Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Tenemos un producto químico para la memoria. Funciona con todos los animales que hemos probado. Su habilidad de aprendizaje mejora de modo sorprendente. Debería funcionar también con los seres humanos.
—¡Es de lo más excitante! —exclamó John.
—Es excitante —repitió Kupfer—. La memoria no se mejora almacenando en el cerebro información de modo más eficiente. Todos nuestros estudios demuestran que el cerebro almacena un número casi ilimitado de datos perfecta y permanentemente. La dificultad reside en recordarlos. ¿Cuántas veces hemos tenido un nombre en la punta de la lengua sin poder precisarlo? ¿Cuántas veces hay algo que uno sabe que sabe, y que no se recuerda hasta dos horas después de haber pensado en algo más? ¿Lo expongo correctamente, David?
—Si —dijo Anderson—. El recuerdo se inhibe, pensamos, porque el cerebro mamífero se
ha adelantado a sus necesidades desarrollando un sistema de registro demasiado perfecto. Un mamífero almacena la información que necesita o que es capaz de utilizar, y si toda ella estuviera disponible en cualquier momento, nunca podría seleccionar suficientemente de prisa lo preciso para una reacción apropiada. El recuerdo se inhibe, por lo tanto, para asegurar que los datos emergen del almacenamiento en números manipulables, y con los datos más deseados no distorsionados por otros datos abundantes y sin interés.
»Hay una química definida que funciona en el cerebro como un recordatorio inhibidor, y hay otra química que neutraliza al inhibidor. Lo llamamos un desinhibidor y, hasta donde hemos podido asegurarnos, no produce efectos secundarios deletéreos. Susan se echó a reír.
—Ya sé lo que sigue Johnny. Ya pueden marcharse, caballeros. Acaban de decir que el recuerdo es inhibido para permitir que los mamíferos reaccionen de modo más eficiente, y ahora dicen que el desinhibidor no produce efectos deletéreos. Seguro que el desinhibidor hará que los mamíferos reaccionen con menos eficiencia; quizá se encontrarán del todo incapaces de reaccionar. Y ahora van a proponer probarlo en Johnny y ver si le reducen a la inmovilidad catatónica. Anderson se puso en pie, apretando los labios. Dio unos pasos rápidos hasta el extremo opuesto y se giró. Volvió a sentarse, tranquilizado y sonriente.
—En primer lugar, Miss Collins —dijo—, es un asunto de dosificación. Le dijimos que todos los animales en los que se ha experimentado, todos desplegaron una gran capacidad para aprender. Naturalmente, no eliminamos del todo el inhibidor; simplemente lo suprimimos en parte. En segundo lugar, no tenemos razones para pensar que el cerebro humano pueda tolerar una completa desinhibición. Es mucho mayor que cualquier cerebro de animal que se haya estudiado, y todos conocemos su incomparable capacidad para el pensamiento abstracto. Es un cerebro diseñado para recordar perfectamente, pero las ciegas fuerzas de la evolución no han conseguido retirar la química inhibitoria que, al fin y al cabo, había sido diseñada para los animales más bajos y heredada de ellos.
—¿Está seguro? —preguntó Johnny.
—No puede estar seguro —declaró Susan, tajante.
—Estamos seguros —dijo Kupfer—, pero necesitamos pruebas para convencer a los demás. Por eso es por lo que tenemos que probarlo en un ser humano.
—Y éste seria John —anunció Susan.
—Sí.
—Lo cual nos lleva a la cuestión clave —observó Susan—. ¿Por qué, John?
—Bueno —empezó Kupfer, despacio—, necesitamos a alguien con el que las posibilidades de éxito son casi seguras, y en quien resultarían más evidentes. No queremos a nadie de una capacidad mental tan baja que necesitemos utilizar grandes dosis del desinhibidor; ni queremos a nadie tan listo que los efectos no se noten suficientemente. Necesitamos a alguien de tipo medio. Afortunadamente, disponemos de los perfiles fisicopsicológicos de todos los empleados de «Quantum», y en esto, como en muchas otras cosas, Mr. Heath es ideal.
