Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Apuesto a que lo aprovecharán a tope —dijo Drake con pesimismo—, sin importarles la minuciosidad de su diseño. Querrán dar una atmósfera a la Luna.
—¡Oh!, no —repuso Serváis—, no después de seis aterrizajes en la Luna. No debemos temer por ese error. Sin embargo, no tengo ninguna duda de que cometerán otros errores. Encontrarán imposible dominar los efectos de la baja gravedad de forma adecuada y durante todo el tiempo, y las exigencias de la trama obligarán a que se lleven a cabo algunas incorrecciones. Sin embargo, eso no puede evitarse y nuestro trabajo consiste, simplemente, en suministrarles material que sea lo más imaginativo posible. Ése es mi objetivo, tal como verán dentro de un momento… Nosotros ideamos una ciudad, una pequeña ciudad que va a estar situada en el borde interior de un cráter. Esto es ineludible porque la trama de la película así lo exige. Sin embargo, tenemos la opción de elegir el cráter y su localización. Mi socio, quizá por ser norteamericano, se inclina directamente por lo que resulta más obvio. Desea utilizar el cráter Copérnico.
»Dice que es un nombre familiar; que si la ciudad se llamara Colonia Copérnico, eso sólo ya daría a la Luna un aire de aventura exótica, y así sucesivamente. Todo el mundo conoce, dice él, el nombre del astrónomo que fue el primero en colocar al Sol en el centro del sistema planetario y que es un nombre que, además, suena con fuerza.
»Yo, por otra parte, no me siento nada entusiasmado con esa idea. La Tierra, tal como se ve desde Copérnico, está en lo alto del cielo y se mantiene allí. Como todos ustedes saben, la Luna siempre da una cara a la Tierra, por lo que desde cualquier punto de la superficie de la Luna, la Tierra está siempre, más o menos, en el mismo punto del cielo.
Gonzalo dijo de repente:
—Si usted quiere que la ciudad lunar esté en el otro lado de la Luna, de forma que la Tierra «no esté» en el cielo, está usted loco. El público querrá decididamente que la Tierra se encuentre allí.
Serváis levantó su mano expresando su conformidad:
—¡Absolutamente de acuerdo! Pero si está siempre allí, es casi lo mismo que si no estuviera. Uno se acostumbra a ello. No, yo opto por una propuesta más sutil. Me gustaría que la ciudad estuviera en un cráter que se halla en el límite del lado visible. Desde allí, naturalmente, se verá la Tierra en el horizonte.
«Tengan en cuenta lo que ello implica. La Luna no mantiene exactamente el mismo lado frente a la Tierra. La Luna oscila de un lado a otro aunque en pequeños índices. Durante catorce días oscila hacia un lado y luego, durante otros catorce días, oscila al revés. Esto se llama «libración»…
En este momento hizo una pausa como para asegurarse de que había pronunciado correctamente la palabra.
—Y ello ocurre porque la Luna no se mueve en un círculo perfecto alrededor de la Tierra. Ahora, vean ustedes… Si establecemos la Colonia Bailly en el cráter del mismo nombre, la Tierra no sólo está en el horizonte, sino que se mueve hacia arriba y hacia abajo en un cielo de veintiocho. Situados adecuadamente, los colonos lunares podrán ver la salida y puesta de la Tierra, aunque lentamente, por supuesto. Ello se presta a poder explotar la imaginación. Los personajes pueden ingeniárselas para llevar a cabo alguna canción importante a la Puesta de Tierra y las diferentes posiciones de la Tierra pueden indicar el paso del tiempo y provocar el suspenso. Se pueden también originar fabulosos efectos especiales. Si Venus está cerca de la Tierra y la Tierra está en la fase de cuarto creciente, entonces Venus alcanzará el punto más alto de la luminosidad; y cuando la Tierra se ponga, podremos ver a Venus, en el cielo sin aire de la Luna, en una muy diminuta fase de creciente.
