Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿No quiere sentarse, general? —murmuró Harding—. Gracias. Ha sido muy amable viniendo; hace bastante tiempo que trato de verle. Me doy cuenta de que es un hombre muy atareado.
—Y como es cierto que lo estoy —interrumpió el general—, vayamos al grano.
—Tan al grano como sea posible, señor. Presumo que está enterado del proyecto que estamos realizando aquí. Está enterado de nuestro neurofotoscopio.
—¿Su proyecto ultrasecreto? Naturalmente. Mis ayudantes científicos me tienen al corriente de sus progresos lo mejor que pueden. Pero no me opongo a que me dé unas cuantas aclaraciones más. ¿Qué quiere?
La prontitud de la pregunta hizo parpadear a Harding. Luego dijo:
—Para ser breve… que el proyecto deje de ser materia secreta. Quiero que el mundo sepa que…
—¿Por qué quiere que sepan nada?
—La neurofotoscopía es un problema importante, señor, y enormemente complicado. Me gustaría que todos los científicos de todas las naciones trabajaran en él.
—No, no. Ya lo hemos discutido demasiadas veces. El descubrimiento nos pertenece, y nos lo guardamos.
—Se quedará en un descubrimiento muy pobre si nos lo reservamos para nosotros solos. Permítame que se lo explique una vez más.
El general miró su reloj.
—Será perfectamente inútil.
—Tengo un sujeto nuevo. Una demostración nueva. Puesto que ha venido aquí, al menos, general, ¿no querrá escuchar un rato nada más? Omitiré en todo lo posible los detalles científicos y diré solamente que los potenciales eléctricos variables de las células cerebrales se pueden registrar como diminutas ondas irregulares.
—Electroencefalogramas. Sí, lo sé. Hace un siglo que los conocemos. Y sé lo que hacen ustedes con ellos.
—Ah…, sí —Harding se puso más serio—. Las ondas cerebrales en sí mismas traen la información demasiado compacta. Nos dan todo el conjunto de cambios de cien mil millones de células cerebrales a la vez. Mi descubrimiento era un método práctico para convertirlos en diseños coloreados.
—Con el neurofotoscopio de usted —dijo el general, señalándolo—. Ya ve, reconozco la máquina.
Todas y cada una de las cintas y medallas de su pecho ocupaban el puesto que les correspondía con un margen de error de menos de un milímetro.
—Si, el aparato produce efectos cromáticos, imágenes reales que parecen llenar el aire y cambian con gran rapidez. Se pueden fotografiar, y son muy hermosas.
—He visto tales fotografías —dijo fríamente.
—¿Ha visto el aparato mismo en acción?
—Un par de veces. Y usted estaba presente.
—Ah, si. —El profesor parecía desconcertado—. Pero no ha visto a este hombre; nuestro nuevo sujeto —dijo, señalando brevemente al que ocupaba la silla. Era un individuo de mentón puntiagudo, nariz larga, sin vestigio de cabello en el cráneo y siempre con una expresión ausente en la mirada.
—¿Quién es? —preguntó el general.
—El único nombre que le damos es el de Steve. Es un retrasado mental; pero produce los diseños más intensos que hayamos encontrado jamás, hasta la fecha. El motivo de que así ocurra lo ignoramos. Y si tiene algo que ver, o no, con su desarrollo mental…
—¿Se propone enseñarme qué hace? —Interrumpió el general.
—Si tiene la bondad de mirar, general —Harding hizo un signo con la cabeza a Fife, quien se puso en movimiento al instante.
Como de costumbre, el sujeto miraba a Fife con moderado interés, haciendo lo que le ordenaban y sin ofrecer ninguna resistencia. El ligero casco de plástico se le adaptaba perfectamente al afeitado cráneo y cada uno de los complicados electrodos encajaba debidamente. Fife procuraba trabajar con la misma finura y pericia de siempre bajo la desacostumbrada tensión del momento. Sufría horrores por miedo a que el general volviese a mirar el reloj y se marchase. Al cabo de unos minutos, se apartó unos pasos, jadeando y preguntó:
—¿Debo activarlo ya, profesor Harding?
—Si. En seguida.
Fife cerró suavemente un contacto y, encima de la cabeza de Steve, el aire pareció saturado al instante de un color que se volvía más luminoso paulatinamente. Aparecieron unos círculos, y otros círculos dentro de los primeros, girando, arremolinándose y partiéndose.
Fife experimentaba una viva sensación de malestar; pero la rechazó irritado. Era la emoción del sujeto, de Steve, no la suya propia. El general debía de haberla recibido también, porque se revolvía en el asiento y carraspeaba ruidosamente.
Harding dijo con toda naturalidad:
—Los dibujos no contienen más información que las ondas cerebrales, en realidad, pero se pueden estudiar y analizar mucho más fácilmente. Es como cuando se mira unos microbios con el microscopio. No se añade nada nuevo a ellos; pero lo que hay se ve mucho más fácilmente.
