Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Pero ¿y la guerra? Piensa en la guerra. Miembros mutilados. Sangre. Todo eso.
—Debo quedarme. La patria me necesita.
—Pero si yo dejo de escribir, con el tiempo tú dejarás de existir. No puedo permitirlo.
—¡Bah, eso! —De Meister se rió con despreocupada elegancia—. Las cosas han cambiado últimamente. Ahora es tanta la gente que cree que existo, que estoy demasiado asido a la existencia real para que se me pueda separar de ella. Ya no tengo que pensar más en el limbo.
—¡Ah! —Graham apretó los dientes y se expresó en tono sibilante—: Esas son sus ideas, ¡so víbora! ¿Supone que no veo que está colado por June?
—Oiga, viejo amigo —replicó De Meister en tono altanero—. No puedo consentirle que hable a la ligera de un amor fiel y sincero. Yo quiero a June, y ella me quiere a mí; lo sé. Y si se quiere poner pesado y victoriano por esta realidad, puede tragarse una ración de nitroglicerina y luego ponerse espita con un martillo.
—¡La nitroglicerina se la daré yo a usted! Esta misma noche me voy a casa y empiezo otra aventura de De Meister. Usted formará parte de ella, y quedará metido en ella otra vez. ¿Qué le parece?
—Nada, porque usted no puede escribir otra novela sobre De Meister. Ahora soy demasiado real, y no puede dominarme así, a su antojo. Dígame, ¿qué le parece esto a usted?
Graham Dorn necesitó una semana entera para decidir qué le parecía aquello. Y lo que le pareció resultó absolutamente impublicable.
Lo cierto era que no podía escribir.
O sea, se le ocurrían ideas asombrosas para grandes novelas, dramas emotivos, poemas épicos, brillantes ensayos… pero no podía escribir nada sobre Reginald de Meister.
Muy sencillo, la máquina de escribir se había quedado, poco ha, sin «R» mayúscula.
Graham lloraba, maldecía, se mesaba el cabello, y se untaba las yemas de los dedos con linimento. Probó con máquina de escribir, pluma, lápiz, tiza, carbón y sangre.
No podía escribir.
Sonó el timbre, y Graham abrió la puerta de un tirón.
MacDunlap entró tambaleándose y se derrumbó sobre las primeras dunas de papel desgarrado con la idea de ir a refugiarse derechamente en los brazos de Graham.
Graham le dejó caer.
—¡Ah! —exclamó con dignidad glacial.
—¡Mi corazón! —se lamentó MacDunlap, hurgándose los bolsillos en busca de las píldoras para el hígado.
—No fallezca aquí —sugirió con delicadeza Graham—. La gerencia no me permitiría arrojar carne humana al incinerador.
—Graham, hijo mío —dijo emotivamente MacDunlap—, no habrá más ultimátums. ¡Se acabaron las amenazas! Vengo a llamar a la puerta de sus sentimientos más delicados, Graham… —hizo un interludio como por falta de aire—, yo le quiero como a un hijo. Esa mofeta de De Meister debe desaparecer. Por mi bien, debe usted escribir nuevas aventuras de De Meister. Graham…, quiero decirle una cosa, en secreto. Mi esposa está enamorada de ese detective. Me dice que yo no soy romántico. ¡Yo! ¡No romántico! ¿Puede comprenderlo?
—Sí, puedo —fue la trágica respuesta—. Hechiza a todas las mujeres.
—¿Con aquella cara? ¿Con aquel monóculo?
—Así lo dicen todos mis libros.
MacDunlap se puso rígido.
—¡Ah, ja! ¡Siempre usted! ¡Drogado! Si al menos una vez se hubiera detenido el tiempo necesario para dejar que su mente se enterase de lo que la máquina de escribir iba diciendo…
—Usted insistió. Comercio femenino —a Graham ya no le importaba nada. ¡Mujeres! Y soltó una risita amarga. Ninguna padecía ningún mal que un cartucho de dinamita no pudiera remediar.
