Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Los nombres pueden ser una inspiración, también —opinó Teller—. Cuando yo era joven, soñaba ser un arquero superlativo. Quería que la gente dijera: «Guillermo Tell era bueno, pero William Teller es mejor». Yo era un arquero asiduo en el campamento de verano por esa razón.
—¿Y lo consiguió? —preguntó James Drake con interés, al tiempo que encendía su inevitable cigarrillo.
—No. Yo estaba notablemente poco dotado. Sólo daba en el blanco, no digamos ya en la diana, cuando apuntaba a alguna otra parte. Lo hacía fatal. Si hubiera ganado la competición nacional de arqueros con mi nombre, habría salido en todos los periódicos de los Estados Unidos, en las columnas de «Créase o no», si es que existen todavía.
—Usted hubiera resultado incluso mejor —dijo Emmanuel Rubin discretamente— si su nombre hubiera sido Robin Hood.
Roger Halsted manifestó con vehemencia:
—Muchas de las llamadas coincidencias suceden de esa manera. Si alguien se llama Robin Hood, se ve obligado a probar su habilidad en el tiro con arco y, si resulta bueno, decir «créase o no» estaría fuera de lugar. Sería una consecuencia lógica. De hecho, tengo la sospecha de que las cosas curiosas que le suceden a todo el mundo no son paranormales, sino naturales. Por ejemplo…
Todos se quedaron sin enterarse de cuál era el ejemplo que Halsted estaba a punto de dar, porque Henry, el camarero supremo, escogió aquel momento para anunciar, según su tranquila y efectiva manera, que la cena estaba servida.
Los Viudos se sentaron para tomar el pastel de callos, seguido por un crujiente pato asado con salsa de licor de cerezas, acompañado de arroz integral y trufas, algo que hizo que se extinguiera la conversación. Y, durante la cena, se mantuvo una especie de quietud satisfecha en la cual incluso los comentarios ocasionales de Rubin fueron expresados con una serena contención. Hasta que Trumbull, a la hora del café, golpeó el vaso de agua con la cuchara y señaló a Avalon como moderador del interrogatorio.
—Mr. Teller —preguntó Avalon—, ¿a qué se dedica usted?
Teller repuso sin inmutarse:
—A hacer que la gente piense.
—¿Y qué procedimiento emplea?
—Tengo una columna en los periódicos titulada
Por el contrario.
No aparece en ningún periódico de Nueva York; pero lo hace en ciento dos diarios de difusión moderada en otros lugares de la nación. En mi columna, presento la parte impopular de cualquier controversia, no porque apoye siempre con pasión esa parte, sino porque creo que es propensa a ser presentada de manera inadecuada al público. El público, después de todo, puede ser inducido a error; a veces, incluso de forma peligrosa, si escucha sólo a una parte de una cuestión.
Muchas personas podían no saber siquiera que existe otro punto de vista.
—¿Puede usted darnos algún ejemplo? —preguntó Avalon.
—Por supuesto. En una columna reciente presenté la opinión que los llamados terroristas tienen de sí mismos.
—¿Llamados? —dijo Drake en suave tono de interrogación.
—Sí, «llamados» —respondió Teller—. Ellos no se consideran a sí mismos terroristas, de la misma manera que nosotros no pensamos que lo sean quienes están a nuestro lado. Cuando aprobamos sus objetivos, decimos que son luchadores por la libertad y los comparamos con George Washington.
—¿Defiende usted entonces el terrorismo? —inquirió Avalon.
—No es que lo defienda, sino que intento penetrar en el razonamiento que existe para su defensa. Por ejemplo, los Estados Unidos piensan que todos los conflictos tendrían que tener lugar con misiles, aviones, tanques y todo el aparato de la guerra; o mediante votos, resoluciones, argumentos, debates y toda la maquinaria de la política. Sin embargo, ¿qué ocurre si existe gente que cree que tiene una causa justa pero que no posee la maquinaria de la guerra y se le niega la maquinaria de la política? ¿Qué han de hacer, entonces? Sin duda, ellos tienen que luchar con las armas que poseen. Nuestro grito entonces es que son cobardes que golpean sin avisar y matan al azar a víctimas civiles. Pero, ¿es justo por nuestra parte «luchar limpiamente» contra fuerzas que son muchísimo más pequeñas que las nuestras?
—Veo su punto de vista —dijo Rubin—, pero se puede argumentar contra el terrorismo con bases pragmáticas, incluso dejando a un lado el gran sentido moral. Simplemente, el terrorismo no es eficaz. Tirar bombas al azar llena titulares y causa dolor personal y frustración pública; pero no consigue sus fines.
—A veces lo hace —afirmó Teller—. El asalto iraní a la Embajada de los Estados Unidos llevó a éstos al ridículo mundial, convirtió a Jomeini en el héroe de los radicales árabes por todo el Islam y destruyó la Presidencia de Carter. Y ni siquiera mataron a nadie.
—Sí —contestó Rubin—; pero fue autodestructivo porque condujo a la Presidencia de Reagan, que ha asumido una actitud mucho más dura contra el terrorismo, y trajo el bombardeo de Libia, por ejemplo, como castigo por su apoyo al terrorismo.