—¿Promedio medio? —musitó Susan. John pareció impresionado al oír la frase que él había imaginado como su más recóndito y vergonzoso secreto.
—Venga, venga —protestó John. Ignorando la protesta de John, Kupfer respondió a Susan:
—Si.
—¿Y dejará de serlo si se somete a tratamiento? Los labios de Anderson se estiraron en otra de sus extrañas sonrisas carentes de alegría.
—En efecto. Dejará de serlo. Es algo que debe tener en cuenta, ya que se va a casar pronto… La sociedad Johnny & Sue, la llamó así, ¿verdad? Tal como es ahora, no creo que la sociedad progrese mucho en «Quantum», Miss Collins, porque aunque Heath es un empleado bueno y de confianza, es, como ya ha dicho, una medianía. Si toma el desinhibidor, pasará a ser una persona sorprendente y avanzará con asombrosa rapidez. Considere lo que sería esto para la sociedad.
—¿Y qué tiene que perder la sociedad? —preguntó Susan, sombría.
—No veo que pueda perder nada —observó Anderson—. Será una dosis moderada que le administraremos en el laboratorio, mañana…, domingo. Estaremos solos, podremos mantenerle bajo vigilancia unas horas. Es cierto que nada saldrá mal. Si pudiera hablarle de todos nuestros pacientes, experimentos y exploraciones minuciosas sobre efectos secundarios…
—Pero, en animales —hizo constar Susan, sin ceder un ápice. Pero John intervino entonces:
—Yo tomaré la decisión, Sue. Estoy más que harto de eso del promedio medio. Vale la pena arriesgarme si eso significa librarme del maldito peso del promedio medio.
—Johnny, no te precipites —rogó Susan.
—Estoy pensando en nuestra sociedad, Sue. Quiero contribuir en algo.
—Bien —dijo Anderson—, pero consúltelo con la almohada. Tenemos preparadas dos copias de un acuerdo que le pediremos que estudie y firme. Por favor, tanto si firma como si no, no se lo enseñe a nadie. Vendremos mañana por la mañana para llevarle al laboratorio. Sonrieron, se levantaron y se fueron. John leyó el documento con el ceño fruncido, luego levantó la mirada:
—Tú no crees que deba hacerlo, ¿verdad, Sue?
—Claro, me preocupa.
—Pero, si tengo la oportunidad de salirme del promedio medio…
—¿Y qué importa eso? En mi corta vida he conocido a muchos iluminados y a muchos chiflados, y te juro que me encanta una persona sensata y sencilla como tú, Johnny. Óyeme, yo también soy una medianía…
—¡Tú, una medianía! ¿Con tu cara? ¿Con tu tipo? Susan se contempló con cierta complacencia.
—Bueno, digamos que soy tu estupenda medianía de mujer.
Le pusieron la inyección a las ocho de la mañana del domingo, doce horas después de que se lo propusieran. Un sensor totalmente computarizado fue conectado en una docena de partes de su cuerpo, mientras Susan observaba con atenta aprensión.
—Ahora, Heath —dijo Kupfer—, relájese, por favor. Todo va bien, pero la tensión acelera el corazón, aumenta la presión y anula nuestros resultados.
—¿Cómo puedo relajarme? —barbotó John. Susan intervino:
—¿Anula los resultados hasta el extremo de no saber bien lo que pasa?
—No, no —cortó Anderson—. Boris ha dicho que todo iba bien y así es. Es justo que nuestros animales fueran sedados siempre, antes de la inyección, y creímos que en este caso los sedantes no serian apropiados. Así que si no hay sedante, debemos esperar tensión. Limítese a respirar despacio y haga lo imposible para minimizarla. Era entrada la tarde cuando, por fin, le desconectaron del todo.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Anderson.