MacDunlap se perdía entre «hems» y «hums».
—Bueno, comercio femenino. Muy necesario… Pero, Graham, ¿qué haré yo? No es solamente mi esposa, sino que, además, ella tiene cincuenta acciones de MacDunlap Inc. a su nombre. Si me abandona, pierdo el control de la compañía. Piénselo, Graham. Una catástrofe para el mundo editorial.
—Grew, viejo camarada —Graham exhaló un suspiro tan profundo que las uñas de los pies le vibraron por contagio emocional—. Tanto daría que yo se lo dijera también. June, ya sabe, mi prometida, está enamorada de ese gusano. Y él la quiere a ella porque June es el prototipo de Letitia Reynolds.
—¿El qué de Letitia? —preguntó MacDunlap, sospechando vagamente que se trataba de un insulto.
—No importa. Han arruinado mi vida —Graham sonrió valerosamente y reprimió las poco viriles lágrimas, después que las dos primeras hubieron rodado por sus mejillas.
—¡Pobre muchacho!
Los dos hombres se estrecharon las manos convulsivamente.
—Cogido en una prensa por ese monstruo asqueroso —dijo Graham.
—Exacto —asintió MacDunlap. Y apretaba la mano de Graham como si estuviera ordeñando una vaca—. Tiene que escribir novelas sobre De Meister y llevarle allá, junto al infierno, que es el sitio que le corresponde. ¿De acuerdo?
—¡De acuerdo! Pero hay un pequeño inconveniente.
—¿Cuál?
—No puedo escribir. Ahora es tan real que no puedo meterlo en un libro.
MacDunlap comprendió qué significaban las gruesas oleadas de papel que cubrían el suelo. Se llevó las manos a la cabeza y gimió:
—¡Mi compañía! ¡Mi esposa!
—Siempre queda el Ejército —dijo Graham.
MacDunlap levantó la vista.
—¿Y Muerte En La Tercera Cubierta, la novela que rechacé hace tres semanas?
—Esa ya no cuenta. Es agua pasada. Ya le ha afectado.
—¿Incluso sin publicarla?
—Claro. En esa obra es donde mencioné que tendría que entrar en filas. En ella le ponía en 1-A.
—A mí se me ocurrirían sitios mejores donde ponerle.
—¡MacDunlap! —Graham Dorn se levantó de un salto y agarró la solapa de MacDunlap—. Quizá podríamos revisarla.
MacDunlap tosió con tos seca y reprimió un gruñido apagado.
—Podemos poner en ella todo lo que queramos,
MacDunlap se asfixiaba un poquito.
—Podemos resolver la situación.
La faz de MacDunlap había adquirido un tono morado.
Graham sacudió la solapa, y todo el cuerpo de MacDunlap se balanceó.
—Diga algo, ¿quiere?
MacDunlap se apartó de un tirón y tomó una cucharada de jarabe para la tos; se llevó una mano al corazón y le dio unas palmaditas; movió la cabeza y enarcó las cejas.
Graham se encogió de hombros.
—Bueno, si le da por ponerse murrio, allá usted. La revisaré sin su ayuda.
Localizó el original y hundió animadamente los dedos en el teclado. Funcionaban bien, prácticamente sin chirrido alguno en las articulaciones. Adquirió velocidad, y más velocidad, y luego emprendió su carrera habitual. La máquina galopaba alegremente bajo el acostumbrado chorro de vapor.
—Va bien —gritó Graham—. No puedo escribir relatos nuevos, pero sí revisar los antiguos, todavía inéditos.
MacDunlap miraba por encima del hombro del otro. Respiraba solamente de tarde en tarde.
—Más rápido —decía MacDunlap—, ¡más rápido!
—¿A más de treinta y cinco? —preguntó severamente Graham—. ¿Olvida que la gasolina está racionada? Cinco minutos más.
—¿Y él estará allí?