—Todavía tenemos que ver a qué conducirá esto por el otro lado. Para continuar mi argumentación, diré que durante la guerra, los terroristas se llaman guerrillas o fuerzas de resistencia, o «raiders», o comandos, o cualquier cosa, excepto terroristas. En la Segunda Guerra Mundial, dichas fuerzas irregulares que estaban en cualquier nación supuestamente conquistada, sobre todo en Yugoslavia, hicieron mucho para ayudar a la derrota de los nazis. De modo similar, las guerrillas de España hicieron mucho para vencer a Napoleón.
—Quizás —apuntó Avalon— usted no se mostraría tan comprensivo con ellos si hubiera sufrido directamente a manos de los terroristas.
—Supongo que no; pero el argumento existiría incluso si yo, por resentimiento personal, me negara a reconocerlo.
Drake prorrumpió en una risa ahogada.
—Ya sabe usted, Tom. Supongo que Mr. Teller es amigo de usted, puesto que usted lo ha traído como invitado. Con las opiniones que él tiene, ¿no resulta un amigo peligroso, considerando el tipo de empleo que usted tiene en el Gobierno?
—Nada en absoluto —negó Trumbull—. Es sólo un abogado del diablo profesional. A menudo apoya con todas sus fuerzas al Gobierno cuando ha ocurrido algo que lo hace impopular.
—Es una gran verdad —corroboró Teller.
Se detuvo y frunció el ceño como si le hubiera asaltado un pensamiento repentino. Dijo, hablando muy despacio:
—Ustedes saben que esto no se me habría ocurrido si no hubiera habido aquella charla antes de la cena acerca de conexiones extrañas, como la que se produce entre el tiro con arco y yo. Existe una conexión aquí en el asunto del terrorismo.
—¿Puedo preguntar qué conexión es ésa? —solicitó Avalon.
—Mr. Rubin había apuntado que mis opiniones podrían cambiar si yo fuera una víctima. Para decirlo con precisión, yo no lo he sido; pero mi esposa sí, y eso podría considerarse como casi equivalente. El mismo día en que aparecía mi columna sobre el terrorismo, el mismo día, mi esposa fue víctima de una especie de terrorismo suave. Le robaron el bolso. Naturalmente, eso fue la más simple de las coincidencias. Sin embargo…
Se detuvo de nuevo.
—Diga, Mr. Teller —pidió Avalon.
—No es nada importante. Estaba pensando en las secuelas del incidente, que fueron realmente humorísticas e incluso desconcertantes. Pero eso no importa. Retomemos nuestro debate sobre el trabajo a que me dedico. En la época de nuestra desgracia en el Líbano…
—Espere, espere —intervino Gonzalo, golpeando con la cuchara el vaso de agua—. Volvamos atrás, Mr. Teller. Quiero enterarme de la secuela humorística y desconcertante del robo del bolso.
Teller pareció sorprendido y se volvió automáticamente a Trumbull.
—Tom…
Trumbull se encogió de hombros.
—Adelante, hablemos de la secuela desconcertante. Si no, Mario nos amargará la vida a todos nosotros.
—Espere —volvió a pedir Gonzalo—. Espere un minuto.
Henry no está aquí.
—¿Henry? —se extrañó Teller.
—Nuestro camarero. —Y Gonzalo levantó la voz—: ¡Henry!
Henry entró en el comedor.
—Dígame, Mr. Gonzalo.
—No desaparezca de ese modo —le espetó Gonzalo, malhumorado—. ¿Dónde estaba?
—Ordenando los platos y los cubiertos, Mr. Gonzalo; pero ya estoy a su servicio.
—Bien. Quiero que usted oiga esto. Mr. Teller, por favor, comience desde el principio.
Teller miraba sorprendido.
—No es realmente gran cosa. Mi esposa estaba en la estación Grand Central y, en una escalera mecánica abarrotada, desapareció su bolso. Ella lo llevaba colgado del hombro izquierdo, porque tenía alguna otra cosa en cada mano, y creemos que alguien que se hallaba detrás de ella cortó la correa con cuidado, sostuvo el bolso seguro hasta que llegaron al final de la escalera y entonces se escapó rápidamente, con el bolso bajo el brazo. Ella no vio nada, no sintió nada. Sabe que tenía el bolso en su poder cuando ella se hallaba en la parte superior de la escalera mecánica, porque se lo echó hacia la espalda para mayor comodidad, y no lo llevaba cuando terminó de bajar. Eso es todo lo que hay en cuanto a la historia. No le hicieron daño, no la empujaron, no la amenazaron. Fue un trabajo muy profesional.
—Usted no parece disgustado —observó Gonzalo.
—Lo estuve, naturalmente, y también lo estuvo mi esposa.