—Nervioso, pero por lo demás muy bien.
—¿Dolor de cabeza?
—No. Pero quiero ir al baño. Un orinal no me relaja nada.
—Naturalmente. John volvió a salir, ceñudo.
—No he observado ninguna mejora de la memoria.
—Esto lleva cierto tiempo y será gradual. El desinhibidor entra en el riego sanguíneo del cerebro, ¿sabe? —explicó Anderson.
Era casi medianoche cuando Susan rompió lo que había resultado ser una velada opresiva y silenciosa, en la que ni uno ni otra habían disfrutado con la televisión. Susan le dijo:
Tendrás que quedarte a dormir aquí. No quiero que te quedes solo no sabiendo bien lo que va a ocurrir.
No siento nada —declaró John, sombrío—. Sigo siendo yo.
Me conformo con esto, Johnny. ¿Sientes dolor, malestar o algo raro?
Me parece que no.
Ojalá no lo hubiéramos hecho.
Todo sea por la sociedad —dijo John con una débil sonrisa—. Tenemos que correr algún riesgo en pro de la sociedad.
John durmió mal y se despertó angustiado, pero a tiempo. Llegó puntual al trabajo también para iniciar bien la semana. A las once su aspecto retraído llamó desfavorablemente la atención de su superior inmediato, Michael Ross. Ross era grueso, torvo y más bien parecía un cargador de muelle sin serlo. John se llevaba bien con él, aunque no le gustaba. Ross preguntó con su vozarrón de bajo:
—¿Qué ha ocurrido con su carácter jovial, Heath, con sus chistecitos y su risa cantarina? Ross cultivaba cierto preciosismo en el lenguaje, como si quisiera borrar así su imagen de cargador de muelle.
—No me encuentro muy fino —explicó John, sin levantar la vista.
—¿Resaca?
—No, señor —respondió fríamente.
—Bien, anímese, pues. No se ganan amigos repartiendo hierbas malolientes por el campo en el que retoza.
John hubiera preferido dar un puñetazo en la mesa. La afectación literaria de Ross era insoportable incluso en el mejor momento del día, y aquel día no había tenido aun el mejor momento. Y para empeorar las cosas, John percibió el olor de un puro rancio y comprendió que James Arnold Prescott, el jefe de la sección de ventas, se estaba acercando. Y así era. Miró a su alrededor y preguntó:
—Mike, ¿recuerda qué vendimos a Rahway la primavera pasada más o menos y cuándo fue? Hay una maldita cuestión al respecto y me temo que los detalles han sido mal computadorizados. La pregunta no iba dirigida a él, pero John se apresuró a contestar tranquilamente:
—Cuarenta y dos ampollas de PCAP. Eso fue en abril, el día 14, J.P., número de factura P-20543, con un cinco por ciento de descuento concedido si el pago se hacía dentro de los treinta días. El pago total se recibió el 8 de mayo. Aparentemente lo oyeron todos los de la sala. Por lo menos, todos levantaron la cabeza. Prescott preguntó:
—¿Cómo demonios está enterado de todo esto? Por un momento John miró a Prescott, con la sorpresa reflejada en el rostro.
—De pronto lo he recordado, J.P.
—Con que sí, ¿eh? Repítalo. John lo hizo, titubeando un poco, y Prescott lo apuntó en uno de los papeles de la mesa de John, resoplando ligeramente; al inclinar la cintura comprimía el imponente abdomen contra su diafragma, dificultándole la respiración. John trató de esquivar el humo del puro sin conseguirlo. Prescott ordenó:
—Ross, compruebe esto en su ordenador y vea si hay algo de verdad. —Se volvió a John con expresión de desagrado—. No me gustan los bromistas. ¿Qué habría hecho si yo hubiera aceptado sus cifras y me hubiera ido con ellas?