—Está siempre. Esta semana ha estado todas las tardes en casa de June —Graham escupió el fino polvo de marfil a que había reducido los últimos milímetros de sus incisivos—. Pero, que Dios le ayude a usted si su secretaria no cumple como debe.
—Hijo mío, puede usted fiarse de mi secretaria.
—A las nueve ha de leer esta revisión.
—A menos que caiga muerta.
—Con la suerte que tengo, caerá. ¿Creerá lo que he escrito?
—Al pie de la letra. Ha visto a De Meister. Sabe que existe.
Los frenos chirriaron y el alma de Graham descendió, por simpatía, hasta cada una de las moléculas arrancadas de las cubiertas por el roce.
Subió las escaleras a saltos, mientras MacDunlap iba renqueando detrás.
Tocó el timbre y entró en tromba. Reginald de Meister, de pie en el interior, recibió el pleno impacto de un índice que le señalaba, y sólo la presteza con que echó la cabeza atrás le salvó de convertirse en un personaje mítico tuerto.
June Billings estaba de pie a un lado, silenciosa e inútil.
—Reginald de Meister —gruñó Graham con acento siniestro—, prepárese para cumplir la pena.
—¡Ah, chico —dijo MacDunlap—, y que no se librará!
—¿Y a qué debo —preguntó De Meister— su dramática pero poco ilustradora declaración? Esto me resulta confuso, ¿saben? —encendió un cigarrillo con delicado gesto y sonrió.
—Hola, Gramie —dijo June, llorosa.
—¡Lárgate, mujer perversa!
June se estremeció. Se sentía como la heroína de un libro, desgarrada por sus propios sentimientos. Naturalmente, estaba en la mismísima gloria. De modo que dejó que las lágrimas le corrieran por la cara y adquirió un aire abandonado.
—Volviendo al tema, ¿a qué viene todo esto? —preguntó De Meister con acento fatigado.
—He transformado Muerte En La Tercera Cubierta.
—¿Y qué?
—La revisión —continuó Graham— está en estos momentos en manos de la secretaria de MacDunlap, una chica por el estilo de June Billings, mi ex novia. Es decir, se trata de una muchacha aspirante a estúpida irremediable, pero que no ha llegado todavía a tal estado. Dará fe a todo lo que lea.
—¿Y qué?
La voz de Graham adquirió un acento ominoso.
—¿Se acuerda, quizá, de Sancha Rodríguez?
Por primera vez, Reginald de Meister se estremeció. Tuvo que apretar el cigarrillo, porque se le caía.
—Murió, asesinada por Sam Blake, en el capítulo sexto. Estaba enamorada de mí. Vaya, compañero, ¡en qué enredos me está usted metiendo!
—No llegan ni a la mitad del lío en que se encuentra ya, viejo amigo. En la nueva versión Sancha Rodríguez no muere.
—¡Morir! —clamó una voz femenina, tajante pero muy clara—. Yo le informaré de si he muerto o no. ¿Dónde estuviste este mes pasado, so embaucador?
Esta vez De Meister no pudo coger el cigarrillo. Ni lo intentó siquiera. Había reconocido a la aparecida. Ésta le habría parecido a un observador sin prejuicios, pura y simplemente, una esbelta muchacha latina dotada de unos ojos oscuros, que lanzaban destellos, y unas uñas largas, relucientes… Pero para Reginald de Meister era Sancha Rodríguez, ¡que regresaba de ultratumba!
La secretaria de MacDunlap había leído y había creído.
—Señorita Rodríguez —dijo De Meister con una voz que sonaba como un latido subyugador—, ¡qué fascinante resulta verla!
—Señora de Meister, tu esposa, so timador, so embustero, escoria del suelo, escorpión de la hierba. ¿Y quién es esa mujer?
June se había retirado, con mucha dignidad, detrás de la silla más próxima.
—¿Señora De Meister? —suplicó Reginald, volviéndose luego, desamparado, hacia Graham Dorn.
