Cuentos completos (96 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
9.12Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero él trabaja solo, señor Harridge —dije—. Rastrea la carretera, reacciona de acuerdo con los obstáculos, seres humanos, y otros coches, y recuerda los caminos por los que ha de pasar.

—Eso es lo que dicen. Eso es lo que dicen. De todos modos, tú vas a sentarte detrás del volante, por si acaso algo va mal.

Es curioso cómo a uno puede llegar a gustarle un coche. En un abrir y cerrar de ojos ya estaba llamándole Matthew, y me pasaba todo el tiempo puliendo su carrocería y comprobando su motor. Un cerebro positrónico está en mejores condiciones cuando mantiene constantemente el control de su chasis, lo cual significa que vale la pena tener el depósito del combustible siempre lleno de modo que el motor pueda funcionar al ralentí día y noche. Al cabo de poco, era capaz de decir por el sonido de su motor cómo se sentía Matthew.

A su manera, Harridge empezó a encariñarse también con Matthew. No tenía a nadie más a quien amar. Se había divorciado o había sobrevivido a tres esposas, y había sobrevivido a cinco hijos y tres nietos. De modo que cuando murió, no resultó sorprendente que convirtiera su propiedad en una Granja para Automóviles Retirados, dejándome a mí a cargo de todo, con Matthew como primer miembro de una distinguida estirpe.

Así se transformó mi vida. Nunca me casé. No puedes casarte y seguir atendiendo a los automatismos del modo en que debes hacerlo.

Los periódicos dijeron que se trataba de algo curioso, pero al cabo de un tiempo dejaron de hacer chistes sobre ello. Hay algunas cosas sobre las que no pueden hacerse chistes. Quizás ustedes no puedan permitirse nunca uno de esos automatismos y quizá nunca lo deseen tampoco, pero créanme, uno termina enamorándose de ellos. Trabajan duro y son afectuosos. Se necesita a un hombre sin corazón para tratarlos mal o permitir que otro los maltrate.

Las cosas fueron sucediéndose de tal modo que un hombre que tenía uno de esos automáticos durante un tiempo hacía los arreglos necesarios para que éste fuera a parar a la Granja, si no tenía ningún heredero en quien pudiera confiar para dejárselo con la seguridad de que iba a recibir un buen trato.

Le expliqué todo eso a Gellhorn.

—¡Cincuenta y un coches! —exclamó—. Eso representa un montón de dinero.

—Cincuenta mil como mínimo por automático, inversión original —dije—. Ahora valen mucho más. He hecho cosas por ellos.

—Debe de necesitarse un montón de dinero para mantener la Granja.

—Tiene usted razón. La Granja es una organización benéfica, lo cual nos libera de impuestos, y por supuesto cada nuevo automático trae normalmente consigo una donación paralela o un fondo de mantenimiento. De todos modos, los costos siguen aumentando. Tengo que mantener la propiedad en buen estado; hay que construir nuevo asfalto, y conservar el viejo; están la gasolina, el aceite, las reparaciones y los nuevos accesorios. Todo eso sube.

—Y usted le ha consagrado mucho tiempo.

—Cierto, señor Gellhorn. Treinta y tres años.

—No parece haberle sacado mucho provecho a todo ello.

—¿De veras? Me sorprende, señor Gellhorn. Tengo a Sally y a otros cincuenta. Mírela.

Estaba sonriendo. No podía evitarlo. Sally relucía tan limpia que casi hacía daño a los ojos. Algún insecto debía de haberse estrellado contra su parabrisas o se había posado alguna mota de polvo, ya que en aquellos momentos estaba atareada en su limpieza. Un pequeño tubo emergió y escupió un poco de Tergosol sobre el cristal. Se esparció rápidamente sobre la película de silicona y las escobillas de goma entraron instantáneamente en acción, barriendo todo el parabrisas y empujando el agua hacia el pequeño canalón que la conduciría, goteando, hasta el suelo. Ni una gotita de agua cayó sobre la resplandeciente capota color verde manzana. Escobillas y tubo de detergente retrocedieron hasta sus alvéolos y desaparecieron.