—Puesta de Tierra y estrella vespertina y un claro aviso para mí —dijo Avalen entre dientes.
Gonzalo medió:
—¿De verdad existe un cráter llamado Bailly?
—Ciertamente —repuso Serváis—. De hecho, es el cráter más grande que se puede ver desde la superficie de la Tierra. Tiene 290 kilómetros de ancho…
—Parece un nombre chino —dijo Gonzalo.
—¡Francés! —exclamó Serváis solemnemente—. Un astrónomo francés con ese nombre fue alcalde de París en 1789, en tiempos de la Revolución.
—No eran buenos tiempos para ser alcalde —opinó Gonzalo.
—Y así lo entendió él. Fue guillotinado en 1793.
Intervino Avalon:
—Yo estoy bastante de su parte, señor Serváis. Las perspectivas de su propuesta son buenas. ¿Cuál es la objeción de su socio?
Serváis se encogió de hombros en un gesto que era más galo que todo lo que había dicho o hecho.
—Tonterías. Dice que será demasiado complicado para la gente de la película. Que confundirán las cosas, dice. Señala también que la Tierra se mueve demasiado lentamente en el cielo de la Luna. Que tardará días en alzar por completo su esfera por encima del horizonte y que otro tanto ocurrirá para ocultar totalmente su esfera por debajo del horizonte.
—¿Es eso cierto? —preguntó Gonzalo.
—Sí, es cierto. Pero, ¿qué tiene eso que ver? Puede resultar interesante. Halsted dijo:
—Pero ellos pueden soslayar eso. Pueden hacer que la Tierra se mueva un poco más de prisa… ¿Por qué no?
Serváis pareció disgustado.
—Eso no está bien. Mi socio dice que eso será precisamente lo que la gente de la película hará y que dicha alteración del hecho astronómico será vergonzosa. Se enfurece mucho con todo esto y encuentra defectos por todas partes, incluso en el nombre del cráter al que considera ridículo y absurdo hasta el punto de no tolerar que éste aparezca en nuestro informe. Nunca habíamos tenido una discusión como ésta. Está como loco.
—Recuerde —dijo Avalon— que usted dijo que sería condescendiente con él, que cedería.
—Bien, tendré que hacerlo —contestó Serváis—, pero a disgusto. Es cierto que está pasando un mal momento.
Rubin dijo:
—Ya ha dicho usted eso dos veces, Jean. No conozco a su socio, por lo tanto no puedo hacer un juicio sobre cómo se comporta. ¿Por qué se encuentra en un mal momento?
Serváis movió la cabeza negativamente.
—Hace un mes, o quizás un poco más, su mujer se suicidó, tomando una gran dosis de somníferos. Mi socio era un fiel esposo, y de lo más gurrumino con ella. Naturalmente, ha sido terrible para él y, como es lógico, no es el mismo de antes.
Drake tosió con suavidad.
—¿Continúa trabajando?
—No se atrevería a sugerirle que no lo hiciera. El trabajo lo mantiene cuerdo.
Halsted dijo:
—¿Por qué se suicidó su mujer?
Serváis no respondió con palabras, pero hizo un gesto con sus cejas que se prestaba a múltiples interpretaciones.
Halsted insistió:
—¿Era una enferma incurable?
—¿Quién sabe? —repuso Serváis suspirando—. Por algún tiempo, pobre Howard… —Hizo una pausa, desconcertado—. No era mi intención mencionar su nombre.
Trumbull dijo:
—Aquí puede usted decir lo que quiera. Todo lo que se diga en esta habitación es totalmente confidencial… Nuestro camarero también, antes de que usted lo pregunte, es una persona de absoluta confianza.
—Bueno —siguió Serváis—, su nombre, en cualquier caso, no tiene ninguna importancia. Se trata de Howard Kaufman. En cierto modo, el trabajo lo ha hecho bien. Excepto por lo que se refiere al trabajo, es una persona prácticamente muerta. Ya nada le parece importante.
—Sí —convino Trumbull—, pero ahora sí que «hay» algo importante para él. Quiere su cráter, no el cráter que usted propuso.
—Sí —dijo Serváis—. Ya he pensado en eso. Me dije a mí mismo que ello era una buena señal. Al menos está interesado en algo. Es el principio. Y quizá sea la razón más importante para que yo ceda. Sí, creo que cederé… Está decidido, cederé. Ya no hay ninguna razón para que ustedes, caballeros, traten de optar por uno de nosotros. La decisión está tomada y se inclina de su lado.
Avalon estaba frunciendo el entrecejo:
—Supongo que deberíamos seguir interrogándolo más sobre el trabajo que usted hace y supongo, también, que, por otra parte, no deberíamos entrometernos en lo que a una desgracia personal se refiere. Sin embargo, aquí, en la reunión de los Viudos Negros, no se prohíbe ningún tipo de preguntas y no existe una Quinta Enmienda a la que acogerse. No estoy satisfecho, caballero, con sus comentarios respecto de la desventurada mujer que se suicidó. Como hombre felizmente casado, estoy totalmente perplejo sobre esa combinación de amor y suicidio. ¿Dijo usted que no estaba enferma?
—En realidad, yo no dije eso —replicó Serváis—, y me molesta tener que hablar sobre el tema.
Rubin golpeó con la cuchara el vaso vacío que había delante de él.
—Es privilegio del invitado —opinó enérgicamente.
Todo el mundo se quedó en silencio.
—Jean —dijo—, usted es mi invitado y mi amigo. No podemos forzarlo a que responda a las preguntas, pero ya dejé claro que el precio de aceptar nuestra hospitalidad era el interrogatorio a ultranza. Si usted ha cometido un acto criminal y no quiere hablar de él, váyase ahora y no habrá nada que decir por nuestra parte. Ahora bien, si usted quiere hablar, sea lo que sea lo que usted diga, nosotros seguiremos sin decir nada.
—Aunque, en efecto, se trate de un acto criminal —dijo Avalon—, le aconsejaríamos muy encarecidamente que lo confesara.
Serváis sonrió con cierta vacilación.
Dijo:
—Durante un minuto, durante un terrible minuto, pensé que me encontraba metido en una novela de Kafka y que sería juzgado y condenado por algún delito que me iban a hacer confesar contra mi voluntad. Caballeros, no he cometido ningún delito de importancia. Alguna multa por exceso de velocidad, un poco de imaginación creativa en mi declaración de renta… Todo eso es, como he oído decir, tan americano como la tarta de manzana. Pero si ustedes están pensando que yo maté a esa mujer y que hice que pareciera un suicidio…, por favor, sáquenselo de inmediato de sus cabezas. «Fue» suicidio. A la Policía no le cupo la menor duda.
Halsted dijo:
—¿Estaba enferma?
—De acuerdo, pues. Responderé. Por lo que yo sé, no, no estaba enferma. Pero, después de todo, yo no soy médico y no la examiné.
Halsted preguntó:
—¿Tenía hijos?
—No. No tenía hijos. Ah, señor Halsted, recuerdo de repente que usted me dijo antes que sus invitados sometían a discusión los problemas que tenían y que yo le dije que no tenía ninguno. De cualquier forma, veo que usted me ha encontrado uno.
Trumbull dijo:
—Si usted está tan seguro de que fue un suicidio, supongo que ella debió dejar una nota.
—Sí —repicó Serváis—, dejó una.
—¿Qué decía en ella?
—No podría citarlo textualmente. Ni siquiera la vi yo mismo. Según Howard, se trataban, simplemente, de pedir disculpas por originar aquella desgracia, pero decía que ella no podía seguir adelante. Era una nota muy trivial, pero les aseguro que satisfizo a la Policía.
Intervino Avalon:
—Pero, si se trataba de un matrimonio feliz, y no había ninguna enfermedad ni complicaciones de hijos, entonces… ¿O existían complicaciones de hijos? ¿Acaso ella ansiaba tener hijos y su marido se negaba…?
Gonzalo se interpuso.
—Nadie se mata por no tener hijos.
—La gente se mata por motivos estúpidos —replicó Rubín—. Yo recuerdo…
Trumbull gritó furioso, con voz estentórea:
—¡Maldición! Ya está bien de interrupciones. Es Jeff quien tiene la palabra.
Avalon medió:
—¿Pudo la falta de hijos tener una influencia perturbadora?
—Por lo que yo conozco, no —replicó Serváis—. Mire, señor Avalon, yo tengo mucho cuidado con lo que digo y «no» he dicho que fuera un matrimonio feliz.
—Usted dijo que su socio era fiel a su esposa —medió con tono grave Avalon—, y utilizó esa antigua y refinada palabra, «gurrumino», para describirlo.
—El amor —siguió Serváis— es insuficiente para alcanzar la felicidad si sólo mana de una de las dos partes. Yo no dije que ella «lo» quisiera.
Drake encendió otro cigarrillo.
—¡Ah! —dijo—, la trama se complica.
Avalon dijo:
—Entonces, en su opinión, ello tuvo que ver con el suicidio.
Serváis pareció preocupado.
—Es más que mi opinión. «Sé» que ello tuvo algo que ver con el suicidio.
—¿Le importaría explicarme los detalles? —preguntó Avalon, suavizando ligeramente su rígida postura, como para convertir la pregunta en una cortés invitación.
Serváis dudó y luego dijo:
—Les recuerdo que me han prometido que todo es confidencial. Mary…, Madame Kaufman y mi socio llevaban casados siete años y parecían un matrimonio que se encontraba a gusto pero, ¿quién puede decir nada en estos momentos?
«Había otro hombre. Es mayor que Howard y, según mi opinión, no tan bien parecido… Pero, de nuevo, ¿quién puede opinar en estos temas? Lo que ella encontraba en él no es probable que estuviera a la vista para que todo el mundo se enterara.
Halsted dijo:
—¿Cómo se tomó «eso» su socio?
Serváis miró hacia arriba y se ruborizó claramente.
—Nunca lo supo. ¿Supongo que no creerán que yo se lo dije? No soy de ese tipo de personas, se lo aseguro. No soy de los que se entrometen entre marido y mujer. Y, francamente, si se lo hubiera dicho a Howard, éste no me hubiera creído. Es más que probable que hubiera intentado pegarme. Por tanto, ¿qué debía hacer yo? ¿Presentar pruebas? ¿Acaso debía organizar las cosas para que fueran atrapados en una situación que no indujera a ningún error? No, no dije nada.
—¿Y de verdad que él no lo supo? —preguntó Avalon, claramente desconcertado.
—No lo supo. No hacía mucho tiempo que había empezado. La pareja era exageradamente prudente. El marido le era ciegamente fiel. ¿Qué quieren ustedes?
—El marido es siempre el último en enterarse —sentenció Gonzalo.
Drake dijo:
—Si el
affaire
estaba tan bien escondido, ¿cómo lo descubrió usted, señor Serváis?
—Por la más pura casualidad, se lo aseguro —replicó Serváis—. En cierto modo fue para ella un increíble golpe de infortunio. Aquella noche tenía yo una cita. No conocía bien a la muchacha y la cosa, después de todo, no fue bien. Estaba ansioso por deshacerme de ella, pero primero… ¿Qué quieren ustedes?, no hubiera sido caballeroso dejarla ir sola… La llevé hasta su casa en un extraño barrio de la ciudad. Y, tras haberme despedido de la forma más somera, entré en un bar cercano para tomar una taza de café y también para recuperarme. Y allí vi a Mary Kaufman y a un hombre.