor Lamorak, no somos monstruos ni bestias salvajes.
Lamorak pensó que era inútil; era inútil a no ser que…
Todavía no era capaz de enfrentarse a ese «a no ser que».
Esa noche apenas durmió. Ragusnik sólo pedía un elemental trato humanitario. Pero se le oponían treinta mil elseverianos que se enfrentaban a la muerte. El bienestar de treinta mil personas por un lado; las justas exigencias de una familia por el otro. ¿Se podía afirmar que treinta mil personas que respaldaban tamaña injusticia merecían la muerte? Injusticia, ¿a ojos de quién? ¿De la Tierra? ¿De Elsevere? ¿Y quién era Lamorak para juzgar a nadie?
¿Y Ragusnik? Estaba dispuesto a permitir la muerte de treinta mil personas, incluidos hombres y mujeres que simplemente aceptaban una situación que les habían enseñado a aceptar y que no podían cambiar aunque quisieran. Y niños que no tenían nada que ver con ello.
Treinta mil por un lado; una familia por el otro.
Tomó su decisión en un estado rayano en la desesperación y por la mañana llamó al jefe del Consejo.
—Señor —dijo Lamorak—, si usted puede conseguir un sustituto, Ragusnik comprenderá que ha perdido toda posibilidad de forzar una decisión en su favor y regresará al trabajo.
—No puede haber un sustituto —murmuró el jefe del Consejo—. Ya se lo he explicado.
—No entre los elseverianos, pero yo no lo soy. A mí no me importa. Seré yo el sustituto.
Estaban alterados, mucho más que él mismo. Le preguntaron varias veces que si hablaba en serio.
Lamorak iba sin afeitar y se sentía cansado.
—Claro que hablo en serio. Y cada vez que Ragusnik actúe así siempre pueden importar un sustituto. Este tabú no existe en ningún otro mundo, así que habrá abundancia de sustitutos provisionales si ustedes pagan lo suficiente.
(Traicionaba a un hombre explotado brutalmente y lo sabía. Pero se repetía desesperadamente: salvo por el ostracismo recibe buen trato, muy buen trato.)
Le dieron los manuales y se pasó seis horas leyendo y releyendo. Era inútil hacer preguntas, pues ningún elseveriano conocía aquel trabajo, excepto lo que figuraba en el manual, y todos se incomodaban si les mencionaban detalles.
—«Mantener lectura cero del galvanómetro A-2 durante la señal roja del aullador Lunge» —leyó Lamorak—. ¿Qué es un aullador Lunge?
—Debe ser una señal —murmuró Blei, y los elseverianos se miraron con embarazo y agacharon la cabeza para estudiarse la yema de los dedos.
Lo dejaron a solas mucho antes de llegar a los aposentos donde generaciones de Ragusnik habían trabajado al servicio de su mundo. Tenía instrucciones específicas para llegar al nivel indicado, pero ellos lo abandonaron y Lamorak continuó solo.
Recorrió las habitaciones atentamente, identificando instrumentos y controles y siguiendo los diagramas del manual.
Ahí está el aullador Lunge, pensó con sombría satisfacción. Eso decía el letrero. La cara frontal era semicircular y con orificios obviamente diseñados para brillar en diversos colores. ¿Por qué «aullador» entonces?
No lo sabía.
En alguna parte, pensó Lamorak, en alguna parte se acumulan los desechos, agolpándose contra los engranajes y las salidas, contra las tuberías y los alambiques, a la espera de ser manipulados de cien modos. Ahora, simplemente están acumulados.
Temblando un poco, activó el interruptor, tal como indicaba el manual en las instrucciones de «iniciación». Un suave murmullo de vida hizo vibrar los suelos y las paredes. Lamorak movió un dial y se encendieron las luces.
A cada paso consultaba el manual, aunque se lo sabía de memoria, y a cada paso las habitaciones se iluminaban y los cuadrantes se ponían en movimiento y zumbaban con creciente estruendo.
En algún lugar del interior de las fábricas, los desechos acumulados se desplazaban hacia los cauces correspondientes.
Sonó una señal aguda y Lamorak se sobresaltó y perdió la concentración. Se trataba del indicativo de comunicaciones, así que activó el receptor.
Apareció el alarmado rostro de Ragusnik que, poco a poco, cobró un aire de colérica incredulidad.
—Conque así están las cosas.
—No soy elseveriano, Ragusnik. No me molesta hacer esto.
—¿Pero qué tiene que ver usted en esto? ¿Por qué se entromete?
—Estoy de parte de usted, Ragusnik, pero debo hacerlo.
—¿Por qué, si está de mi lado? ¿En su mundo tratan a la gente como me tratan a mí?
—Ya no. Pero aunque usted tenga razón he de tener en cuenta a los otros treinta mil habitantes de Elsevere.
—Habrían cedido. Ha echado abajo mi única posibilidad.
