Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—No cuestiono eso…
—Parecías cuestionarlo cuando elaborabas el programa de la defensa.
—No. Mira, cuando el haz de láser de Jenkins atravesó la distorsión de campo, yo mismo estuve expuesto a la muerte. Un cuarto de hora más de demora habría significado el fin para mí también, y lo sé perfectamente. Sólo sostengo que el exilio no es el castigo apropiado.
Tamborileó sobre el tablero para mayor énfasis, y Dowling sujetó la reina antes de que se cayera.
—Estoy sujetándola, no moviéndola —murmuró. Recorrió con la vista una pieza tras otra. Seguía dudando—. Te equivocas, Parkinson. Es el castigo apropiado porque no hay nada peor y se corresponde con el peor delito. Mira, todos dependemos por completo de una tecnología compleja y frágil. Una avería podría matarnos a todos y no importa si la avería es deliberada, accidental u obra de la incompetencia. Los seres humanos exigen la pena máxima para cualquier acto así, pues es el único modo de obtener seguridad. La mera muerte no es lo suficientemente disuasoria.
—Sí que lo es. Nadie quiere morir.
—Y nadie quiere vivir allá arriba en el exilio. Por eso hemos tenido un solo caso en los últimos diez años y únicamente un exiliado. ¡Vaya, a ver cómo te las apañas ahora!
Movió la torre de la reina una casilla a la derecha.
Se encendió una luz. Parkinson se puso de pie.
—La programación ha terminado. El ordenador ya tendrá el veredicto.
Dowling levantó la vista con una expresión flemática.
—No tienes dudas sobre el veredicto, ¿eh? Deja el tablero como está. Seguiremos después.
Parkinson estaba seguro de que no tendría ánimos para continuar la partida. Echó a andar por el corredor hacia el juzgado, con su paso ágil de costumbre.
En cuanto entraron Dowling y él, el juez se sentó y luego entró Jenkins, flanqueado por dos guardias.
Jenkins estaba demacrado, pero impasible. Desde que sufrió aquel ataque de furia y, por accidente, dejó todo un sector sumido en la oscuridad mientras atacaba a un compañero, debía de conocer la inevitable consecuencia de su imperdonable delito. No hacerse ilusiones sirve de ayuda.
Parkinson no estaba impasible. No se atrevía a mirar a Jenkins a la cara. No podría haberlo hecho sin preguntarse, dolorosamente, qué pensaría Jenkins en ese momento. ¿Acaso absorbía con cada uno de sus sentidos todas las perfecciones de aquel confort antes de ser arrojado para siempre al luminoso infierno que surcaba el cielo nocturno?
¿Saboreaba aquel aire limpio y agradable, las luces tenues, la temperatura estable, el agua pura, el entorno seguro diseñado para acunar a la humanidad en un dócil confort?
Mientras que allá arriba…
El juez pulsó un botón y la decisión del ordenador se convirtió en el sonido cálido y sobrio de una voz humana normalizada.
—La evaluación de toda la información pertinente, a la luz de la ley de la nación y de todos los precedentes relevantes, lleva a la conclusión de que Anthony Jenkins es culpable del delito de destruir el equipo y queda sometido a la pena máxima.
Sólo había seis personas en el tribunal, pero toda la población lo escuchó por televisión.
El juez empleó la fraseología de costumbre:
—El acusado será trasladado al puerto espacial más cercano y, en el primer medio de transporte disponible, será expulsado de este mundo y vivirá exiliado mientras dure su vida natural.
Jenkins pareció encogerse, pero no dijo una palabra.
Parkinson se estremeció. ¿Cuántos lamentarían la enormidad de semejante castigo, fuera cual fuese el delito? ¿Cuánto tiempo pasaría para que los hombres tuvieran la humanidad de eliminar para siempre el castigo del exilío?
¿Alguien podía imaginar a Jenkins en el espacio sin sentir un escalofrío? ¿Podían pensar en un congénere arrojado para toda la vida en medio de la población extraña, hostil y perversa de un mundo insoportablemente caluroso de día y helado de noche, un mundo donde el cielo era de un azul penetrante y el suelo de un verde más penetrante e intenso aún, donde el aire polvoriento se arremolinaba tumultuoso y el viscoso mar se levantaba eternamente?
Y la gravedad; ese pesado, pesado, pesado, eterno ¡tirón!
¿Quién podía soportar el horror de condenar a alguien, cualquiera que fuese la razón, a abandonar el acogedor hogar de la Luna para ir a ese infierno que flotaba en el cielo: la Tierra?
“Key Item”
Jack Weaver salió de las entrañas de Multivac cansado y malhumorado.
—¿Nada? —le preguntó Todd Nemerson desde el taburete donde mantenía su guardia permanente.
—Nada —contestó Weaver—. Nada, nada, nada. Nadie puede descubrir qué pasa.
