Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Vamos al laboratorio —decidí.
—¡Oye! —protestó Mary Ann—. No llegaremos al teatro.
—Mira, Mary Ann, esto es muy importante. Sólo será un momento. Ven con nosotros y desde allí iremos directamente al teatro.
—El espectáculo empieza… —empezó Mary Ann, pero no pudo decir nada más, porque la agarré de la muñeca y nos fuimos.
Eso demuestra que yo estaba fuera de mí. En circunstancias normales jamás la habría tratado con brusquedad. Mary Ann es toda una dama. Pero yo tenía demasiadas cosas en la mente. Ni siquiera recuerdo haberla agarrado de la muñeca, sólo que de pronto estaba en el coche, con Cliff y con Mary Ann, y que ella se frotaba la muñeca y mascullaba algo sobre los gorilas.
—¿Te he hecho daño, Mary Ann?
—No, claro que no. Todos los días me hago arrancar el brazo, para divertirme un poco.
Y me dio una patada en el tobillo. Sólo hace esas cosas porque tiene el cabello rojo. En realidad es de un temperamento muy dulce, pero se esfuerza por estar a la altura del mito de las pelirrojas. Yo la tengo calada, por supuesto, aunque trato de complacerla, pobre chica.
Llegamos al laboratorio en veinte minutos.
El instituto está desierto de noche. Parece más desierto que otros edificios, pues está diseñado para albergar multitudes de estudiantes que recorran los pasillos; cuando ellos no están, la soledad es antinatural. O tal vez sólo fuera que yo tenía miedo de ver qué pudiera estar sentado en nuestro laboratorio. De cualquier modo, los pasos resonaban con ecos intimidatorios y el ascensor parecía especialmente siniestro.
—No nos llevará mucho tiempo —le insistí a Mary Ann, pero ella se limitó a sorber por la nariz y a ponerse guapísima. Y es que no puede evitar ponerse guapísima.
Cliff tenía la llave del laboratorio y yo miré por encima de su hombro cuando abrió la puerta. No se veía nada. Júnior estaba allí, por supuesto, pero no había cambiado desde la última vez que lo vi. Los cuadrantes no registraban nada anormal y, aparte de ellos, sólo había una caja grande, de la que salía un cable que iba conectado al enchufe de la pared.
Cliff y yo nos acercamos a Júnior por ambos flancos. Creo que íbamos pensando en apresarlo en cuanto hiciera un movimiento brusco. Pero Júnior no hizo nada. Mary Ann también lo miraba. Incluso le pasó el dedo anular por la parte superior, se miró la yema y se la frotó con el pulgar para limpiarse el polvo.
—Mary Ann —le advertí—, no te acerques a él tanto. Quédate al otro lado de la habitación.
—Allí está igual de sucio —me contestó.
Nunca había visitado nuestro laboratorio, así que no comprendía que un laboratorio no es lo mismo que el dormitorio de un bebé. El ordenanza va dos veces al día y todo lo que hace es vaciar las papeleras. Una vez por semana entra con una fregona sucia, enfanga el suelo y se mueve de un lado a otro.
—El teléfono no está donde lo dejé —observó Cliff.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo dejé allí. —Señaló—. Y ahora está aquí.
Si tenía razón, el teléfono se había acercado a Júnior. Tragué saliva.
—Tal vez no lo recuerdas bien. —Traté de sonreír, pero no resultó muy natural—. ¿Dónde está el destornillador?
—¿Qué piensas hacer?
—Sólo echar un vistazo al interior. Para divertirme un poco.
—Te ensuciarás todo —me avisó Mary Ann, así que me puse la bata. Mary Ann es una chica muy previsora.
Empecé a trabajar con el destornillador. Una vez que Júnior estuviera perfeccionado, teníamos intención de manufacturar modelos con estuches soldados, de una sola pieza. Incluso pensábamos en plásticos moldeados, de diversos colores, para uso hogareño. Pero el modelo de laboratorio estaba ensamblado con tornillos con el fin de que pudiéramos desarmarlo y armarlo cuando fuera necesario.