Steve daba señales continuas y cada vez más intensas de desasosiego. Fife percibía que la causa de aquella desazón era la ruda y antipática presencia del general. Aunque Steve no cambiaba de posición ni manifestaba tener miedo, los colores de los dibujos que su mente creaba se hacían más disonantes y los círculos exteriores se entrelazaban llamativamente,
El general levantó la mano como para apartar de si las oscilantes luces.
—¿Qué me dice de todo eso, profesor?
—Contando con Steve, podemos adelantar camino más aprisa aún que hasta el momento actual. Hemos aprendido ya más en los dos años que hace que ideé el primer neurofotoscopio que en los cincuenta años anteriores. Con Steve, y con otros como él, y con la ayuda de los científicos del mundo…
—Me han dicho que usted puede utilizar eso para influir en las mentes —dijo vivamente el general.
—¿Influir en las mentes? —Harding meditó un momento—. ¿Se refiere a la telepatía? Decir tal cosa es una exageración. Las mentes son demasiado diferentes unas de otras para ello. Los finos detalles de la manera de pensar de usted no se parecen a los míos ni a los de nadie, y las pautas cerebrales originales no concuerdan nunca. Hemos de traducir el pensamiento en palabras, medio de comunicación mucho más tosco, y aun así les cuesta bastante a los seres humanos establecer contacto unos con otros.
—¡No me refiero a la telepatía! ¡Quiero decir las emociones! Si el sujeto se encoleriza, puede inducir al receptor a sentir cólera. ¿No es cierto?
—Por así decirlo.
El general estaba visiblemente agitado.
—Esas cosas… de ahí… —su índice señalaba los dibujos, que ahora giraban rápida y muy desagradablemente—. Se pueden utilizar para gobernar emociones. Con ellas, propagadas por televisión, se puede manipular emocionalmente a poblaciones enteras. ¿Podemos permitir que un poder semejante caiga en malas manos?
—Si existiera un poder semejante —replicó afablemente Harding—, no habrá manos buenas.
Fife arrugó el ceño. Era un comentario peligroso. Harding parecía olvidar de vez en cuando que los viejos tiempos de la democracia habían pasado ya.
Pero el general no le dio importancia.
—No creía que hubiesen llevado eso a un punto tan adelantado. No sabía que contaran con ese… Steve. Busquen a otros como él. Entretanto el ejército se hace cargo de esta investigación. ¡Totalmente!
—Espere, general, diez segundos nada más. —Harding se volvió hacia Fife—: Dale el libro a Steve, ¿quieres, Ben?
Fife obedeció prestamente. El libro era uno de los nuevos «caleidolibros» que narraban cuentos por medio de fotografías en colores, fotografías que iban transformándose y cambiando lentamente, una vez abierto el libro. Eran una especie de dibujos animados guardados dentro de una encuadernación en tela. Steve sonreía mientras alargaba la mano ansiosamente para cogerlo.
Casi al momento los coloreados dibujos que se apiñaban sobre su casco de plástico cambiaron de naturaleza. Disminuyó la velocidad con que giraban, y los colores se dulcificaron. Los diseños del interior del círculo se hicieron menos discordantes.
Fife exhaló un suspiro de alivio y dejó que la cordialidad y el sosiego invadieran su ser. Harding dijo:
—General, no se deje alarmar por la posibilidad de controlar las emociones. El aparato ofrece muchas menos posibilidades para ello de lo que usted se imagina. Claro, hay hombres cuyas emociones se pueden gobernar a capricho; pero para éstos no se necesita el neurofotoscopio. Son personas que reaccionan, sin pensar, ante anuncios, música, uniformes; ante casi todo. En otro tiempo Hitler dominó Alemania hasta sin televisión, y Napoleón dominaba Francia sin contar ni siquiera con la radio, ni con periódicos de gran circulación… El neurofotoscopio no ofrece nada nuevo.
—No creo lo que me está diciendo —murmuró el general; pero volvía a estar pensativo.
Steve miraba con vivo interés el «caleidolibro», y las decoraciones de encima de su cabeza se habían detenido casi en unos círculos de colores cálidos y complicadamente detallados que latían de placer.
La voz de Harding tenía un acento casi incitante.
—Siempre hay personas que no quieren doblegarse; que no se adaptan, y estas personas son las más importantes de una sociedad. No se doblegan a las pautas de colores ni más ni menos que a ninguna otra forma de persuasión. Entonces, ¿por qué preocuparse por el duende inútil del control de las emociones? Miremos, en cambio, el neurofotoscopio como el primer instrumento gracias al cual se puede analizar de verdad la función mental. Eso es lo que debería interesarnos a todos. El adecuado estudio de la humanidad es el hombre; como dijo Alexander Pope: ¿qué es el hombre sino su cerebro?
El general permanecía callado.