Una pérdida semejante siempre es desagradable. No llevaba mucho dinero dentro, unos pocos dólares; pero tenía varias tarjetas de crédito, su permiso de conducir, los documentos de su coche, algunos papeles personales, fotografías… Eso significaba que tenía que informar de la pérdida de las tarjetas de crédito y enfrentarse al hecho de prescindir de ellas durante unas cuantas semanas, o usar las mías. Significaba también hacer gestiones en el Ayuntamiento sobre lo referente al automóvil, y decir adiós a toda la chatarra que llevaba en el bolso.
Sin embargo, lo más importante es que fue herido su orgullo.
El bolso era viejo, viejísimo; estaba en las últimas. Lo llevaba así a propósito. Tenía unos cuantos bolsos nuevos y bonitos que utilizaba cuando iba bien vestida; pero ese cochambroso lo usaba cuando iba de compras, cuando esperaba estar en medio de multitudes. Ella proclamaba que ningún ladrón que se preciase soñaría en coger un bolso que daba vergüenza. Ellos sabrían que no había nada que valiera la pena dentro. Bien, pues ellos
sí
lo cogieron; y aunque yo tuve sumo cuidado en no hacer ninguna referencia a sus afirmaciones anteriores, pues ella siempre había estado muy orgullosa de su inteligencia en ese aspecto, me miró y supo lo que yo estaba pensando.
—¿Y cuál fue la consecuencia desconcertante? —preguntó Gonzalo.
—Bien; ayer, dos días después del robo, abrí la puerta de mi apartamento con objeto de llevar la basura al
compacter,
pues yo trabajo en casa, y casi tropecé con un paquete que llevaba el nombre de mi esposa con escritura desordenada. En el primer momento, supuse que era algo que había dejado el cartero, aunque él sabía muy bien que no tenía que hacerlo sin tocar el timbre. Pero, cuando lo recogí, encontré que no tenía ninguna dirección y ningún sello. Así que debía haber sido llevado a mano, y eso más bien me disgustó. Después de todo se confía en que nuestra casa de apartamentos tiene un seguridad rígida y nadie debería poder entrar en el ascensor sin ser inspeccionado, por los porteros y llamarnos por el interfono y pedir nuestro consentimiento para que él o ella suban. Naturalmente, esto no siempre ocurre. Alguien entra cuando los porteros están ocupados con alguna otra cosa, o sigue a cualquiera que pertenece a la casa, de modo que da la sensación de que es un invitado… Pero, así y todo, me disgustó.
»Me puse lo bastante furioso para inspeccionar por entero el vestíbulo y mirar en los dos cuartitos de la escalera y en la habitación del
compacter,
lo que no fue muy inteligente por mi parte, y no encontré a nadie. Entonces llamé a mi esposa, le mostré el paquete y le pregunté si sabía qué podía ser.
»Ella dijo en seguida y con gran convicción:
»—Es una bomba.
»Naturalmente, yo me reí. Todos nos estamos volviendo ridículamente sensibles al terrorismo. El paquete me pareció demasiado pequeño para contener una bomba. Sin embargo, no tuve valor para intentar abrirlo. Después de una gran indecisión, tras escuchar si había algún tictac indicador, aunque no sé si las bombas hacen tictac en el día de hoy; y después de olerlo, y sin tener el suficiente valor para sacudirlo, llamé a la Policía. Ellos nos dijeron que lo pusiéramos en el centro de nuestra habitación más grande y abandonáramos el apartamento. En un momento, llegó una brigada especializada en explosivos con una unidad portátil de rayos X y, bueno…, no era una bomba.
»Ellos nos lo abrieron y, cuando nos volvieron a llamar al apartamento, nos mostraron el contenido. Y era todo lo que habían robado a mi esposa dos días antes. ¡Todo! El paquete contenía los papeles, incluyendo las tarjetas de crédito, las menudencias. Y el dinero, hasta la moneda más pequeña que estaba abajo, en el pequeño escondite de cuartos de dólar que ella guardaba para el transporte público. Mi mujer lo contó con sorpresa y todo estaba allí. No habían cogido nada. ¿Han oído ustedes alguna vez una cosa parecida? Yo lo considero desconcertante. Es de suponer que se trataba de un ladrón con un ataque de arrepentimiento.
Gonzalo, que había escuchado con gran atención, pareció decepcionado.
—¿Es ése el final del asunto?
—El final total —contestó Teller—. Pero yo ya les dije que no había gran cosa, así que no deben sentirse molestos conmigo.
Gonzalo meneó la cabeza, confuso a todas luces.
Henry dijo serenamente:
—Perdón, Mr. Teller. ¿Me permite hacer una pregunta?
—Desde luego, si así lo desea; pero no veo qué es lo que hay que preguntar.
—Es sólo que usted mencionó el contenido, señor; pero no mencionó el bolso mismo. ¿También fue devuelto?
Teller pareció quedarse atónito.
—No, no lo fue. Me alegro de que me lo haya preguntado.
Fue la única cosa que no volvió. Mi esposa estaba preocupada por eso. Decía que el bolso tenía valor para ella y que podían haberlo devuelto también. Mi opinión es que era demasiado voluminoso para meterlo en un paquetito. Naturalmente yo comenté que, puesto que el plan de ella de llevar un bolso viejo no había dado resultado, no representaba una gran pérdida.