Sólo que los tornillos no salían. Resoplé.
—Algún bromista ha apretado demasiado los tornillos cuando los puso.
—Tú eres el único que los toca —me recordó Cliff.
Y tenía razón, pero eso no me facilitaba las cosas. Me puse de pie y me pasé el dorso de la mano por la frente. Le pasé el destornillador.
—¿Quieres intentarlo tú?
Lo intentó, y no logró mucho más que yo.
—Qué raro —comentó.
—¿Qué es lo raro?
—Estaba haciendo girar un tornillo. Se movió unos tres milímetros y luego el destornillador se me ha escapado.
—¿Qué tiene de raro?
Cliff retrocedió y dejó el destornillador con dos dedos.
—Lo raro es que vi que el tornillo volvía a moverse tres milímetros hasta ajustarse de nuevo.
Mary Ann se estaba impacientando.
—¡Vaya, genios científicos! ¿Por qué no usáis un soplete si estáis tan ansiosos?
Señaló el soplete que descansaba sobre uno de los bancos.
Bien; por lo general, jamás se me hubiera ocurrido usar un soplete con Júnior, como no lo usaría conmigo mismo. Pero yo andaba pensando algo y Cliff también pensaba algo y ambos pensábamos lo mismo: Júnior no quería que lo abrieran.
—¿Tú qué crees, Bill? —me preguntó Cliff.
—No sé, Cliff.
—Pues date prisa, zopenco —resolvió Mary Ann—. Nos perderemos el espectáculo.
Así que tomé el soplete y gradué la salida de oxígeno. Era como apuñalar a un amigo.
Mary Ann interrumpió el procedimiento al exclamar:
—¡Vaya, qué estúpidos son los hombres! Estos tornillos están flojos. Habéis hecho girar el destornillador al revés.
No hay muchas probabilidades de hacer girar un destornillador al revés. De todos modos no me gusta contradecir a Mary Ann, así que le dije:
—Mary Ann, no te acerques tanto a Júnior. ¿Por qué no esperas junto a la puerta?
—¡Pues mira! —replicó ella.
Me mostró el tornillo que tenía en la mano y el orificio vacío en la caja de Júnior. Lo había quitado con la mano. Cliff exclamó:
—¡Santo cielo!
Todos los tornillos estaban girando. Giraban solos, como gusanos saliendo de sus agujeros; giraban y giraban y luego caían al suelo. Los recogí y sólo faltaba uno, que se quedó suspendido un momento, con el panel del frente apoyado en él, hasta que extendí el brazo. Entonces, cayó el último tornillo y el panel se desplomó suavemente en mis brazos. Lo puse a un lado.
—Lo ha hecho a propósito —comentó Cliff—. Nos oyó mencionar el soplete y desistió.
Habitualmente tiene la tez rosada, pero ahora estaba blanco.
Y yo no las tenía todas conmigo.
—¿Qué trata de ocultar? —pregunté.
—No sé.
Nos agachamos ante las entrañas abiertas y nos quedamos mirando un rato. El pie de Mary Ann volvía a tamborilear sobre el suelo. Miré mi reloj de pulsera y tuve que admitir que no nos quedaba mucho tiempo. Mejor dicho, no nos quedaba tiempo.
—Tiene un diafragma —observé.
—¿Dónde? —preguntó Cliff, acercándose.
Se lo señalé.
—Y un altavoz.
—¿Tú no los pusiste?
—Claro que no. Se supone que sé lo que he puesto. Si lo hubiera hecho lo recordaría.
—Y entonces ¿cómo es que están ahí?
Estábamos discutiendo en cuclillas.
—Supongo que los ha fabricado él. Quizá les deja crecer. Mira eso.
