Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Es que…, nos peleamos —dijo Susan.
—Entonces, lo comprende. Estaba, bueno…, si hubiera sido un aparato, diríamos que su motor se recalienta a medida que funciona más de prisa. Esta mañana pareció absolutamente esencial que le tratáramos. Le convencimos de que viniera aquí, cerramos la puerta con llave y…
—Le inyectaron algo mientras yo gritaba y pataleaba fuera.
—En absoluto —negó Anderson—. Queríamos utilizar un sedante, pero ya era tarde. Ha sufrido lo que puedo calificar de derrumbamiento. Puede buscar marcas de inyección en su cuerpo, que, como novia suya, lo hará sin el menor embarazo, y no encontrará ninguna.
—Ya lo veré. ¿Y qué pasará ahora? —preguntó Susan.
—Estoy seguro de que se recuperará. Volverá a ser como antes.
—¿Promedio medio?
—No tendrá una memoria perfecta, pero hasta hace diez días tampoco la tenía. Naturalmente, la casa le dará de baja indefinidamente, y le pagará el sueldo íntegro. Si precisara tratamiento médico, se le pagarán todos los gastos. Cuando se sienta bien del todo, puede volver al trabajo activo.
—¿Sí? Quiero todo esto por escrito antes de que termine el día, o mañana traeré a mi abogado.
—Pero, Miss Collins —protestó Anderson—, usted sabe que Mr. Heath se ofreció voluntario. Usted también lo aceptó.
—Pienso que usted sabe que no se nos dijo toda la verdad y que no le interesa una investigación. Preocúpese de que lo que me ha dicho nos lo den por escrito.
—Y usted, a su vez, tendrá que firmar una declaración de que nos exime de toda responsabilidad de cualquier desgracia sufrida por su novio.
—Posiblemente. Pero primero quiero ver qué clase de desgracia puede ser. ¿Puedes andar, Johnny? Johnny movió afirmativamente la cabeza y dijo con voz apagada:
—Sí, Sue.
—Entonces, vámonos.
John tuvo que tomarse una tortilla y una buena taza de café antes de que Susan le permitiera discutir. Entonces, preguntó:
—Lo que no comprendo es cómo estabas allí.
—Digamos que por intuición femenina.
—Digamos que por inteligencia de Susan.
—Está bien. Digámoslo. Cuando te tiré el anillo a la cabeza me compadecí, me lamenté y, después de que se me pasara, experimenté una terrible sensación de pérdida porque, por raro que pueda parecer, a una medianía, te quiero mucho.
—Perdóname, Sue —musitó John, abrumado.
—Por supuesto, pero, cielos, estabas insoportable. Entonces empecé a pensar que si amándome conseguías ponerme tan furiosa, qué estarías haciendo a tus compañeros de trabajo. Cuanto más lo pensaba, más creía que sentirían un incontenible impulso de matarte. Pero, bueno, no me interpretes mal, admito que merecías la muerte; pero solamente a mis manos. Ni soñar en permitir que lo hiciera nadie más. No sabía nada de ti…
—Lo sé, Sue. Tenía planes y no disponía de tiempo…
—Querías hacerlo todo en dos semanas, lo sé, idiota. Pero esta mañana no pude soportarlo más. Vine a ver cómo estabas y te encontré tras una puerta cerrada con llave. John se estremeció.
—Nunca imaginé que disfrutaría con tus patadas y tus gritos, pero así fue. Les detuviste.
—¿Te molestará hablar de ello?
—Creo que no. Estoy bien.
—¿Qué te estaban haciendo?
—Se disponían a re-inhibirme. Temí que me inyectaran una sobredosis y me dejaran amnésico.
—¿Por qué?
—Porque sabían que les tenía hundidos. Podía hundirles a ellos y a la compañía.
—¿Podías hacerlo?
—Absolutamente.
—Pero no llegaron a inyectarte, ¿verdad? ¿O fue otra de las mentiras de Anderson? ¿Podías hacerlo?
—No soy amnésico.
—Bien, lamento parecerte una doncella victoriana, pero confío en que hayas aprendido la lección.
—Si lo que quieres decir es si me doy cuenta de que tenias razón, así es.
—Entonces, déjame que te sermonee un minuto para que no vuelvas a olvidarte. Te lanzaste a cambiar las cosas demasiado de prisa, demasiado abiertamente y sin tener en cuenta para nada la posible reacción violenta de los otros. Tú lo recordabas todo, pero lo confundiste con la inteligencia. Si hubieras tenido a alguien realmente inteligente para guiarte…
—Te necesitaba, Sue.
—Pero ya me tienes, Johnny.
—¿Qué haremos ahora, Sue?
—Primero conseguir el papel de «Quantum» y, como estás bien, les firmaremos su documento. Segundo, nos casaremos el sábado, tal como habíamos planeado en un principio. Tercero, ya veremos…, pero, ¿Johnny?
—¿Qué?
—¿Estás bien del todo?
—No podría estar mejor, Sue. Ahora que estamos juntos, todo irá bien.
