Cuentos completos (493 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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A los postres, Trumbull, con una suavidad de vocabulario desmentida por las arrugas feroces de su cara tostada, dijo:

—Diga lo que diga sobre el razonamiento, éste ha aumentado el promedio de la vida humana en unos cuarenta años en el último siglo. Las fuerzas que están más allá de la razón, sean cuales fueren, no han podido alargarlo ni un minuto.

—Nadie puede negar que la razón tiene sus usos y su utilidad —dijo Murdock—. Nos ha permitido vivir más tiempo, pero mire el mundo que lo rodea, señor, y dígame si nos ha permitido vivir con decencia, y después pregúntese si la extensión sin decencia es una bendición tan inmaculada.

Para cuando sirvieron el brandy y todos habían probado sus lanzas contra el calmo escudo verbal de Murdock, casi pareció un anticlímax que Gonzalo golpeara su vaso de agua con una cuchara para indicar el comienzo del interrogatorio de sobremesa.

—Caballeros —dijo Gonzalo—, hemos contado con una cena de interés inusual, creo —y aquí hizo un breve gesto hacia Avalon, que estaba sentado a su izquierda, gesto que por suerte Murdock no vio—. Y me parece que nuestro invitado ya ha sido sometido a dificultades. Se ha desempeñado bien y creo que hasta Manny tiene sospechosas huellas de huevo en la cara. (No digas nada, Manny). Como anfitrión, voy a dar por terminado el interrogatorio, entonces y pedirle al señor Murdock, si lo desea, que nos cuente su historia.

Murdock, que había terminado la cena con un vaso grande de leche, y que había rechazado el café y el brandy que le ofreciera Henry, dijo:

—El señor Gonzalo ha tenido la bondad de invitarme a esta cena y debo decir que me agrada la cortesía que me han brindado. También me siendo agradecido. No se me presenta con frecuencia la oportunidad de discutir con incrédulos tan dispuestos a escuchar como ustedes. Dudo que haya convencido a alguien, pero mi misión no es convencerlos, sino más bien ofrecerles una oportunidad de convencerse a sí mismos.

»Mi problema, o “historia” como lo llamó el señor Gonzalo, ha obsesionado mi mente durante las últimas semanas. Le confié en parte, en un momento de agonía mental, a la Hermana Minerva, que, según como ve las cosas el mundo, es prima mía, pero en verdad hermana en virtud de nuestra común pertenencia a la Iglesia de los Discípulos de la Santidad. Ella, por motivos que le parecieron válidos, se la contó a su inquilino, el señor Gonzalo, y él me buscó y me imploró que asistiera a esta reunión.

»Me aseguró que era posible que ustedes pudieran ayudarme en este problema que obsesiona mi mente. Puede ser que sí, puede ser que no; eso no importa. La bondad que ya han demostrado es lo bastante grande como para hacer que el fracaso en la otra cuestión tenga poca relevancia.

»Caballeros, soy presbítero de la Iglesia de los Discípulos de la Santidad. Es una iglesia pequeña sin la menor importancia de acuerdo al modo en que el mundo considera la importancia, pero no es la aprobación del mundo lo que buscamos. Tampoco buscamos consuelo en la idea de que sólo nosotros encontraremos la salvación. Estamos muy dispuestos a admitir que todos pueden encontrar su camino al trono por cualquiera de una infinita cantidad de senderos. Encontramos consuelo sólo en que nuestro sendero nos parece directo y cómodo, un sendero que nos da paz: un bien tan escaso como deseable en el mundo.

»He sido miembro de la Iglesia desde los quince años y he contribuido a acercar a la congregación a varios de mis amigos y conocidos.

»A quien no pude interesar fue a mi tío Haskell.