Señalé de nuevo. Dentro de la caja, en dos lugares, había sendos rollos de lo que parecía una delgada manguera de regar el jardín, sólo que eran de metal. Cada una de ellas formaba una espiral tan apretada que la hacía plana. En la punta el metal se dividía en cinco o seis filamentos finos que conformaban a su vez pequeñas subespirales.
—¿Tampoco lo pusiste tú?
—No, tampoco.
—¿Qué es?
Cliff sabía qué era y yo sabía qué era. Algo tenía que estirarse para que Júnior obtuviera los materiales con los que fabricar partes de sí mismo; algo tenía que salir para descolgar el teléfono. Recogí el panel frontal y lo miré de nuevo. Había dos círculos de metal cortados y ajustados de tal modo que pudieran levantarse hacia delante y dejar un orificio para que algo pasara por ellos. Metí un dedo en uno de los orificios y se lo mostré a Cliff.
—Tampoco hice esto —dije.
Mary Ann, que miraba por encima de mi hombro, estiró el brazo. Yo me estaba limpiando los dedos con una toalla de papel, para quitarme el polvo y la grasa, y no tuve tiempo de detenerla. Pero debí haberlo sabido; pues ella siempre está deseando ayudar.
El caso es que metió la mano para tocar uno de los…, bien, ¿por qué no decirlo?, uno de los tentáculos. No sé si los tocó o no. Luego afirmó que no. Pero, de cualquier modo, en ese momento soltó un chillido, se sentó y se puso a frotarse el brazo.
—Lo mismo —gimoteó—. Primero tú y ahora eso.
La ayudé a levantarse.
—Debió de ser una conexión floja, Mary Ann. Lo lamento, pero te he dicho…
—¡Pamplinas! —exclamó Cliff—. No es una conexión floja. Júnior intenta defenderse.
Yo había pensado lo mismo. Había pensado muchas cosas. Júnior era una nueva clase de máquina. Hasta la matemática que la controlaba carecía de precedentes. Quizá tuviese algo que ninguna máquina había tenido jamás. Tal vez sentía el deseo de permanecer con vida y crecer. Acaso pretendiese fabricar más máquinas hasta que hubiera millones en toda la Tierra, rivalizando con los seres humanos por hacerse con el control.
Abrí la boca y Cliff debió de adivinar lo que yo iba a decir, porque gritó:
—¡No, no! ¡No lo digas!
Pero no pude contenerme:
—Bueno, oye, desconectemos a Júnior… ¿Qué sucede?
—Está escuchando lo que decimos, pedazo de burro —gruñó Cliff—. Te oyó hablar del soplete, ¿verdad? Yo pensaba escabullirme por detrás, pero ahora es probable que me electrocute si lo intento.
Mary Ann se estaba sacudiendo con la mano la parte de atrás del vestido y no paraba de refunfuñar por la cantidad de mugre que había en el suelo, aunque yo insistía en decirle que no era culpa mía. El que lo ensucia todo es el ordenanza.
—¿Por qué no te pones unos guantes de goma y tiras del cable? —sugirió Mary Ann.
Noté que Cliff procuraba pensar razones por las cuales eso no funcionaría. No se le ocurrió ninguna, así que se puso los guantes de goma y caminó hacia Júnior.
—¡Cuidado! —grité.
Fue estúpido advertirle. Cliff tenía que cuidarse, no le quedaba otra opción. Uno de los tentáculos se movió y ya no quedaron dudas de lo que eran. Se desenrolló y se interpuso entre Cliff y el cable eléctrico. Se quedó allí, vibrando y extendiendo sus zarcillos de seis dedos. En el interior de Júnior comenzaron a brillar unos tubos. Cliff no intentó habérselas con el tentáculo. Retrocedió, y poco después el tentáculo se retrajo. Cliff se quitó los guantes de goma y dijo:
—Bill, así no vamos a ninguna parte. Este artilugio es más listo de lo que creíamos. Fue tan listo que utilizó mi voz como modelo cuando construyó ese diafragma. Tal vez llegue a hacerse tan listo como para… —Miró por encima del hombro y susurró—: Para aprender a generar energía y volverse autónomo. Bill, tenemos que detenerlo o un día alguien telefoneará al planeta Tierra y le contestarán: «¡Le juro, jefe, que aquí no hay nadie excepto nosotros, las complicadas máquinas pensantes!»