—No habrían cedido. Y en cierto modo ha triunfado usted, pues ahora saben que está insatisfecho. Hasta ahora, ni siquiera imaginaban que un Ragusnik pudiera ser infeliz, que pudiera causar problemas.
—¿Sirve de algo que lo sepan? Sólo tienen que encontrar a un forastero en cada ocasión.
Lamorak sacudió la cabeza. Había pensado en todo eso en las últimas y amargas horas.
—El hecho que ahora lo sepan significa que los elseverianos comenzarán a pensar en usted, y algunos se preguntarán si es correcto tratar así a un ser humano. Y si contratan forasteros ellos difundirán lo que ocurre en Elsevere y toda la opinión pública galáctica se volcará en favor de usted.
—¿Y?
—Las cosas mejorarán. En tiempos de su hijo, las cosas estarán mucho mejor.
—En tiempos de mi hijo —rezongó Ragusnik, y ahuecó las mejillas—. Preferiría que fuese ahora. Bien, he perdido. Regresaré al trabajo.
Lamorak sintió un inmenso alivio.
—Si viene aquí ahora, señor, podrá reanudar su trabajo y me honrará estrecharle la mano.
Ragusnik irguió la cabeza, henchido de un orgullo huraño.
—Usted me llama señor y se ofrece a estrecharme la mano. Lárguese, terrícola, y déjeme hacer mi trabajo, pues yo no estrecharé la suya.
Lamorak regresó por donde había llegado, aliviado porque había concluido la crisis, pero profundamente abatido.
Se detuvo sorprendido al toparse con un tramo de corredor acordonado que le cerraba el paso. Buscó otro camino y se sorprendió al oír una voz amplificada.
—Doctor Lamorak, ¿me oye? Habla el consejero Blei.
Levantó la vista. La voz provenía de un sistema de altavoces, pero no veía ninguna salida.
—¿Pasa algo malo? —preguntó—. ¿Me oye usted?
—Le oigo.
—¿Pasa algo malo? —repitió a gritos—. Aquí hay un obstáculo. ¿Hay complicaciones con Ragusnik?
—Ragusnik ha ido a trabajar. La crisis ha terminado y usted debe disponerse a partir.
—¿Disponerme a partir?
—Sí, a irse de Elsevere. Le estamos preparando una nave.
—Pero aguarde un momento. —Lamorak estaba confundido por aquel súbito vuelco de los acontecimientos—. Aún no he terminado de recoger datos.
—Eso ya no es posible. Se le indicará directamente el camino a la nave y sus pertenencias le serán enviadas por servomecanismos. Confiamos…, confiamos…
Lamorak comenzaba a comprender.
—¿Confían en qué?
—Confiamos en que no intentará ver ni hablar en persona a ningún elseveriano. Y, desde luego, esperamos que nos evite la embarazosa situación de intentar regresar a Elsevere en el futuro. Con gusto recibiremos a cualquiera de sus colegas si necesita más datos sobre nosotros.
—Entiendo —aceptó, en un tono de voz apagado. Evidentemente se había convertido en un Ragusnik. Había manejado los controles que manipulaban los desechos y se lo sometía al ostracismo. Era un manipulador de cadáveres, un porquerizo, el hombre del trabajo sucio—. Adiós.
—Antes de despedirme, doctor Lamorak… En nombre del Consejo de Elsevere, le doy las gracias por su ayuda en esta crisis.
—De nada —dijo amargamente Lamorak.
“Insert Knob A in Hole B”
Dave Woodbury y John Hansen, grotescos en sus trajes espaciales, verificaban con ansiedad que la gran jaula flotaba lentamente alejándose de la espacio-nave mercante y acercándose a la cámara de aire. Con casi un año de permanencia en la Estación Espacial A5 tras ellos, estaban comprensiblemente cansados de las unidades de filtración que resonaban secamente, de los tubos de hidrocultivo que goteaban, de los generadores de aire que constantemente zumbaban y ocasionalmente se detenían.
—Nada funciona correctamente —solía decir Woodbury—, porque todo ha sido montado a mano por nosotros mismos.
—Siguiendo instrucciones —solía añadir Hansen— compuestas por un idiota.
Indudablemente había motivos para quejarse. Lo más costoso de una nave espacial era la cámara destinada a la mercancía, pues todos los avíos tenían que ser enviados través del espacio desmontados y conjugados. Todo tenia que ser montado en la Estación con las manos desnudas, inadecuadas herramientas y confusas y ambiguas instrucciones escritas por todo guía.
Woodbury se había esmerado en escribir algunas quejas a las que Hansen añadió los adjetivos apropiados, y formales peticiones que auxiliaran la situación habían sido cursadas a la Tierra.
Y la Tierra había respondido. Un robot especial había sido diseñado con un cerebro positrónico que había empollado el conocimiento necesario para conjugar apropiadamente cualquier máquina en existencia que estuviera desmontada.