»Me sería fácil describir a mi tío Haskell como un pecador, pero por lo común esa palabra se emplea para describir ofensas contra Dios, y considero que es una definición inútil. La piedad de Dios es infinita y Su amor lo bastante grande como para no ofenderse por cosas que sólo le atañen a Sí mismo. Si la ofensa fuese contra el hombre eso sería mucho más grave, pero en eso puedo exonerar a mi tío Haskell al menos hasta donde puedo exonerar a la humanidad en general. Uno no puede vivir un momento sin herir, dañar o, al menos, incomodar a un semejante, pero estoy seguro de que mi tío Haskell nunca tuvo la intención de provocar tal daño, herida o incomodidad. Se habría apartado un kilómetro de su camino para impedirlo, si supiese lo que pasaba y si impedirlo fuese posible.

»Queda el tercer tipo de daño: el que un hombre se inflige a sí mismo… y me temo que en eso mi tío Haskell fue un pecador. Era un hombre corpulento, con un sentido del humor homérico y apetitos gargantescos. Comía y bebía en exceso, y también frecuentaba a las mujeres, sin embargo, hiciera lo que hiciese, lo hacía con tal gusto que uno podía engañarse y creer que obtenía placer con su modo de vida y caer en el error de perdonarlo sobre la base de que era mucho mejor disfrutar de la vida que ser un puritano amargado como yo, que encuentra un perverso placer en la tristeza.

»De hecho fue esa la defensa de mi tío Haskell cuando una vez lo sermoneé y le dije que lo que para él y para otros podía parecer una parranda gloriosa terminaba en la cárcel y con una leve conmoción cerebral por añadidura.

»Me dijo: “¿Y tú qué sabes de la vida, puritano tal-por-cual? No bebes, no fumas, no insultas, no…

»Bueno, les ahorro la lista de los placeres en los que me encontraba poco experto. Sin duda pueden imaginarlos, uno por uno. Tal vez también a ustedes les parezca triste que pase por alto tales rutas a la elevación del espíritu, pero mi tío Haskell, aunque conocía a una docena de damas de virtud dudosa, nunca había conocido la tranquila emoción del amor, que llena el corazón. No conocía la placentera serenidad de la contemplación en silencio, del discurso razonado, de la comunión con las almas magníficas que han dejado sus pensamientos como herencia. Conocía mis sentimientos al respecto, pero los despreciaba.

»Tal vez lo hiciera con tanta vehemencia porque sabía lo que había perdido. Mientras yo estudiaba en la universidad (en los días en que llegué a conocer por primera vez a mi tío Haskell, ya amarlo) él escribía una disertación sobre la Inglaterra de la Restauración
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. A veces hablaba como si tuviese el plan de escribir una novela, otras como si se tratara de una exposición histórica. Tenía una casa en Leonia Nueva Jersey, en ese entonces… aún la tenía, debería decir porque había nacido allí, como lo habían hecho sus antepasados y los míos desde la época colonial de los cuáqueros. Bueno, la perdió, junto con todo lo demás.

»Ahora bien… ¿en qué iba? Sí, en su casa de Leonia pudo reunir una biblioteca de material sobre la Inglaterra de la Restauración, en la que encontraba, lo creo honestamente, más placer que en cualquiera de los sensualismos que con el tiempo lo reclamaron.

»Fue su adicción al juego lo que provocó el verdadero daño. Era la primera de las pasiones a las que él llamaba placeres que llevó al extremo. Le costó su hogar y su biblioteca. Le costó su trabajo, tanto el de anticuario, con el que se ganaba la vida, como el de historiador aficionado, en el que encontraba solaz.

»Sus parrandas, por más escandalosas y alegres que fueran, lo dejaban en el hospital, la cárcel o tirado en la calle y yo no siempre estaba presente para sacarlo del apuro en seguida.

»Lo que lo mantenía a flote era la naturaleza errática de su vicio mayor, porque de vez en cuando hacía una apuesta afortunada o daba vuelta una carta propicia y entonces, por un día o por un mes, la pasaba bien. En esas ocasiones siempre fue generoso. Nunca valoró el dinero en sí mismo ni se aferró a él frente a la necesidad ajena (lo que habría sido un vicio peor que cualquiera de los que ya poseía), así que los buenos tiempos nunca duraron mucho ni sirvieron como base para recobrar su vida anterior y más digna.