—Nunca vi a un automático hacer eso —dijo Gellhorn.

—Apuesto a que no —dije—. Yo mismo se lo he instalado a nuestros coches. Son limpios, ¿sabe? Siempre están repasando sus cristales. Les gusta. Incluso he dotado a Sally con rociadores de cera. Cada noche se abrillanta hasta que uno puede mirarse en cualquier parte de ella y afeitarse con su reflejo. Si puedo conseguir el dinero suficiente, dotaré con ese dispositivo a todas las chicas. Los convertibles son muy coquetos.

—Puedo decirle cómo conseguir ese dinero, si le interesa.

—Eso siempre me interesa. ¿Cómo?

—¿No le resulta evidente, Jake? Cualquiera de sus coches vale cincuenta mil como mínimo, dijo usted. Apostaría a que la mayoría de ellos supera las seis cifras.

—¿Y?

—¿Ha pensado alguna vez en vender algunos?

Negué con la cabeza.

—Imagino que usted no se da cuenta de ello, señor Gellhorn, pero no puedo vender ninguno. Pertenecen a la Granja, no a mí.

—El dinero iría a parar a la Granja.

—Los documentos de constitución de la Granja indican que los coches recibirán atención a perpetuidad. No pueden ser vendidos.

—¿Qué hay de los motores, entonces?

—No le comprendo.

Gellhorn cambió de postura, y su voz se hizo confidencial.

—Mire, Jake, déjeme explicarle la situación. Hay un gran mercado para automáticos particulares si tan sólo sus precios fueran asequibles. ¿Correcto?

—Eso no es ningún secreto.

—Y el noventa y cinco por ciento del coste corresponde al motor. ¿Correcto? Sé dónde podemos conseguir carrocerías. Se también dónde podernos vender automáticos a buen precio…, veinte o treinta mil para los modelos más baratos, quizá cincuenta o sesenta para los mejores. Todo lo que necesito son los motores. ¿Ve usted la solución?

—No, señor Gellhorn.

La veía, pero deseaba que él la dijera.

—Está exactamente aquí. Tiene usted cincuenta y uno de ellos. Es usted un experto en mecánica automatóvil, Jake. Tiene que serlo. Puede quitar usted un motor y colocarlo en otro coche de modo que nadie se dé cuenta de la diferencia.

—Eso no sería ético precisamente.

—No causaría usted ningún daño a los coches. Les estaría haciendo un favor. Utilice sus coches más viejos. Utilice ese antiguo Mat-O-Mot.

—Bueno, espere un momento, señor Gellhorn. Los motores y las carrocerías no constituyen dos cuerpos separados. Forman una sola unidad. Esos motores están acostumbrados a sus propias carrocerías. No se sentirían felices en otro coche.

—De acuerdo, eso es algo a tener en cuenta. Es algo a tener muy en cuenta, Jake. Sería algo así como tomar la mente de uno y meterla en el cráneo de otra persona. ¿Correcto? Supongo que no le gustaría, ¿verdad?

—No lo creo, no.

—Pero supongamos que yo tomo su mente y la coloco en el cuerpo de un joven atleta. ¿Qué opinaría de eso, Jake? Usted ya no es joven. Si tuviera la oportunidad, ¿no disfrutaría teniendo de nuevo veinte años? Eso es lo que estoy ofreciéndoles a algunos de sus motores positrónicos. Serán instalados en nuevas carrocerías del cincuenta y siete. Las más recientes…

Me eché a reír.

—Eso no tiene mucho sentido, señor Gellhorn. Algunos de nuestros coches puede que sean viejos, pero están bien conservados. Nadie los conduce. Dejamos que hagan lo que quieran. Están retirados, señor Gellhorn. Yo no desearía un cuerpo de veinte anos si eso significara que iba a tener que pasarme el resto de mi vida cavando zanjas sin tener nunca lo suficiente para comer… ¿Qué piensas tú de eso, Sally?

Las dos puertas de Sally se abrieron y se cerraron con un chasquido amortiguado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Gellhorn.