No fue una boda fastuosa. Menos solemne de lo que habían planeado en principio y con menos invitados. Por ejemplo, no había nadie de «Quantum». Susan había declarado, con toda firmeza, que sería una mala idea. Un vecino de Susan había traído una cámara de vídeo para grabar la ceremonia, algo que a John le parecía el colmo de lo cursi, pero que Susan había deseado. De pronto el vecino le dijo con gesto trágico:
—No puedo lograr que la maldita cámara funcione. Se supone que iban a darme una en perfecto estado. Tendré que hacer una llamada. —Y se apresuró a bajar la escalera para hacer la llamada desde la cabina telefónica de la entrada de la capilla. John se acercó a mirar cuidadosamente la cámara. Sobre una mesita había un folleto de instrucciones. Lo cogió y lo hojeó con moderada velocidad, después lo volvió a dejar. Miró a su alrededor, pero todo el mundo estaba ocupado. Nadie parecía fijarse en él. Hizo deslizarse el panel de atrás, a un lado, disimuladamente, y miró dentro. Después se alejó y miró pensativo a la pared de enfrente. Siguió mirando distraído mientras su mano derecha se metía subrepticiamente en el mecanismo y hacia un rápido ajuste. Después de un corto intervalo, volvió a deslizar el panel y tocó un botón. Llegó el vecino con aspecto exasperado.
—¿Cómo voy a seguir unas instrucciones que no tienen pies ni cabeza? —Frunció el ceño. Luego, dijo—: Curioso. Funciona. A lo mejor no estaba estropeada.
—Puede besar a la novia —dijo el sacerdote, amablemente, y John tomó a Susan en sus brazos y obedeció la orden con entusiasmo. Susan murmuró sin casi mover los labios:
—¿Arreglaste la cámara? ¿Por qué? En un murmullo, respondió John:
—Lo quería todo perfecto para la boda. Le reconvino Susan:
—Querías presumir. Se separaron, se miraron con ojos empañados de emoción, se abrazaron de nuevo mientras el reducido grupo de invitados se impacientaba.
—Si lo vuelves a hacer —musitó Susan—, te arrancaré la piel a tiras. Mientras nadie sepa que todavía recuerdas, nadie podrá detenerte. Seremos los amos de todo dentro de un año si sigues bien las instrucciones.
—Sí, amor mío —murmuró John, humildemente.
“It Is Coming”
Cuando finalmente captamos señales del Universo, no procedían de alguna distante estrella. Las señales no llegaban hasta nosotros cruzando la vastedad del espacio interestelar, viajando años y años luz, y años y años tiempo. No procedían de allí.
Procedían de nuestro propio sistema solar. Algo (fuera lo que fuese) se hallaba en el interior de nuestro sistema solar y se acercaba a nosotros. Algo (fuera lo que fuese) que estaría en las inmediaciones de la Tierra dentro de cinco meses, a menos que acelerara o se desviara.
Y nos correspondía a Josephine y a mí —y a Multivac— decidir lo que había que hacer.
Al menos estábamos advertidos. Si aquello (fuera lo que fuese) hubiera llegado cincuenta años antes —digamos en 1980—, no habría sido detectado tan rápidamente, y quizá no habría sido detectado en absoluto. Fue el gran complejo de radiotelescopios del Mar de Moscú, en la cara oculta de la Luna, el que detectó las señales, las localizó, las siguió. Y aquel complejo llevaba funcionando tan sólo cinco años.
Pero hacer algo al respecto correspondía a Multivac, en su refugio de las Montañas Rocosas. Todo lo que los astrónomos podían decir era que las señales no eran regulares ni tampoco se producían completamente al azar, de modo que sin duda contenían un mensaje. Era tarea de Multivac interpretar el mensaje, si es que había alguna forma posible de hacerlo.
El mensaje, fuera cual fuese, seguramente no estaba en inglés, ni en chino, ni en ruso, ni en ningún idioma terrestre. Las pulsaciones de las microondas no tenían sentido una vez trasladadas a sonidos u organizadas en lo que pudiera ser una imagen. Pero entonces, ¿qué podían ser? El idioma, si era un idioma, debía ser completamente alienígena. La inteligencia que había tras él, si es que había alguna, debía ser completamente alienígena también.
Ante el público se restó importancia a la historia. Se convirtió en un asteroide con una órbita muy excéntrica, y se aseguró que no se produciría ninguna colisión.
Sin embargo, entre bastidores hubo una intensa actividad. El punto de vista de los representantes europeos en la conferencia planetaria fue que no había ninguna necesidad de hacer nada. Cuando el objeto llegara, comprenderíamos. Las regiones islámicas sugirieron preparativos para la defensa mundial. Las regiones soviéticas y norteamericanas señalaron conjuntamente que siempre era preferible el conocimiento que la ignorancia, y que las señales debían ser sometidas a análisis por computadora.
Eso significaba Multivac.