»Y ocurrió que, hacia el fin de su vida, “mató” con una apuesta. Creo que lo llaman “matar”, lo que es razonable dado que el lenguaje del vicio tiene una violencia particular propia. No pretendo comprender cómo lo logró, salvo que varios caballos, cada uno de los cuales era improbable que ganara, ganaron sin embargo, y mi tío Haskell dispuso sus apuestas de tal modo que cada caballo ganador multiplicaba grandemente lo que ya había sido multiplicado.

»Pasó a ser, tanto según sus normas como según las mías, un hombre rico, pero estaba muriendo y sabía que no tendría tiempo de gastar el dinero como de costumbre. Lo que se le ocurrió, fue dejar el mundo en compañía de una broma enorme: una broma en la que el humor residía en lo que él concebía como mi corrupción, aunque estoy seguro que no lo contemplaba de ese modo.

»Me llamó junto a su lecho y me dijo algo que, por lo que puedo recordar, fue algo así: “Ahora, Ralph, muchacho mío, no me sermonees. Como puedes ver con tus propios ojos, en este momento soy virtuoso. Tendido aquí, no puedo hacer ninguna de las cosas terribles que tú deploras… salvo tal vez injuriar un poco. Ahora sólo puedo encontrar tiempo y ocasión para ser tan virtuoso como tú y mi recompensa es que voy a morir.”

“Pero no me importa, Ralph, porque obtuve más dinero que lo que he obtenido de una sola vez durante muchos años y podré derrocharlo de un modo completamente nuevo. Voy a dejártelo a ti, sobrino.

»Empecé a protestar que prefería que él estuviera bien y se reformara en serio antes que el dinero, pero me cortó.

“No, Ralph, a tu propio modo retorcido has hecho todo lo posible por mí y me has ayudado aún cuando me desaprobabas con tanta fuerza y no pudieses tener esperanzas de una retribución razonable, ya fuese en términos de dinero o de conversión. Además de eso, eres mi único pariente y habrías obtenido el dinero aunque no hubieras hecho nada por mí.

»Una vez más intenté explicarle que lo había ayudado como un ser humano y no como pariente, y que no lo había hecho como una especie de inversión comercial, pero una vez más me cortó. Le costaba hablar y yo no quise prolongar las cosas más de lo debido.

»Dijo: “Te dejaré cincuenta mil dólares limpios. Se han tomado las medidas necesarias para que quedasen liquidados todas las costas legales e impuestos. Yo lo he tratado con mi abogado. Con tu modo de vida, no sé qué podrás hacer con mi dinero aparte de mirarlo, pero si eso te da placer, te lo dejaré para que lo hagas”.

»Dije con suavidad: “Tío Haskell, con cincuenta mil dólares puede hacerse mucho bien y los gastaré de acuerdo a lo que los Discípulos de la Santidad encuentren adecuado y útil. Si eso te disgusta, entonces no me dejes el dinero”.

»Entonces rió, con un débil esfuerzo, y buscó mi mano a tientas de manera tal que hizo evidente lo débil que había quedado. Hacía un año que yo no lo veía y en ese intervalo había ido cuesta abajo a un paso increíble.

»Los doctores decían que una combinación de diabetes y cáncer, mal tratada, había avanzado con demasiada rapidez a través de los bastiones de su cuerpo minado por el placer, el Cielo lo ayude, y sólo le había dejado la esperanza de una agonía no muy prolongada. Había “matado” en las carreras de caballos, pero también había matado a su propio cuerpo.