—Es la forma que tiene Sally de echarse a reír.

Gellhorn forzó una sonrisa. Supongo que pensó que estaba haciendo un chiste fácil. Dijo:

—Hablemos seriamente, Jake. Los coches están hechos para ser conducidos. Probablemente no serán felices si nadie los conduce.

—Sally no ha sido conducida desde hace cinco años —dije yo—. A mí me parece feliz.

—Permítame dudarlo.

Se puso en pie y caminó lentamente hacia Sally.

—Hola, Sally. ¿Qué te parecería una carrera?

El motor de Sally aumentó sus revoluciones. Retrocedió.

—No la incordie, señor Gellhorn —dije—. Puede ponerse un poco nerviosa.

Dos sedanes estaban a un centenar de metros carretera arriba. Se habían detenido. Quizá, a su manera, estaban observando. No me preocupaba por ellos. Mis ojos estaban clavados en Sally.

—Tranquila, Sally —dijo Gellhorn. Adelantó una mano y pulsó la manija de la puerta. Que no se abrió, por supuesto—. Se abrió hace un minuto —dijo.

—Cerradura automática —dije yo—. ¿Sabe?, Sally tiene un sentido de la intimidad muy desarrollado.

Soltó la manija, luego dijo, lenta y deliberadamente:

—Un coche con ese sentido de la intimidad no debería pasearse con la capota bajada.

Retrocedió tres o cuatro pasos, luego, rápidamente, tan rápidamente que ni siquiera pude dar un paso para detenerle, corrió hacia delante y saltó dentro del coche. Cogió a Sally completamente por sorpresa, porque, apenas se sentó, cortó el contacto antes de que ella pudiera bloquearlo.

Por primera vez en cinco años, el motor de Sally estaba parado.

Creo que grité, pero Gellhorn había girado el mando a «Manual» y lo había fijado allí. Puso de nuevo en marcha el motor. Sally estaba viva de nuevo, pero ya no poseía libertad de acción.

Se dirigió carretera arriba. Los sedanes seguían todavía allí. Se dieron la vuelta y se apartaron, no muy rápidamente. Supongo que se sentían desconcertados.

Uno de ellos era Giuseppe, de la fábrica de Milán, y el otro era Stephen. Siempre estaban juntos. Los dos eran nuevos en la Granja, pero llevaban allí el tiempo suficiente como para saber que nuestros coches simplemente no llevaban conductores.

Gellhorn avanzó a toda marcha, y cuando los sedanes se dieron cuenta finalmente de que Sally no iba a disminuir su velocidad, de que no podía disminuir su velocidad, era demasiado tarde para cualquier otra cosa excepto una acción desesperada.

La efectuaron, saltando uno hacia cada lado, y Sally pasó a toda velocidad entre ellos como un rayo. Steve atravesó la verja que rodeaba el lago y consiguió detenerse en la blanda hierba a no más de quince centímetros del borde del agua. Giuseppe dio unos cuantos botes por la cuneta al otro lado y se detuvo con un sobresalto.

Había hecho que Steve volviera a la carretera, y estaba comprobando los daños que la verja podía haberle ocasionado, cuando volvió Gellhorn.

Abrió la portezuela de Sally y salió. Inclinándose hacia atrás, cortó el encendido por segunda vez.

—Ya está —dijo—. Creo que esto le habrá hecho mucho bien.

Dominé mi irritación.

—¿Por qué se lanzó por entre los sedanes? No había ninguna razón para ello.

—Esperaba que se apartarían.

—Eso es lo que hicieron. Uno de ellos atravesó la verja.

—Lo siento, Jake —dijo—. Pensé que se apartarían más rápido. Ya sabe cómo son las cosas. He estado en muchos autobuses, pero he entrado en un automático particular tan sólo dos o tres veces en mi vida, y ésta es la primera vez que conduzco uno. Eso se lo dice todo, Jake. El conducir uno me dominó, y eso que soy un tipo más bien impasible. Se lo aseguro, no tenemos que bajar más de un veinte por ciento del precio de tarifa para conseguir un buen mercado, y conseguiremos unos beneficios de un noventa por ciento.