—Excepto que no funciona, querrás decir.
—Tú no eres una gran ayuda, ahí sentado.
—Estoy pensando.
—¡Pensando!
Weaver entreabrió una comisura de la boca, mostrando un colmillo. Nemerson se removió con impaciencia en el taburete.
—¿Por qué no? Hay seis equipos de técnicos en informática merodeando por los corredores de Multivac. No han obtenido ningún resultado en tres días. ¿No puedes dedicar una persona a pensar?
—No es cuestión de pensar. Tenemos que buscar. Hay un relé atascado en alguna parte.
—No es tan simple, Jack.
—¿Quién dice que sea simple? ¿Sabes cuántos millones de relés hay aquí?
—Eso no importa. Si sólo fuera un relé, Multivac tendría circuitos alternativos, dispositivos para localizar el fallo y capacidad para reparar o sustituir la pieza defectuosa. El problema es que Multivac no sólo no responde a la pregunta original, sino que se niega a decirnos cuál es el problema. Y entre tanto cundirá el pánico en todas las ciudades si no hacemos algo. La economía mundial depende de Multivac, y todo el mundo lo sabe.
—Yo también lo sé. ¿Pero qué se puede hacer?
—Te lo he dicho. Pensar. Sin duda hemos pasado algo por alto. Mira, Jack, durante cien años los genios de la informática se han dedicado a hacer a Multivac cada vez más complejo. Ahora puede hacer de todo, incluso hablar y escuchar. Es casi tan complejo como el cerebro humano. No entendemos el cerebro humano; ¿cómo vamos a entender a Multivac?
—Oh, cállate. Sólo te queda decir que Multivac es humano.
—¿Por qué no? —Nemerson se sumió en sus reflexiones—. Ahora que lo dices, ¿por qué no? ¿Podríamos asegurar si Multivac ha atravesado la fina línea divisoria en que dejó de ser una máquina para comenzar a ser humano? ¿Existe esa línea divisoria? Si el cerebro es apenas más complejo que Multivac y no paramos de hacer a Multivac cada vez más complejo, ¿no hay un punto donde…?
Dejó la frase en el aire. Weaver se puso nervioso.
—¿Adónde quieres llegar? Supongamos que Multivac sea humano. ¿De qué nos serviría eso para averiguar por qué no funciona?
—Por una razón humana, quizá. Supongamos que te preguntaran a ti el precio más probable del trigo en el próximo verano y no contestaras. ¿Por qué no contestarías?
—Porque no lo sé. Pero Multivac lo sabría. Le hemos dado todos los factores. Puede analizar los futuros del clima, de la política y de la economía. Sabemos que puede. Lo ha hecho antes.
—De acuerdo. Supongamos que yo te hiciera la pregunta y que tú conocieras la respuesta pero no me contestaras. ¿Por qué?
—Porque tendría un tumor cerebral —rezongó Weaver—. Porque habría perdido el conocimiento. Porque estaría borracho. ¡Demonios, porque mi maquinaria no funcionaría! Eso es lo que tratamos de averiguar en Multivac. Estamos buscando el lugar donde su maquinaria está estropeada, buscamos el factor clave.
—Pero no lo habéis encontrado. —Nemerson se levantó del taburete—. ¿Por qué no me haces la pregunta en la que se atascó Multivac?
—¿Cómo? ¿Quieres que te pase la cinta?
—Vamos, Jack. Hazme la pregunta con toda la charla previa que le das a Multivac. Porque le hablas, ¿no?
—Tengo que hacerlo. Es terapia.
Nemerson asintió con la cabeza.
—Sí, de eso se trata, de terapia. Ésa es la versión oficial. Hablamos con él para fingir que es un ser humano, con el objeto de no volvernos neuróticos por tener una máquina que sabe muchísimo más que nosotros. Convertimos a un espantoso monstruo de metal en una imagen paternal y protectora.
—Si quieres decirlo así…
—Bien, está mal y lo sabes. Un ordenador tan complejo como Multivac debe hablar y escuchar para ser eficaz. No basta con insertarle y sacarle puntitos codificados. En un cierto nivel de complejidad, Multivac debe parecer humano, porque, por Dios, es que es humano. Vamos, Jack, hazme la pregunta. Quiero ver cómo reacciono.
Jack Weaver se sonrojó.
—Esto es una tontería.
—Vamos, hazlo.
Weaver estaba tan deprimido y desesperado que accedió. A regañadientes, fingió que insertaba el programa en Multivac y le habló del modo habitual. Comentó los datos más recientes sobre los disturbios rurales, habló de la nueva ecuación que describía las contorsiones de las corrientes de aire, sermoneó respecto a la constante solar.
Al principio lo hacía de un modo rígido, pero pronto el hábitto se impuso y habló con mayor soltura, y cuando terminó de introducir el programa casi cortó el contacto oprimiendo un interruptor en la cintura de Todd Nemerson.