»Me tomó la mano débilmente y dijo: “No, haz lo que quieras con el dinero. Contrata a alguien para cantar salmos. Dáselo, de a un centavo por vez, a cinco millones de pordioseros. Es asunto tuyo; no me importa. Pero, Ralph, hay una treta en todo esto, una treta muy divertida”.

»“¿Una treta? ¿Qué tipo de treta?” Fue todo lo que se me ocurrió preguntar.

»“Bueno, Ralph, muchacho mío, me temo que tendrás que jugar al azar por el dinero”. Me palmeó la mano y rió otra vez. “Será un juego limpio, con cinco probabilidades contra una”.

»“El abogado”, prosiguió, “tiene un sobre en cuyo interior está el nombre de una ciudad: un lindo sobre sellado, que él no abrirá hasta que vayas a verlo con el nombre de una ciudad. Te daré seis ciudades para escoger y sólo elegirás una de ellas. ¡Una! Si la ciudad que elijas concuerda con la del sobre, obtienes cincuenta mil dólares. Si no concuerda, no obtienes nada, y el dinero va a parar a diversas instituciones de caridad. Mi tipo de instituciones de caridad”.

»“Eso no es decente, tío”, dije, bastante desorientado.

»“¿Por qué no, Ralph? Todo lo que debes hacer es adivinar la ciudad y te quedas con una buena tajada de dinero. Y si adivinas mal, no pierdes nada. Mejor imposible. Mi sugerencia es que numeres las ciudades de uno a seis, después tires un dado y escojas la ciudad que corresponda al número que saques. ¡Una oportunidad muy correcta, Ralph!”.

»Parecieron brillarle los ojos, tal vez ante la imagen de su sobrino haciendo rodar los dados por dinero. Sentí esa sensación con agudeza y dije, sacudiendo la cabeza: “Tío Haskell, es inútil imponerme esa condición. No jugaré al azar con el universo ni abdicaré al trono de la conciencia para dejar que la suerte tome las decisiones por mí. O me dejas el dinero, si eso te agrada, o no me lo dejas, si eso te agrada”.

»Dijo: “¿Por qué piensas que vas a jugar al azar con el universo? ¿No aceptas que lo que los hombres llaman suerte es en realidad la voluntad de Dios? Me los has dicho con bastante frecuencia. Bueno, entonces si Él te considera digno, obtendrás el dinero. ¿O no confías en Él?”.

»Dije: “Dios no es un hombre que pueda ser puesto a prueba”.

»Mi tío Haskell se iba debilitando. Retiró su brazo y lo dejó descansar pasivo sobre la frazada. Un momento después dijo: “Bueno, tendrás que hacerlo. Si no le llevas a mi abogado tu elección dentro de los treinta días siguientes a mi muerte, irá a parar todo a mis instituciones de caridad, Vamos, treinta días es tiempo suficiente”.

»Todos tenemos nuestras debilidades, caballeros, y no siempre estoy libre del orgullo. No podía permitir que me obligaran a danzar al son del bastón de mi tío Haskell simplemente para conseguir el dinero. Pero después pensé que podría usar el dinero no para mí, sino para la Iglesia, y que tal vez no tenía derecho a rechazarlo basado en el orgullo por mi virtud, cuando se perdería tanto en el proceso.

»Pero el orgullo se impuso. Dije: “Lo siento, tío Haskell, pero en ese caso, el dinero tendrá que ir a otras manos. No jugaré al azar por él”.

»Me puse en pie para irme pero su mano se movió y no me aparté. Dijo: “Está bien, miserable sobrino mío. Quiero que te quedes con el dinero, en serio; así que si te falta sangre de jugador y no puedes arriesgarte honestamente con el destino, te daré un indicio. Si lo desentrañas, sabrás de qué ciudad se trata (creo que sin lugar a dudas) y no estarás jugando al azar cuando entregues ese nombre”.

»Realmente ya no quería prolongar la discusión y sin embargo odiaba abandonarlo y dejarlo desolado si podía evitar hacerlo. Dije: “¿Cuál es el indicio?”.

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