—¿Qué partiríamos?

—Al cincuenta por ciento. Y yo corro todos los riesgos, recuérdelo.

—De acuerdo. Ya le he escuchado. Ahora escúcheme usted a mí. —Alcé la voz debido a que estaba demasiado irritado para seguir mostrándome educado—. Cuando usted cortó el motor de Sally, le dolió. ¿Le gustaría a usted que le hicieran perder el conocimiento de una patada? Eso es lo que le hizo usted a Sally, cuando cortó su motor.

—Vamos, Jake, está usted exagerando. Los automatobuses son desconectados cada noche.

—Seguro, y es por eso por lo que no quiero a ninguno de mis chicos y chicas en sus hermosas carrocerías del cincuenta y siete, donde no sé qué trato van a recibir. Los buses necesitan reparaciones importantes en sus circuitos positrónicos cada par de años. Al viejo Matthew no le han tocado sus circuitos desde hace veinte años. ¿Qué puede ofrecer usted en comparación a eso?

—Bueno, ahora está usted excitado. Supongamos que piensa en mi proposición cuando se haya calmado un poco, y nos mantenemos en contacto.

—Ya he pensado en todo lo que tenía que pensar. Si vuelvo a verle de nuevo, llamaré a la policía.

Su boca se hizo dura y fea.

—Espere un minuto, viejo —dijo.

—Espere un minuto, usted —repliqué— Esta es una propiedad privada, y le ordeno que salga de ella.

Se alzó de hombros.

—Está bien, entonces adiós.

—La señora Hester se ocupará de que abandone usted la propiedad —dije— Procure que este adiós sea definitivo.

Pero no fue definitivo. Lo vi de nuevo dos días más tarde. Dos días y medio, mejor dicho, porque era cerca del mediodía cuando lo vi la primera vez, y era poco después de medianoche cuando lo vi de nuevo.

Me senté en la cama cuando encendió la luz, y parpadeé cegado antes de darme exactamente cuenta de lo que sucedía. Cuando pude ver, no necesité muchas explicaciones. De hecho, no necesité ninguna explicación en absoluto. Llevaba una pistola en su puño derecho, con el pequeño y horrible cañón de agujas apenas visible entre dos de sus dedos. Supe que todo lo que tenía que hacer el hombre era incrementar la presión de su mano para dejarme como un colador.

—Vístase, Jake —ordenó.

No me moví. Simplemente lo miré.

—Mire, Jake, conozco la situación —dijo—. Le visité hace dos días, recuérdelo. No tiene guardias en este lugar, ni verjas electrificadas, ni sistemas de alarma. Nada.

—No los necesito —dije—. De modo que no hay nada que le impida marcharse, señor Gellhorn. Yo, si fuera usted, lo haría. Este lugar puede convertirse en algo muy peligroso.

Dejó escapar una risita.

—Lo es, para alguien en el lado malo de una pistola de puño

—La he visto —dije—. Sé que tiene una.

—Entonces muévase. Mis hombres están aguardando.

—No, señor Gellhorn. No hasta que me diga qué es lo que desea, y probablemente tampoco entonces.

—Le hice una proposición anteayer.

—La respuesta sigue siendo no.

—Ahora tengo algo que añadir a la proposición. He venido aquí con algunos hombres y un automatobús. Tiene usted la posibilidad de venir conmigo y desconectar veinticinco de los motores positrónicos. No me importa cuáles veinticinco elija. Los cargaremos en el bus y nos los llevaremos. Una vez hayamos dispuesto de ellos, haré que reciba usted una parte equitativa del dinero.

Other books

THE GATE KEEPER by GABRIEL, JULES
Goddess of Love by Dixie Lynn Dwyer
Hurricane by Taige Crenshaw
Walk a Narrow Mile by Faith Martin
The Organization by Lucy di Legge
PartyNaked by Mari Carr
The Road Between Us by Nigel Farndale
Forest Secrets by David Laing
SlavesofMistressDespoiler by Bruce McLachlan