—Ah, te habías olvidado, ¿verdad que sí? So lengua de víbora, so perro rastrero… Yo te enseñaré qué representa engañar a una débil mujer. Con estas uñas, voy a hacerte picadillo.
De Meister retrocedía furiosamente.
—Pero, cariño…
—No me vengas con melindres. ¿Qué estás haciendo con esta mujer?
—Pero, cariño…
—No me des ninguna excusa. ¿Qué estás haciendo con esta mujer?
—Pero, cariño…
—¡Cállate! ¿Qué estás haciendo con esta mujer?
Reginald de Meister estaba de pie en un rincón, y su señora esposa blandía los puños ante su rostro.
—¡Contéstame!
De Meister desapareció.
La señora De Meister desapareció tras él inmediatamente.
June Billings se deshizo en lágrimas sinceras. Graham Dorn cruzó los brazos y la miró severamente. MacDunlap se frotaba las manos, y tomó una píldora para los riñones.
—No fue culpa mía, Gramie —dijo June—. En tus libros explicabas que hechizaba a las mujeres, sin excepción, de modo que no pude evitarlo. En lo más íntimo, le aborrecía. Me crees, ¿verdad?
—¡Vaya cuento inverosímil! —exclamó Graham, sentándose a su lado en el sofá—. Vaya cuento inverosímil. Pero quizá te perdone.
MacDunlap dijo con voz trémula:
—Hijo mío, has salvado mis acciones. Y también me has devuelto a mi mujer, claro. Y, recuérdalo, me prometiste una novela de De Meister cada año.
Graham rechinó los dientes.
—Una nada más, y haré que la señora De Meister le atormente hasta la muerte, y siempre tendré a mano una novela inédita, sólo por si acaso. Y usted publicará mi gran novela, ¿verdad que sí, Grew, viejo camarada?
—Glub —exclamó MacDunlap.
—¿Verdad que sí?
—Sí, Graham. Por supuesto, Graham. No cabe duda, Graham. Es cosa segura, Graham.
—Entonces, déjenos solos ahora; tengo que discutir asuntos de gran importancia con mi prometida.
MacDunlap sonrió y cruzó la puerta de puntillas.
«Oh, amor, amor», musitaba, mientras tomaba una píldora para el hígado, seguida de un sorbo de jarabe contra la tos.
“The Proper Study”
—La demostración está a punto —dijo Oscar Harding en voz baja, como para sí mismo, cuando el teléfono sonó para anunciar que el general estaba subiendo las escaleras.
Ben Fife, joven asociado de Harding, hundió los puños profundamente en los bolsillos de la chaqueta de laboratorio.
—No llegaremos a ninguna parte —dijo—. El general no cambiará de idea. —Y miró de soslayo el anguloso perfil, las chupadas mejillas, el ralo cabello cano de su compañero. Harding podía ser un mago de las instalaciones electrónicas, pero parecía no poder comprender qué clase de hombre era el general.
Y Harding respondió mansamente:
—Ah, nunca se sabe.
El general dio unos golpecitos a la puerta, aunque sólo como fórmula, puesto que entró sin detenerse, sin esperar una respuesta. Dos soldados se apostaron en el pasillo, uno a cada lado de la puerta. Miraban hacia todas partes, preparadas las armas.
El general Gruenwald exclamó vivamente:
—¡Profesor Harding! —En seguida hizo un leve movimiento de cabeza en dirección a Fife, y luego, por un momento, estudió a la otra persona presente en la habitación.
Este era un hombre de cara inexpresiva que se sentaba aparte, en una silla de respaldo duro, medio oscurecido por el equipo que le rodeaba.
En la persona del general, todo tenía un carácter vivo: su andar, la manera de mantener erguida la espalda, la manera de hablar… Era todo líneas rectas y ángulos, manteniéndose absolutamente fiel en todos los aspectos a la rígida etiqueta del soldado nato.