—Ya está. Desarrolla eso y danos la respuesta sin demora.
Por un instante, Jack Weaver se quedó allí como si sintiera una vez más la excitación de activar la máquina más gigantesca y majestuosa jamás ensamblada por la mente y las manos del hombre. Luego, regresó a la realidad y masculló:
—Bien, se acabó el juego.
—Al menos ahora sé por qué yo no respondería —dijo Nemerson—, así que vamos a probarlo con Multivac. Lo despejaremos; haremos que los investigadores le quiten las zarpas de encima. Meteremos el programa, pero déjame hablar a mí. Sólo una vez.
Weaver se encogió de hombros y se volvió hacia la pared de control de Multivac, cubierta de cuadrantes y de luces fijas. Lo despejó poco a poco. Uno a uno ordenó a los equipos de técnicos que se fueran.
Luego, inhaló profundamente y comenzó a cargar el programa en Multivac. Era la duodécima vez que lo hacía. En alguna parte lejana, algún periodista comentaría que lo estaban intentando de nuevo. En todo el mundo, la humanidad dependiente de Multivac contendría colectivamente el aliento.
Nemerson hablaba mientras Weaver cargaba los datos en silencio. Hablaba con soltura, tratando de recordar qué había dicho Weaver, pero aguardando al momento de añadir el factor clave.
Weaver terminó, y Nemerson dijo, con un punto de tensión en la voz:
—Bien, Multivac. Desarrolla eso y danos la respuesta. —Hizo una pausa y añadió el factor clave—: Por favor.
Y por todo Multivac las válvulas y los relés se pusieron a trabajar con alegría. A fin de cuentas, una máquina tiene sentimientos… cuando ha dejado ya de ser una máquina.
“Feminine Intuition”
Las Tres Leyes de la robótica
:
Por primera vez en la historia de Robots y Hombres Mecánicos de Estados Unidos, un accidente había destruido un robot en la Tierra.
Nadie tenía la culpa. La aeronave había saltado en pedazos en pleno vuelo, y una incrédula comisión de investigación dudaba si dar a conocer las pruebas de que había chocado contra un meteorito. Ninguna otra cosa podía haber sido tan rápido como para impedir eludirla automáticamente; ninguna otra cosa podía haber causado tantos daños excepto una explosión nuclear, la cual quedaba descartada.
Si se asociaba esto con un informe que hablaba de un fogonazo en el cielo nocturno poco antes de la explosión —un informe del Observatorio Flagstaff, no de un aficionado— y con la posición de un enorme fragmento de hierro meteórico, sepultado en el suelo a un kilómetro y medio del lugar del accidente, no se podía llegar a otra conclusión.
Aun así, nunca había ocurrido semejante cosa, y los cálculos de las probabilidades en contra arrojaban cifras monstruosas. Pero hasta las improbabilidades más extremas son posibles.
En las oficinas de Robots y Hombres Mecánicos, el cómo y el porqué eran secundarios. Lo importante era que un robot estaba destruido.
Eso era perturbador.
El hecho de que JN-5 fuese un prototipo, el primero que se colocaba en ese campo después de cuatro intentos, era aún más perturbador.
El hecho de que JN-5 fuese un tipo de robot totalmente nuevo, muy diferente de todo lo anterior, era inmensamente perturbador.
El hecho de que JN-5 hubiese logrado algo antes de su destrucción, algo de una incalculable importancia, y que ese logro pudiera perderse para siempre, resultaba perturbador hasta extremos inconcebibles.
Ni siquiera merecía la pena mencionar que, junto con el robot, también había perecido el jefe de robopsicología de la empresa.
Clinton Madarian había ingresado en la empresa diez años antes. Durante cinco de esos años estuvo trabajando sin quejas, bajo la gruñona supervisión de Susan Calvin.
La brillantez de Madarian era manifiesta y Susan Calvin lo había ascendido discretamente por encima de hombres con más antigüedad. Jamás se hubiera dignado a darle explicaciones a Peter Bogert, el director de investigaciones, pero dichas explicaciones no eran necesarias. En todo caso, eran obvias.
En muchos sentidos, Madarian suponía el reverso de la renombrada doctora Calvin. No era tan obeso como lo hacía parecer su papada, pero poseía una presencia arrolladora, mientras que Susan pasaba casi inadvertida. El macizo rostro de Madarian, su melena de cabello rojizo y reluciente, su tez rubicunda y su voz tronante, su risa estentórea y, sobre todo, su aplomo y su avidez para anunciar sus éxitos parecían restar espacio a quienes se encontraban en la misma habitación que él.
Cuando Susan Calvin se jubiló finalmente (negándose de antemano a prestar toda colaboración para una cena de homenaje que se planeaba en su honor, con tal firmeza que la jubilación jamás se anunció a las agencias de prensa), Madarian la reemplazó.