—Llamemos a la policía. Se lo explicaremos. Con una granada o algo parecido…
Cliff sacudió la cabeza.
—No podemos permitir que nadie lo descubra. Construirían otros Júnior, y todo parece indicar que aún no estamos preparados para un proyecto de esta naturaleza.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—No sé.
Sentí un fuerte golpe en el pecho. Miré y vi que era Mary Ann, dispuesta a escupir fuego.
—Mira, zopenco, si salimos, salimos y, si no salimos, no salimos. Decídete.
—Pero, Mary Ann…
—Respóndeme. Nunca he oído cosa tan ridícula. Me visto para ir al teatro y me traes a un sucio laboratorio con una máquina absurda y te pasas el resto de la tarde jugando con botoncitos.
—Mary Ann, yo no…
Pero no me escuchaba; hablaba ella. Ojalá pudiera recordar lo que dijo. O tal vez no; tal vez sea mejor no recordar sus palabras, pues no fueron precisamente halagadoras. De cuando en cuando, yo intercalaba un «pero, Mary Ann…», que acababa arrollado por su torrente de frases.
En realidad, como ya he dicho, es una criatura muy dulce y sólo se pone parlanchina e insensata cuando se altera. Como es pelirroja, piensa que le corresponde alterarse con frecuencia. Ésa es mi teoría. Cree que debe hacer honor a su pelo rojo.
De cualquier modo, recuerdo claramente que, para terminar, me dio un pisotón en el pie derecho, se giró y se marchó. La seguí al trote y balbuceé; una vez más:
—Pero, Mary Ann…
Entonces Cliff gritó. En general no nos presta atención, pero esta vez gritó a todo pulmón:
—¿Por qué no le pides que se case contigo, zopenco?
Mary Ann se detuvo. Estaba en la puerta, pero no se dio media vuelta. Yo también me detuve, y sentí que las palabras se me atascaban en la garganta. Ni siquiera atinaba a pronunciar otro «pero, Mary Ann…»
Cliff seguía gritando. Yo le oía como si estuviera a un kilómetro de distancia.
—¡Lo tengo, lo tengo! —chillaba una y otra vez.
Entonces, Mary Ann se dio la vuelta, y estaba tan bella… ¿Les he dicho que tiene los ojos verdes, con una pizca de azul? Pues bien, estaba tan hermosa que todas las palabras se me anudaron en la garganta y salieron formando ese ruido raro que uno hace al tragar.
—¿Ibas a decirme algo, Bill? —preguntó ella.
Bueno, lo cierto era que Cliff me lo había metido en la cabeza.
—¿Quieres casarte conmigo, Mary Ann? —conseguí decir, con la voz enronquecida.
En cuanto lo dije me arrepentí, porque supuse que no volvería a hablarme nunca más. Pero dos segundos después me alegré, pues me rodeó con los brazos y se puso de puntillas para besarme. Tardé un rato en comprender qué sucedía, y al fin respondí al beso. Esto duró un buen rato, hasta que Cliff logró llamar mi atención dándome un golpe en el hombro.
Me volví con mal ceño.
—¿Qué demonios quieres?
Era un poco ingrato por mi parte. A fin de cuentas, él k» había propiciado.
—¡Mira! —dijo.
Sostenía en la mano el cable principal que conectaba a Júnior con el suministro energético.
Me había olvidado de Júnior, pero volvía a recordarlo.
—Entonces, está desconectado.
—¡Frío!.
—¿Cómo lo lograste?
—Júnior estaba tan ocupado viéndote reñir con ella que conseguí escabullirme por detrás. Mary Ann ha dado un buen espectáculo.