—No habría hecho nada. Son correctas —dijo John, consciente de que la atención de todos estaba puesta en él. Ross entregó la lectura a Prescott. Prescott miró y preguntó:
—¿Es del ordenador?
—Si, J.P. Prescott se quedó mirando, luego dijo, señalando a John con la cabeza:
—Y ése, ¿qué es? ¿Otro ordenador? Sus cifras son correctas. John esbozó una débil sonrisa, pero Prescott gruñó y se fue, dejando sólo como recuerdo de su presencia el hedor de su tabaco.
—¿Qué diablos ha sido ese pequeño juego de magia, Heath? —preguntó Ross—. ¿Descubrió de antemano lo que quería saber y lo buscó para apuntarse unos puntos?
—No, señor —contestó John, que iba adquiriendo confianza—. Sólo que resultó que me acordaba. Tengo buena memoria para esas cosas.
—¿Y se ha tomado la molestia de ocultarlo a sus leales compañeros todos estos años? No hay aquí una sola persona que tuviera la menor idea de que ocultaba su buena memoria tras su vulgar apariencia.
—No había motivo para que lo dijera, ¿no es cierto, Mr. Ross? Y ahora que se me ha escapado, no parece que me haya ganado ninguna simpatía, ¿no cree? Y así era, en efecto. Ross le dirigió una torva mirada y se alejó.
La excitación de John durante la cena en «Gino's» le impedía hablar coherentemente, pero Susan le escuchó con paciencia y trató de actuar de moderador.
—Puede ser que te hayas acordado, ¿sabes? —le dijo—. Esto, por sí solo, no prueba nada, Johnny.
—¿Estás loca? —Bajó la voz ante el gesto de Susan y miró a su alrededor. Lo repitió a media voz—: ¿Estás loca? No supondrás que es la única cosa que he reconocido, ¿verdad? Creo que puedo recordar todo lo que he oído en toda mi vida. Es una cuestión de memoria. Por ejemplo, cita algún pasaje de Shakespeare.
—Ser o no ser. John la miró, ofendido.
—No seas tonta. Bueno, no importa. La cosa es que si tú me recitas cualquier verso, puedo seguir hasta donde quieras. Leí alguna obra para la clase de Literatura inglesa en la Facultad, y lo recuerdo todo. Lo he probado. Y es como un chorro. Yo diría que puedo recordar cualquier parte de cualquier libro; cualquier artículo o periódico que haya leído; cualquier programa de TV que haya visto…, palabra por palabra o escena por escena.
—¿Y qué vas a hacer con todo esto? —preguntó Susan.
—No lo tengo conscientemente en la cabeza todo el tiempo. Supongo que no… Espera, ordenemos… Cinco minutos después, añadió:
—Supongo que no… Dios mío, no se me ha olvidado dónde quedamos. ¿No es asombroso? Supongo que no creerás que estoy nadando continuamente en un mar mental de frases de Shakespeare. Rememorar, implica un esfuerzo, muy pequeño, pero un esfuerzo.
—¿Y cómo funciona?
—No lo sé. ¿Cómo levantas el brazo? ¿Qué órdenes das a tus músculos? Te limitas a mover el brazo hacia arriba y lo hace. No cuesta hacerlo, pero tu brazo no se levantará hasta que quieras hacerlo. Bien, yo recuerdo todo lo que he leído o visto cuando quiero, pero no cuando no quiero. No sé cómo lo hago, pero lo hago. Llegó el primer plato y John lo atacó, feliz. Susan se dedicó a sus champiñones rellenos.
—Es excitante.
—¿Excitante? Tengo el juguete mayor y más maravilloso del mundo. Mi propio cerebro. Fíjate, puedo escribir correctamente cualquier palabra, y estoy seguro de que nunca más haré faltas gramaticales.
—¿Porque recuerdas todos los diccionarios y gramáticas que has leído en tu vida? John la miró vivamente: