Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Acaso la organización obrera no habría apoyado por lo común al candidato demócrata para ese año? —dijo Henry.
—James M. Cox, sí. Era muy apoyado por Wilson.
—Así que quitarles votos al candidato de Wilson podría ser, en el estilo llamativo del señor Hennessy, la culminación del trabajo que el dedo de Dios había empezado.
—Estoy seguro de que él lo pensaría de ese modo.
—En cuyo caso la carta habría sido escrita el viernes 13 de febrero de 1920.
—Es una posibilidad —dijo Fletcher—, ¿pero cómo puede probarla?
—Doctor Fletcher —dijo Henry— en la nota el señor Hennessy agradece a Dios que no haya viernes trece al mes siguiente y hasta lo considera un milagro. Si conociese el esquema del calendario perpetuo por cierto que no lo habría creído un milagro Hay siete meses que tienen treinta y un días, y en consecuencia duran cuatro semanas y tres días. Si una fecha en especial cae en un día de semana en especial de un mes semejante, cae al mes siguiente tres días de semana después. En otras palabras, si el trece cae viernes en julio, entonces caerá lunes en agosto. ¿No es así, señor Halsted?
—Tienes toda la razón, Henry. Y si el mes tiene treinta días adelanta dos días en la semana, de modo que si el trece cae en viernes en junio, cae en domingo en julio —dijo Halsted.
»En ese caso, en cualquier mes que tenga treinta o treinta y un días, no es posible que haya un viernes trece seguido al otro mes por otro viernes trece, y Hennessy lo sabría y no lo consideraría un milagro en absoluto.
»Pero, señor Fletcher, hay un mes que sólo tiene veintiocho días y ese mes es febrero. Tiene cuatro semanas exactas de extensión, así que marzo empieza el mismo día de semana que febrero, y repite los días de semana para cada fecha, al menos hasta el veintiocho. Si hay un viernes trece en febrero, tiene que haber un viernes trece en marzo también…, a menos que sea año bisiesto.
»En el año bisiesto, febrero tiene veintinueve días y dura cuatro semanas y un día. Eso significa que cada dia de marzo cae un día de semana después.
»Si el trece cae en viernes en febrero, cae en sábado en marzo, de modo que, aunque febrero tenga un viernes trece, marzo tiene un viernes doce.
»Mi nueva agenda tiene calendarios tanto para 1975 como para 1976. El año 1976 es año bisiesto y, con él, puedo ver que hay un viernes 13 de febrero, y un viernes 12 de marzo. El señor Halsted ha señalado que los calendarios se repiten cada veintiocho años. Eso significa que el calendario de 1976 también serviría para 1948 y 1920.
»Es evidente que una vez cada veintiocho años hay un viernes trece de febrero que no es seguido por uno en marzo, y el señor Hennessy, sabiendo que la reunión de su grupo obrero estaba programada para el segundo viernes de marzo, algo tal vez manipulado por la oposición para mantenerlo en casa, quedó encantado y aliviado ante el hecho de que al menos no fuese un segundo viernes trece.
Se hizo silencio alrededor de la mesa y después Avalon dijo:
—Eso está muy bien argumentado. Me convence.
Pero Fletcher sacudió la cabeza.
—Muy bien argumentado, lo admito, pero no estoy seguro…
—Posiblemente haya algo más —dijo Henry—. No pude dejar de preguntarme por qué el señor Hennessy lo llamaba un “milagro único en cuarenta años”.
—Oh, bueno —dijo Fletcher con indulgencia—, en eso no hay misterio, se lo aseguro. Cuarenta es uno de esos números místicos que saltan en la Biblia sin cesar. Ya sabe, el Diluvio reinó sobre la Tierra durante cuarenta días y cuarenta noches.
—Sí —dijo Rubin con vehemencia— y Moisés permaneció cuarenta días en el Monte Sinaí, y Elías fue alimentado durante cuarenta días por los cuervos, y Jesús ayunó cuarenta días en el desierto, y así sucesivamente. Al hablar acerca de la merced de Dios el número cuarenta se le ocurriría de modo natural.
—Tal vez sea así —dijo Henry—, pero tengo una idea. El señor Halsted, al hablar sobre la conversión del calendario juliano al gregoriano, dijo que el nuevo calendario gregoriano omitía un año bisiesto de vez en cuando.
Halsted golpeó la mesa con un puño.
—Por Dios, lo olvidé. Manny, si no hubieses hecho esa broma estúpida sobre las ecuaciones, no habría estado tan ansioso por simplificar y no lo habría olvidado. El calendario Juliano tenía un año bisiesto cada cuatro años sin falta, lo que habría sido correcto si el año tuviese exactamente 365 1/4 de extensión, pero es un poquito más corto. Para equilibrar esa pequeña diferencia, hay que omitir tres años bisiestos cada cuatro siglos, y en el calendario gregoriano esas omisiones se presentan en cada año terminado en 00 que no sea divisible por 400, aunque tal año fuera bisiesto según el calendario juliano.
»Eso significa —y golpeó otra vez la mesa con el puño— que 1900 no fue año bisiesto. No hubo años bisiestos entre 1896 y 1904. Hubo siete años consecutivos de 365 días cada uno, en vez de tres.
—¿Acaso eso no trastorna el calendario perpetuo que usted describió?
—Sí, lo hace. El calendario perpetuo para el siglo XIX se une al del siglo XX en el medio, por así decir.
—En ese caso, ¿cuál fue el último año anterior a 1920 en que un viernes trece de febrero cayó en año bisiesto?
—Tendría que calcularlo —dijo Halsted, con el bolígrafo acelerando sobre una servilleta nueva—. Ah, ah —murmuró, después dejó el bolígrafo sobre la mesa y dijo—: En 1880, por Dios.
—Cuarenta años antes de 1920 —dijo Henry— así que en el día que Hennessy escribió esta nota, un desafortunado día de febrero no fue seguido por un desafortunado día de marzo por primera vez en cuarenta años, y era muy justo que él lo llamara, con su estilo llamativo, un milagro único en cuarenta años. Me parece que el 13 de febrero de 1920 es el único día posible de toda su vida en que podría haber escrito la nota.
—Y a mí también —dijo Halsted.
—Y a mí —dijo Fletcher—. Les agradezco, caballeros. Y sobre todo a usted. Henry. Si ahora puedo ordenarlo correctamente…
—Estoy seguro —dijo Henry— de que el señor Halsted se alegrará de ayudarle.
Tuve que escribir este cuento. El viernes 13 de 1974 fui co-anfitrión de ese mes en la reunión del club Arañas Puerta-Trampa. (El Arañas Puerta-Trampa tiene dos anfitriones y el doble de socios que el club de los Viudos Negros.) Había elegido un nuevo restaurant y estaba especialmente ansioso porque todo saliera bien.
Había asegurado que aparecerían entre doce y quince miembros y temía que no llegáramos al número y que eso me hiciera pasar un mal momento con el restaurant. Los conté mientras entraban y cuando, llegó el número doce me sentí aliviado. (y el restaurant también estaba complacido. Nos sirvieron una comida excelente con un servicio soberbio… aunque sin Henry, desde luego.)
Después, al terminar la hora del cóctel y cuando nos sentamos a cenar, llegó el socio número trece. Personalmente creo que es una honra para la congregación el hecho de que nadie de los presentes pareciera preocuparse en lo más mínimo porque fuéramos trece a la mesa en un viernes trece (y por lo que sé, nada ocurrió como resultado.)
Debo admitir que yo estaba preocupado, porque no podía dejar pasar semejante acontecimiento sin empezar a trabajar en una trama de los Viudos Negros de inmediato. Una vez más el
Ellery Queen's Mystery Magazine
sintió que iba a ser una situación demasiado compleja, y lo pasé a
F & SF
, que lo aceptó. Apareció en el número de enero de 1976.
“The Unabridged”
Roger Halsted, por lo común una persona tranquila (como hay que serlo para sobrevivir a la enseñanza de matemáticas en una escuela secundaria), llegó al banquete mensual del club de los Viudos Negros en un estado de evidente malhumor.
—Sírveme un Bloody Mary —dijo—. Con poca salsa y un chorro extra de vodka.
Henry preparó el trago en silencio y con destreza incluido el chorro extra, y James Drake, que era el anfitrión de la noche, lo miró por sobre el humo de su cigarrillo y dejó que su insignificante bigote gris se crispara.
—¿Qué pasa, Rog? —preguntó con su voz suave, ronca.
—Llegué tarde —dijo Roger.
—¿Y con eso? —dijo Drake, que vivía en Nueva Jersey y de vez en cuando llegaba tarde—. Bebe rápido y ponte al día.
—Lo que me molesta es por qué llegué tarde —dijo Halsted. La alta frente se le había puesto rosada mas allá del sitio donde había estado en otros tiempos su cabello—. Estuve buscando mis gemelos. Mi par favorito. Mi único par, en realidad. Perdí veinte minutos. Busqué por todas partes.
—¿Los encontraste?
—¡No! ¿Tienes alguna idea sobre la cantidad de recovecos que hay en una casa de dos pisos con tres dormitorios? Podría haberme pasado veinte años sin llegar a nada.
Geoffrey Avalon se acercó, con la segunda copa por la mitad.
—No necesitas registrar toda la casa, Rog. No los pegaste en las molduras ni en la cañería, ¿verdad? ¿Dónde los guardas por lo común?
—En una cajita que tengo en el cajón. Fue donde primero me fijé. No estaban allí.
Había alzado la voz mucho más que de costumbre y Emmanuel Rubin exclamó desde el otro costado de la mesa:
—Los dejaste en la camisa la última vez que los usaste y fueron enviados a la lavandería y nunca volverás a verlos.
—No es así —dijo Halsted, cerrando la mano izquierda en un puño y agitándola—. Esta es la única maldita camisa que tengo con gemelos franceses y hace tres meses que no la uso y vi los gemelos en la caja la otra noche, cuando buscaba otra cosa.
—Entonces busca otra cosa —dijo Rubin—, y aparecerán.
—Ja, ja —dijo Halsted torvamente, y terminó su bebida.
—¿La camisa que llevas es la de los gemelos franceses, Rog? —dijo Mario Gonzalo.
—Sí, así es.
—Bueno, si ésa es la única camisa que tienes con gemelos franceses y no pudiste encontrar tu par de gemelos, ¿qué estás usando para sostener los puños?
—Hilo —dijo Halsted con amargura, adelantando los puños para que los examinaran—. Hice que Alice los atara con el hilo.
Gonzalo, cuyas prendas eran un ejemplo de esplendor impecable, con un matiz azulado predominante en la camisa y la chaqueta, que se hacía más oscuro en la corbata, respingó.
—¿Por qué no te pusiste otra camisa?
—Se me había subido la sangre a la cabeza —dijo Halsted— y no iba a permitir que me obligaran a cambiar de camisa.
—Bueno —dijo Drake—, si te calmas un poco, Rog, te presentaré a mi invitado. Jason Leominster, le presento a Roger Halsted, y el que sube por las escaleras vociferando por un whisky con soda es el último socio, Thomas Trumbull.
Leominster sonrió escrupulosamente. No llegaba al metro ochenta y pico de Avalon pero era más delgado. Era evidente que pasaba de los cuarenta años aunque parecía más joven, y bajo la chaqueta castaña llevaba un rompevientos negro de lana que lograba no parecer fuera de lugar. Tenía pómulos altos y destacados sobre una barbilla estrecha y puntuda.
—Me temo —dijo— que no cuenta usted con mucha simpatía, señor Halsted, pero puede contar con la mía, si es que sirve de algo. Cuando se trata de no encontrar cosas, me sangra el corazón.
Antes de que Halsted pudiese expresar la gratitud que sentía por el ofrecimiento, Henry dio la señal para empezar la cena, los Viudos Negros ocuparon sus asientos, y Trumbull, en voz alta y rápida, pronunció el brindis ritual en honor del Viejo Rey Cole.
Rubin, con una mirada dura hacia lo que tenía ante él, alzó la barba lacia hacia el techo en un acceso de indignación y le dijo a Henry:
—Esto parece un bocadillo de huevo. ¿Qué es, Henry?
—Es un bocadillo de huevo, señor.
—¿Qué está haciendo aquí?
—El chef —dijo Henry— ha preparado una comida china para el club, este mes.
—¿En un restaurant italiano?
—Creo que él lo considera un desafío, señor.
—Cállate y come, Manny, ¿quieres? —dijo Trumbull—. Está muy bueno.
Rubin lo mordió, después tomó la mostaza.
—Para ser un bocadillo de huevo está bien —dijo, insatisfecho.
Hasta Rubin se aplacó con la sopa de nidos de golondrina, y cuando el primero de los siete platos resultó ser un pato a la pekinesa, se ablandó decididamente.
—En realidad —dijo—, no es que uno pierda las cosas. Uno las olvida. Es lo que me pasa a mí, lo que le pasa a todos. Uno tiene algo, lo deja con la mente en otra cosa. Dos minutos después no puede determinar donde lo dejó aunque en ello le vaya la vida. Incluso si, por puro accidente, uno lo encuentra, sigue sin poder recordar cómo lo puso allí. Roger no ha perdido sus gemelos, los puso en alguna parte y no recuerda dónde.
Gonzalo, que estaba apartando con delicadeza un hongo negro para experimentar su sabor sin mezclas, dijo:
—Por más que me duela estar de acuerdo con Manny…
—Por más que te duela tener razón en una rara ocasión, querrás decir.
—Tengo que admitir que hay algo de cierto en lo que acaba de decir. Por accidente, estoy seguro. Lo peor que uno puede hacer es poner algo donde sabe que estará a salvo de la mano de un ladrón. El ladrón lo encontrará sin problemas, pero el propietario no volverá a verlo. Una vez escondí una chequera y tardé cinco años en encontrarla.
—La ocultaste bajo el jabón —dijo Rubin.
—¿Eso funciona para ti? —preguntó Gonzalo con dulzura—. Para mí no.
—¿Dónde fue que la encontraste, Mario? —preguntó Avalon.
—Lo olvidé otra vez —dijo Gonzalo.
—Como es lógico —intervino Leominster, amable—, es posible colocar algo en un sitio, cambiarlo a otro para que esté más seguro, después recordar sólo el primer sitio… donde no está.
—¿Le ha pasado eso, señor Leominster? —preguntó Trumbull.
—Por así decirlo —dijo Leominster— pero en realidad no sé si sucedió.
Henry llegó con la fuente de galletitas de la suerte. Le dijo a Halsted en voz baja:
—Acaba de llamar la señora Halsted, señor. Desea que le diga que encontraron los gemelos.
Halsted se volvió con violencia.
—¿Los encontraron? ¿Dijo dónde?
—Bajo la cama, señor. Dice que es posible que se hayan caído allí.
—Miré bajo la cama.
—La señora Halsted dice que estaba cerca de una de las patas de la cama. Casi invisibles, señor. Tuvo que tantear con la mano. Me indicó que le dijera que ya ha sucedido antes.