El problema es que nadie comprende realmente a Multivac. Parpadea y emite zumbidos en su caverna artificial de cinco kilómetros de largo en Colorado, y sus decisiones rigen la economía mundial. Nadie sabe si esa monstruosa computadora lleva bien o mal la economía, pero ningún ser humano o grupo de seres humanos se atreve a tomar la responsabilidad de las decisiones económicas, de modo que Multivac sigue al cargo de ellas.
Descubre sus propios errores, repara sus propias averías, amplía su propia estructura. Los seres humanos le proporcionan la energía y las piezas de repuesto, y algún día Multivac será capaz de hacer también eso por sí misma.
Josephine y yo éramos sus intermediarios humanos. Ajustábamos la programación cuando necesitaba ser ajustada, le alimentábamos nuevos datos cuando necesitaban ser alimentados, interpretábamos los resultados cuando necesitaban interpretación.
En realidad, todo eso podría haber sido efectuado a distancia, pero no hubiera sido político. El mundo quería vivir con la ilusión que los seres humanos la controlaban, de modo que deseaba que hubiera una persona allí.
Esa era Josephine Durray, quien sabe más acerca de Multivac que cualquier otra persona en la Tierra… lo cual no es tampoco demasiado. Puesto que una persona sola allá en los pasillos de Multivac se hubiera vuelto loca rápidamente, yo fui también. Soy Bruce Durray, su marido, ingeniero electrónico de profesión, y experto en Multivac por educación a manos de Josephine.
No se necesita ser muy listo para adivinar que no deseábamos la responsabilidad de dar sentido a las señales alienígenas, pero tan sólo Multivac podía lograrlo, si es que podía lograrse, y sólo nosotros estábamos entre Multivac y la Humanidad.
Por una vez Multivac tuvo que ser programada desde el principio, debido a que no había nada en sus partes vitales que se aproximara a su actual tarea. Y fue Josephine quien tuvo que hacerlo, con toda la ayuda que yo pude proporcionarle.
Josephine frunció el ceño y dijo:
—Todo lo que puedo hacer, Bruce, es dar instrucciones a Multivac para que pruebe cualquier permutación y combinación posibles, y vea si algo de eso muestra regularidades y repeticiones a nivel local.
Multivac lo intentó. Al menos tenemos que suponer que lo hizo. Pero los resultados fueron negativos. Lo que parpadeó en la pantalla y apareció en la impresora fue «No traducción posible».
Al cabo de tres semanas, Josephine empezaba a aparentar su edad. Mesándose el cabello —que empezaba a tornarse gris— de tal modo que parecía más rizado que nunca, dijo reflexivamente:
—Nos hallamos en un callejón sin salida, y tenemos que hacer algo.
Estábamos desayunando; tomando una porción de huevos revueltos con mi tenedor, dije:
—Sí, pero, ¿qué?
—Bruce —repuso ella—, sea lo que sea esa cosa, tenemos que suponer que está técnicamente más avanzada que nosotros, y quizá que es más inteligente. Viene hacia nosotros desde algún distante origen; nosotros aún no somos capaces de ir hasta ella. Queda suponer pues que, si le enviáramos señales, probablemente sería capaz de interpretarlas.
—Quizá.
—No quizá. ¡Sí! —dijo ella secamente—. Así que enviémosle señales. Esa cosa las interpretará, y luego enviará señales suyas acordes con nuestro sistema.
Llamó al secretario de Economía, que es nuestro jefe. Él la escuchó atentamente, luego dijo:
—No puedo trasladar esa sugerencia al Consejo. No querrán saber nada de ello. No podemos dejar que esa cosa sepa nada de nosotros hasta que nosotros sepamos algo de ella. Ni siquiera deberíamos permitir que supiera que estamos aquí.
—Pero ya sabe que estamos aquí —dijo Josephine con vehemencia—. Se está acercando. Probablemente, alguna inteligencia sabe desde hace siglos que estamos aquí, al menos desde que nuestras señales de radio empezaron a salir al espacio a principios del siglo veinte.
—Si es así —dijo el secretario—, ¿qué necesidad hay de enviar otro mensaje?
—Las señales de radio carecen de sentido, son tan sólo un ruido de fondo. Tenemos que enviar una señal deliberada para establecer la comunicación.
—No, señora Durray —dijo, tajante, el hombre—. El Consejo no tomará eso en consideración, y yo le recomendaría a usted que no lo mencionara siquiera.
Y eso fue todo. Cortó la comunicación.
Me quedé mirando la pantalla en blanco y dije:
—Tiene razón, ¿sabes? Ni siquiera lo tomarán en consideración, y el secretario vería dañada su jerarquía dentro del escalafón si se viera asociado a una sugerencia así.
Josephine parecía furiosa.
—Pues no me detendrán. Yo controlo a Multivac, hasta el punto en que puede ser controlada, y haré que envíe los mensajes pese a todo.
—Lo cual significa acusación, juicio, prisión… ejecución incluso, por lo que yo sé.
—Si llegan a descubrir que se ha realizado la acción. Debemos saber lo que dice ese mensaje, y si los políticos están demasiado asustados para correr un riesgo nacional, yo no.