—Si logramos solucionar el problema de cómo funciona el cerebro —continuó Harding—, y descubrimos por fin qué es lo que hace hombre a un hombre, estaremos en camino de comprendernos a nosotros mismos, que es el problema más difícil y más digno de estudio de todos los que tenemos planteados. ¿Y cómo es posible que eso lo haga un hombre solo? ¿O que lo haga un laboratorio solo? ¿Cómo puede llevarse a cabo en secreto y con miedo? Debe cooperar todo el mundo científico… General, ¡levante la calificación de materia reservada con respecto a este proyecto! ¡Expóngalo sin reservas ante todos los hombres!
—Creo que tiene razón, después de todo —dijo el general moviendo la cabeza con un signo afirmativo.
—Tengo aquí el documento preciso. Si lo firma y lo sanciona con la huella del pulgar; si utiliza los dos guardias que ha dejado apostados fuera como testigos; si avisa a la Junta Ejecutiva por video en circuito cerrado; si…
El asunto había quedado resuelto. Ante los atónitos ojos de Fife, el asunto había quedado totalmente resuelto.
Cuando el general estuvo fuera, el neurofotoscopio desconectado y Steve devuelto a sus asuntos, Fife consiguió dominar por fin su asombro el rato suficiente para hablar.
—¿Cómo le ha podido persuadir tan fácilmente, profesor Harding? Usted había expuesto su punto de vista detalladamente en una docena de informes, sin conseguir el menor resultado.
—Nunca lo había expuesto en esta habitación, con el neurofotoscopio en marcha —dijo Harding—. Nunca había dispuesto de un sujeto tan intensamente emisor como ese Steve. Muchas personas se sustraen al control de las emociones, tal como he dicho, pero algunas no. A las que tienden a doblegarse se las induce fácilmente a estar de acuerdo con otras. Yo he llevado el juego sobre la base de que a todo hombre que se siente a gusto en uniforme y vive sujeto a las normas militares se le puede arrastrar fácilmente, por muy poderoso que se crea él mismo.
—¿Quiere decir… que Steve…?
—Por supuesto. Primero he dejado que el general experimentara su desazón; luego tú le has dado el «caleidolibro» a Steve y el aire se ha llenado de felicidad. Tú mismo la experimentabas, ¿verdad que sí?
—Sí. Desde luego.
—Pensé que el general no sabría resistirse a esa felicidad que seguía tan repentinamente a la inquietud, y no se ha resistido. En aquel momento, todo le habría parecido bien y bueno.
—Pero se sobrepondrá a esta emoción, ¿verdad?
—Con el tiempo si, supongo; pero ¿y qué? En estos instantes estamos enviando ya los informes sobre los progresos fundamentales en materia de neurofotoscopía a todas las agencias de noticias del mundo. El general puede detener la información aquí, pero no en todas partes… No, tendrá que sacar el mejor partido posible de la situación. Por fin la humanidad podrá emprender el estudio de sí misma.
“2430 A.D.”
«Entre la medianoche y el alba, cuando el sueño se niega a venir y todas las antiguas heridas empiezan a dolerme, con frecuencia veo el mundo futuro como una pesadilla en la que hay miles de millones de personas, todas numeradas y registradas, sin un destello de genio por ninguna parte, sin una mente original, sin una personalidad plena y auténtica en todo el atestado globo.»
J. B. P
RIESTLEY
—Hablará con nosotros —aseguró Alvarez cuando el otro hubo cruzado la puerta.
—Bien —dijo Bunting—. La presión de la sociedad ha de llegar hasta él, con el tiempo. Es un tipo raro. Jamás sabré cómo pudo escapar a la adaptación genética… Pero habla tú. A mí ese sujeto me irrita tanto que pierdo los estribos.
Juntos se precipitaron por el pasillo recorriendo la Pista del Ejecutivo, que, como de costumbre, no aparecía muy frecuentada. Habrían podido utilizar las Bandas Móviles, pero la distancia era de poco más de tres kilómetros y Alvarez disfrutaba andando; de modo que Bunting no insistió.
Alvarez era alto y más bien delgado, con esa figura atlética que uno le supondría a una persona que cultivaba con deleite las actividades musculares, que tenía por costumbre el subir por escaleras y cuestas, por ejemplo, casi hasta el extremo de que le considerasen una persona inadaptada. En cambio Bunting, más blando y redondo, hasta evitaba las lámparas solares, y estaba muy pálido.
Bunting dijo tristemente:
—Espero que con nosotros dos habrá bastante.
—Yo creería que si. Nos conviene conservarlo en nuestro sector, si podemos.
—¡Sí! Ya sabes… a veces me pregunto por qué ha de ser nuestro sector. Casi mil trescientos millones de kilómetros cuadrados de espacio habitable a una altura de casi setecientos metros y ha de encontrarse en nuestro bloque de viviendas.
—Más bien una distinción. Aunque una distinción espantosa y terrible —comentó Alvarez.
Bunting soltó un bufido.