El robot estaba en la jaula que ahora se descargaba, y Woodbury se estremeció mientras la cámara de aire se cerraba tras el objeto.
—Primero —dijo—, esto rehabilita a la Junta para la Alimentación y, segundo, rehabilitará nuestra tostadora para que vayamos olvidando el sabor de la carne quemada.
Entraron en la estación y atacaron la jaula con suaves toques de desmoleculizador, de manera que ningún precioso átomo metálico de su especial robot solventador de jeroglíficos fuera dañado.
Finalmente, la jaula fue abierta.
Dentro no había sino quinientas piezas separadas y una lista escrita con confusas y ambiguas instrucciones para ensamblarlas.
“The Up-to-Date Sorcerer”
Siempre me extrañó que Nicholas Nitely, juez de paz, fuese soltero. La atmósfera de su profesión, por decir algo, parecía tan conducente al matrimonio que escasamente podría evitar el lazo dulce del matrimonio.
Cuando se lo mencioné, sobre una copa de gin con tónica en el Club, me dijo:
—Ah, pero me escapé por poco hace algún tiempo —y suspiró.
—Oh, ¿de veras?
—Una bella joven, dulce, inteligente, pura y desesperadamente ardiente, y con todo lo que podía resultar seductor a los sentidos de un anticuado como yo.
—¿Cómo la has dejado ir? —pregunté.
—No tenía elección —Sonrió suavemente y su suave contextura, su suave cabello gris y sus suaves ojos azules se combinaron en una expresión de casi santidad.
—¿Sabe? Fue una falla de su novio…
—Ah, estaba comprometida a alguien más.
—… y el profesor Wellington Johns, aunque era un endocrinólogo, estaba en camino de ser un brujo moderno. —Suspiró, tomó un sorbo de su bebida, y volvió hacia mí su rostro soso buscando cambiar de tema.
Dije con firmeza:
—Bien entonces, Nitely, viejo amigo, no puedes dejarlo así. Quiero saber… sobre tu hermosa chica… la pieza que se fue.
Hizo una mueca ante mis palabras, se acomodó y ordenó que su copa fuera rellenada.
—Entenderá —dijo—, que supe los detalles algo después.
El profesor Wellington Johns tenía una enorme nariz prominente, dos ojos muy sinceros, y el talento de hacer aparecer sus ropas como demasiado grandes para él.
—Mis muchachos, el amor es cuestión de química.
Sus queridos muchachos, quienes eran realmente sus estudiantes y no sus hijos, se llamaban Alexander Dexter y Alice Sanger. Parecían llenos de químicos cuando se sentaban allí tomados de las manos. Juntos sumaban unos 45 años, a mitades cada uno, y Alexander decía inevitablemente, “¡Vive la chemie!”
El profesor Johns sonreía reprobando.
—O al menos endocrinología. Las hormonas, después de todo, afectan nuestras emociones y no es sorprendente que una, específicamente, estimule lo que llamamos amor.
—Pero eso es poco romántico —murmuró Alice—. Estoy segura de que no necesito ninguna —y levantó su rostro anhelante hacia Alexander.
—Mi querida —dijo el profesor—. Tu corriente sanguínea estaba repleta de ellas en el momento en que tú, por así decirlo, te enamoraste. Su secreción había sido estimulada por… —por un momento consideró las palabras con cuidado porque era un hombre muy moral— algún factor ambiental que incluía a tu joven amigo, y una vez que la acción hormonal ha tenido lugar, la inercia te arrastró. Podría duplicar el efecto fácilmente
—Bueno, profesor —dijo Alice con gentil afectación—. Estaré encantada de ver cómo lo intenta —y oprimió la mano de Alexander con timidez.
—No quiero decir —dijo el profesor, tosiendo para esconder su turbación—, que personalmente intentaría reproducir… o mejor duplicar… las condiciones que han creado la secreción natural de la hormona. Quiero decir, en cambio, que podría inyectar la hormona misma con una hipodérmica, o aún por ingestión oral, ya que es una hormona asteroide. Tengo, como sabes —y tomó sus gafas para limpiarlas cuidadosamente—, la hormona aislada y purificada.
Alexander se enderezó.
—¡Profesor! ¿Y no nos ha dicho nada?
—Debo saber más acerca de ella primero.
—Usted quiere decir —dijo Alice, mirándole con sus parpadeantes y adorables ojos café—, que puede hacer que la gente sienta el maravilloso placer y la ternura celestial del amor, mediante… una píldora?
El profesor respondió:
—Inclusive puedo duplicar la emoción a la que te refieres en esos términos tan empalagosos.
—¿Y por qué no lo hace?
Alexander levantó su mano en protesta.
—Vamos, querida, el ardor te está perdiendo. Nuestra propia felicidad y próxima boda te hacen olvidar algunos hechos de la vida. Si una persona casada aceptara, por error, esta hormona…